Mientras Infernus estaba ocupado en el baño, Freya, aún algo molesta por su situación, decidió entablar conversación con la tripulación para aliviar la tensión y, al mismo tiempo, recopilar información. Dirigió su mirada a Jones, el hombre de confianza de Infernus, que estaba afilando su espada en la cubierta.
—Dime, Jones —comenzó Freya con una mezcla de sarcasmo y curiosidad—, ¿cuál es exactamente el objetivo de ese monstruo que llaman capitán?
Jones levantó la vista, sorprendido por la pregunta, pero respondió con naturalidad.
—El capitán quiere tomar la olla de oro del duende que está al final del arcoíris.
Por un momento, Freya simplemente lo miró fijamente, esperando que se retractara o que mencionara algo más lógico. Pero al notar que Jones hablaba en serio, comenzó a reírse a carcajadas.
—¿La olla de oro de un simple duende? —dijo entre risas, sosteniéndose el estómago—. ¿Me estás diciendo que han atravesado mares, enfrentado a criaturas como ese gigante de roca y a mí, solo para perseguir un cuento de hadas?
Jones, imperturbable, se encogió de hombros.
—El capitán tiene sus razones. Nunca hace nada sin un propósito.
Freya dejó de reír gradualmente, pero todavía tenía una sonrisa incrédula en los labios.
—Si crees que al final del arcoíris solo hay un duende cuidando una olla de oro, estás terriblemente equivocado.
La tripulación, que hasta entonces había estado ocupada con sus tareas, comenzó a prestar atención. Freya disfrutó del repentino interés y continuó con una expresión seria.
—En el final del arcoíris no hay un solo duende, sino un reino entero: el **Reino de Éireán**, una tierra mágica donde habitan legiones de duendes bajo el mando de su rey, **Fionn Mac Lugh**. Este rey no es un simple duende; es el hijo del dios de la riqueza y la prosperidad, **Daghda**, una de las deidades más poderosas del panteón selta.
Un murmullo recorrió a la tripulación. Jones frunció el ceño y cruzó los brazos.
—¿Legiones, dices? —preguntó con tono escéptico—. ¿Qué tan fuerte puede ser un ejército de duendes?
Freya soltó una carcajada burlona.
—Oh, más fuerte de lo que imaginas. El Reino de Éireán está protegido por soldados de élite conocidos como los **Guardianes Dorados**. Cada uno de ellos porta armas imbuidas con magia ancestral: lanzas que pueden perforar cualquier armadura, arcos que disparan flechas de luz cegadora, y espadas que nunca pierden su filo. Además, las murallas de su ciudad están hechas de un metal encantado, **orihalcum verde**, que es casi indestructible y repele la magia.
—¿Y qué hay de los números? —preguntó otro marinero con evidente preocupación.
—¿Números? —repitió Freya con una sonrisa traviesa—. Digamos que solo el ejército regular tiene más de cincuenta mil duendes bien entrenados, y eso sin contar a las criaturas mágicas que también sirven al rey: grifos dorados, elementales de tierra que emergen del suelo para aplastar a los intrusos, y banshees que protegen los caminos con sus gritos mortales.
Jones dejó caer la espada que estaba afilando, visiblemente preocupado.
—Y el rey… —continuó Freya, disfrutando del efecto que sus palabras tenían en la tripulación—. Fionn Mac Lugh no es cualquier gobernante. Como hijo de Daghda, tiene acceso a magia divina. Puede invocar tormentas doradas que destruyen todo a su paso, controlar el flujo del oro y los minerales en la tierra, y tiene un bastón que puede transformar el terreno en un arma mortal.
—¿Y Daghda? —preguntó otro marinero, tragando saliva—. ¿Qué clase de dios es?
Freya entrecerró los ojos, adoptando un tono más sombrío.
—Daghda es conocido como el Señor de la Abundancia, el Dios de la Riqueza. Es el guardián de los recursos del mundo y el patrón de los comerciantes, granjeros y forjadores. Su influencia se extiende a través de Éireán y más allá. Aunque rara vez interviene directamente, si alguien pone en peligro a su hijo o su reino, podría aparecer. Y si lo hace… bueno, digamos que nadie ha sobrevivido para contar lo que pasa después.
El silencio se hizo en la cubierta. Incluso los más escépticos comenzaban a sentir una mezcla de temor y respeto hacia el objetivo de Infernus.
Finalmente, Jones rompió el silencio, mirándola fijamente.
—¿Y cómo sabes tanto sobre este lugar?
Freya esbozó una sonrisa enigmática.
—Digamos que tengo cierta… conexión con las tierras mágicas. No subestimen lo que les estoy diciendo. Si el capitán planea ir al final del arcoíris, necesitará algo más que su arrogancia y su fuerza para tener éxito.
En ese momento, se escuchó la puerta del baño abrirse, y apareció Infernus, completamente despreocupado, secándose las manos con un pañuelo oscuro.
—¿De qué hablan? —preguntó, notando la tensión en el ambiente.
Freya lo miró, aún con esa sonrisa burlona en el rostro.
—Nada importante, capitán. Solo le explicaba a tu tripulación lo que les espera en el final del arcoíris. Espero que estés listo, porque si subestimas a los duendes, terminarás en el fondo del mar.
Infernus arqueó una ceja y luego sonrió.
—¿Duendes? ¿Ejércitos? ¿Un rey hijo de un dios? —dijo, con un tono despreocupado—. Suena como una buena práctica.
La confianza en su voz hizo que Freya rodara los ojos, pero no dijo nada más. Sabía que la batalla que les esperaba sería más complicada de lo que Infernus quería admitir, pero al mismo tiempo, algo en él la hacía preguntarse si realmente era capaz de enfrentar cualquier cosa.
El salón del trono del Reino de Éireán brillaba con un resplandor dorado. Las paredes estaban hechas de orihalcum verde y decoradas con relieves de antiguas batallas y gestas heroicas de los duendes. Grandes candelabros de cristal mágico colgaban del techo, iluminando la sala con una luz cálida y vibrante. En el centro, sobre un trono esculpido en oro y esmeraldas, estaba sentado el rey **Fionn Mac Lugh**, su figura imponente irradiaba autoridad. Su cabello dorado y ojos verdes chispeantes reflejaban su ascendencia divina.
En ese momento, un anciano duende vestido con túnicas oscuras entró al salón. Su paso era lento, y su mirada se mantenía fija en el suelo mientras cargaba una vara tallada con símbolos antiguos. Los guardias, armados con lanzas relucientes, lo dejaron pasar con respeto, pues sabían que era **Muirne**, el adivino personal de Daghda.
Fionn se enderezó en su trono, con una expresión curiosa pero tranquila.
—Muirne —dijo el rey con voz grave—. Si estás aquí, debe ser importante. Habla.
El adivino levantó la cabeza, mostrando un rostro marcado por la edad y la sabiduría. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una intensidad inquietante.
—Mi rey —comenzó Muirne, su voz resonando en el gran salón—. Vengo con un mensaje de tu padre, el gran Daghda. Una advertencia, una profecía.
La tensión en la sala creció de inmediato. Los consejeros cercanos del rey, que habían estado conversando entre ellos, quedaron en silencio. Incluso los guardias apretaron más fuerte sus armas.
—¿Qué dice mi padre? —preguntó Fionn, inclinándose ligeramente hacia adelante.
Muirne golpeó el suelo con su vara, y una vibración recorrió la sala.
—Un hijo de la muerte viene hacia ti, mi rey. Su sombra se alza sobre el arcoíris, buscando arrebatarte lo que es tuyo: el oro, la riqueza, el reino. Él no es un simple mortal, sino alguien nacido de la oscuridad misma, un heredero del Tártaro.
Fionn frunció el ceño, pero no mostró miedo.
—¿Un hijo de la muerte? ¿Acaso Hades envía a su engendro a desafiarme? —preguntó, su voz goteando con incredulidad y un toque de orgullo.
—No es solo un desafío, mi rey —continuó Muirne, avanzando hacia él—. Este ser trae consigo una furia que consume todo a su paso. Ha destruido criaturas colosales, sometido a brujas poderosas y dejado una estela de sombras en su camino. No viene solo por tu oro, sino para reclamar tu legado, tu posición…
Los murmullos entre los consejeros comenzaron a crecer. Algunos estaban visiblemente inquietos, mientras que otros trataban de mantener la calma.
Fionn golpeó el reposabrazos de su trono, haciendo callar a todos.
—¿Y qué sugieres, Muirne? ¿Que tiemble ante un simple hijo de Hades? ¡Este reino ha resistido contra amenazas mucho peores!
El adivino negó lentamente con la cabeza.
—Subestimar a este enemigo sería tu perdición, mi rey. Él no es como los otros. Sus poderes están arraigados en la misma esencia del inframundo. Su ira alimenta su magia, y su determinación lo hace imparable.
Fionn se levantó de su trono, su figura alta y musculosa dominando el salón.
—Entonces, si este hijo de la muerte quiere enfrentarse a mí, le mostraré que incluso las sombras deben temer al resplandor del oro. ¡Que venga! Éireán nunca ha caído, y no caerá ahora.
Muirne lo miró con seriedad, pero había una leve preocupación en sus ojos.
—Si decides enfrentarlo, mi rey, debes prepararte. Él no vendrá solo. Y aunque lo derrotes, su legado podría extenderse. Hades no es un enemigo que olvide fácilmente.
Fionn sonrió con arrogancia, mostrando sus dientes blancos.
—Que vengan Hades, sus hijos, e incluso sus legiones. No me esconderé. ¡Que Éireán esté lista para la guerra!
El rey se giró hacia sus consejeros.
—Reúnan a los Guardianes Dorados. Quiero las murallas reforzadas y la magia defensiva en su máxima potencia. Envía mensajeros a las fronteras: si alguien cruza el arcoíris, debe ser detenido de inmediato.
Uno de los consejeros, un duende de cabello plateado llamado **Seamus**, dio un paso adelante.
—¿Y qué haremos con el oro, mi rey? ¿Debemos moverlo a un lugar más seguro?
Fionn negó con la cabeza.
—No. El oro permanece aquí, bajo mi trono. Que ese hijo de la muerte lo vea, que lo codicie, y que lo pierda.
Muirne habló nuevamente, con un tono de advertencia.
—Mi rey, este no es un enemigo común. No lo olvides. Aunque estés preparado, hay fuerzas que ni siquiera los dioses pueden controlar del todo.
Fionn, confiado, dio un paso hacia el adivino, apoyando una mano en su hombro.
—Agradezco tus advertencias, viejo amigo. Pero confía en mí. Éireán no caerá.
Muirne inclinó la cabeza, aunque su expresión no mostró alivio. Mientras el rey daba órdenes a sus consejeros y a los guardias, el adivino se retiró, murmurando para sí mismo:
—La muerte siempre encuentra la manera, incluso entre las sombras doradas…
### **Preparativos en Éireán**
El Reino de Éireán se puso en alerta máxima. Los Guardianes Dorados comenzaron a patrullar las murallas con sus armas mágicas relucientes, mientras los magos del reino creaban barreras defensivas que envolvían la ciudad en un resplandor dorado. Las criaturas mágicas, como los grifos y los elementales, fueron llamadas a proteger los puntos clave.
Desde su trono, Fionn observaba los preparativos con una mezcla de orgullo y determinación. Aunque confiaba en sus fuerzas, no podía ignorar la sensación de que algo oscuro se acercaba, algo que cambiaría el destino de Éireán para siempre.