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Chapter 28 - capítulo 28**Atenea y Daghda: advertencias, tensiones y acuerdos**

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El majestuoso templo del dios celta Daghda se encontraba rodeado de un paisaje vibrante y fértil, con colinas verdes y un río cristalino que fluía enérgico como si fuera el eco de su poder. Atenea llegó con su característico porte, su armadura reluciendo bajo el sol y su casco bajo el brazo. Su búho volaba en círculos sobre ella, como un mensajero silencioso de lo que estaba por ocurrir.

Daghda, sentado en su gran trono de piedra con inscripciones antiguas, sostenía su bastón mágico, el *Lorg Mór*, y observaba cómo Atenea entraba sin pedir permiso. Su sonrisa, siempre algo burlona, se torció ligeramente al notar la expresión seria en el rostro de la diosa griega.

-¡Ah, Atenea! -exclamó Daghda con una voz que resonaba como el trueno lejano-. ¿Qué honor tengo de recibir a la diosa de la sabiduría y la estrategia? ¿Acaso has venido a aprender algo de los celtas?

Atenea se detuvo frente a él, sus ojos fríos como el mármol.

-No estoy aquí para juegos, Daghda. Estoy aquí porque has cometido un error grave al interferir con Infernus, el hijo de Hades.

Daghda arqueó una ceja, fingiendo inocencia.

-¿Interferir? ¿Yo? No sé de qué hablas, querida.

Atenea golpeó el suelo con el mango de su lanza, haciendo que el eco resonara por toda la sala.

-Sabes perfectamente a qué me refiero. Enviar a tu adivino a advertir al rey Fionn Mac Lughsu sobre la llegada de Infernus es una provocación directa hacia Hades. ¿Acaso olvidaste lo que significa enfurecerlo?

Daghda rió, un sonido que resonaba entre burlón y confiado.

-¿Hades? ¿El ermitaño del Inframundo? No me preocupa su enojo. No saldrá de su cueva oscura solo por esto. Además, es mi derecho proteger a mi hijo y a su reino.

Atenea entrecerró los ojos, dando un paso hacia adelante.

-Ese "ermitaño" tiene más poder del que pareces recordar. Si crees que simplemente ignorará tu interferencia, estás subestimándolo gravemente.

Daghda se levantó de su trono, su tamaño imponente proyectando una sombra sobre Atenea.

-Y tú, Atenea, pareces olvidar que no somos iguales. No tengo que responder ante tus advertencias ni ante las de Hades. Lo que hago con mis dominios y mis descendientes es asunto mío.

Atenea mantuvo la compostura, aunque su paciencia empezaba a agotarse.

-Eso lo crees ahora, Daghda. Pero cuando Hades se entere, no será solo tu reino el que sufra las consecuencias. Las relaciones entre los dioses son delicadas, y este acto de tu parte podría desatar un conflicto que afecte tanto a los celtas como a los olímpicos.

Daghda se cruzó de brazos, sin mostrar señales de preocupación.

-Entonces dime, diosa de la sabiduría, ¿qué sugieres que haga? ¿Dejar a mi hijo a merced de ese chico?

Atenea tomó aire, buscando controlar su tono.

-Sugiero que retrocedas. Que te mantengas fuera de esto y dejes que los eventos sigan su curso. Infernus no está interesado en destruir el reino; su objetivo es más personal. Si interfieres, solo conseguirás enfurecerlo más. Y si eso ocurre, Hades se verá obligado a intervenir.

Daghda soltó una carcajada.

-¿Me pides que abandone a mi hijo? ¡Qué conveniente para los olímpicos! ¿Quieres que el oro del arcoíris caiga en manos de un semidiós de la muerte?

Atenea, molesta, dejó caer su casco sobre la mesa de piedra frente a Daghda.

-No se trata de los olímpicos, ni siquiera de Hades. Se trata de evitar una guerra innecesaria. Tú y yo sabemos que Infernus no es como otros semidioses. Tiene poder y ambición, sí, pero también tiene un destino que ninguno de nosotros puede controlar. Si fuerzas su mano, no habrá lugar en tu reino donde puedas esconderte.

Daghda la miró fijamente, su expresión burlona desapareciendo lentamente.

-Hablas con mucha convicción, Atenea. ¿Es acaso interés estratégico, o hay algo más que no me estás diciendo?

Atenea se cruzó de brazos, sin apartar la mirada.

-Lo que yo haga o deje de hacer no es asunto tuyo. Pero si insistes en cuestionarme, te aseguro que no saldrás beneficiado.

Por un momento, el aire se tensó. Los dos dioses se midieron en silencio, la energía en la sala vibrando como si estuviera al borde de estallar. Finalmente, Daghda suspiró, dejando caer su bastón al suelo con un sonido seco.

-Muy bien, Atenea. No interferiré más. Pero que quede claro: si ese chico cruza una línea, no dudaré en proteger lo que es mío.

Atenea tomó su casco, satisfecha pero aún desconfiada.

-Es lo más sensato que has dicho hasta ahora. Recuerda, Daghda, no siempre se trata de quién tiene más poder, sino de quién sabe usarlo en el momento adecuado.

Daghda esbozó una sonrisa cansada.

-Sabiduría típica de los olímpicos. Está bien, Atenea. No diré más. Pero tampoco voy a quedarme completamente de brazos cruzados.

Atenea asintió, sabiendo que no podía esperar más de él.

-Eso es suficiente. Solo asegúrate de no desatar algo que no puedas controlar.

Con esas palabras, Atenea se giró y salió del templo, dejando a Daghda en sus pensamientos. Él miró su bastón y luego al horizonte, preguntándose si realmente había tomado la decisión correcta o si su orgullo lo había cegado una vez más.

Mientras tanto, Atenea subió a su carro celestial, observando cómo su búho volvía a su hombro.

-Espero que estés listo, Infernus -murmuró para sí misma-. Porque esta será una prueba más difícil de lo que imaginas.

El conflicto estaba lejos de terminar, pero al menos, por el momento, las piezas en el tablero se habían acomodado.

**El punto de vista de Infernus: una mente dividida entre el deber y la devastación** 

Infernus se encontraba en la cubierta del barco, observando el horizonte que parecía interminable. El viento soplaba con fuerza, revolviendo su cabello oscuro y jugando con la capa que colgaba de sus hombros. Aunque para los demás parecía estar tranquilo, con los brazos cruzados y la mirada fija, en realidad estaba sumido en un torbellino de pensamientos. 

**"Devastar otro reino…"** La idea le provocaba un leve malestar, aunque no lo mostraría abiertamente. No es que fuera ajeno a la destrucción; al fin y al cabo, había sido criado bajo la sombra de Hades, el dios del Inframundo, y su propia naturaleza como semidiós estaba impregnada de esa oscuridad. Sin embargo, algo en esta misión lo hacía dudar. 

—Dos reinos destruidos… —murmuró para sí mismo, su voz un susurro que el viento se llevó antes de que alguien pudiera oírlo. 

El primero había sido casi automático, una tarea que le pareció necesaria en su momento. Los habitantes de aquel lugar habían sido hostiles, y él no había tenido otra opción más que aplastar cualquier resistencia. Pero ahora, con este segundo reino en su mira, se sentía diferente. No era que estuviera desarrollando un sentido de moralidad repentino, pero había algo en él que le hacía cuestionarse si era realmente necesario arrasar con todo para conseguir lo que quería. 

Freya, ahora su "sirvienta" a regañadientes, se acercó desde el otro lado del barco, todavía intentando adaptarse a su nueva posición. Aunque su mirada solía estar cargada de desafío, esta vez parecía curiosa. 

—¿Qué te tiene tan pensativo, oh gran destructor? —preguntó con un toque de sarcasmo, pero también con genuina intriga. 

Infernus apenas giró la cabeza para mirarla. 

—Estoy pensando en cómo abordar el próximo reino. 

—¿Ah, sí? Déjame adivinar: ¿con fuego, rayos y destrucción? —bromeó Freya, pero Infernus no rió. 

—No necesariamente. —Se quedó en silencio por un momento antes de añadir—: No quiero destruirlos si no es necesario. 

Freya lo miró con incredulidad. 

—¿Tú? ¿El hijo de Hades? ¿Considerando una solución pacífica? Esto es nuevo. 

Infernus suspiró, apoyándose en la barandilla del barco. 

—Sé lo que soy, Freya. Soy el hijo de la muerte misma, el heredero del Inframundo. Pero eso no significa que deba disfrutar destruyendo todo a mi paso. 

Freya se cruzó de brazos, observándolo con más atención. 

—¿Entonces por qué lo haces? 

—Porque a veces no hay otra opción —respondió Infernus, su voz teñida de frustración—. Cuando la diplomacia falla, cuando las palabras no son suficientes, el poder es la única forma de resolver las cosas. 

Freya asintió lentamente, aunque no estaba del todo convencida. 

—¿Y crees que este reino será diferente? ¿Que puedes simplemente pedirles la olla de oro y ellos te la darán con una sonrisa? 

Infernus apretó los labios, contemplando sus palabras. 

—No lo sé. Pero al menos intentaré pedirla primero. 

Freya soltó una risa seca. 

—Buena suerte con eso. Los duendes no son conocidos precisamente por su generosidad, y mucho menos cuando se trata de su oro. 

Infernus lo sabía. Había escuchado las historias sobre el reino de Éireán, sobre su vasto tesoro y las legiones de duendes que lo protegían. Pero también sabía que enfrentarse a ellos sin intentar una solución pacífica primero sería un error. 

**"Si no me la dan, no tendré otra opción."** 

El paisaje cambió a medida que se acercaban al territorio de los duendes. Las colinas se volvían más verdes, casi brillantes, como si estuvieran imbuidas de magia. El cielo, que antes era un azul sereno, ahora tenía un matiz dorado, como si el oro mismo estuviera en el aire. 

Infernus sintió la energía mágica en el ambiente, una sensación que lo hizo ponerse en guardia. Este no era un reino ordinario. 

—Es impresionante, ¿verdad? —dijo Freya, quien parecía estar disfrutando del paisaje a pesar de su situación. 

—Impresionante, pero peligroso —respondió Infernus, su mirada fija en el horizonte. 

Cuando llegaron a la entrada del reino, fueron recibidos por un grupo de guardias duendes. Aunque eran más pequeños que los humanos, sus armaduras relucían como si estuvieran hechas de oro puro, y sus armas, aunque pequeñas, irradiaban una energía mágica que dejaba claro que no eran juguetes. 

—¿Quién osa entrar en el reino de Éireán? —preguntó uno de los guardias, su voz aguda pero firme. 

Infernus dio un paso al frente, su figura imponente eclipsando a los pequeños guardias. 

—Soy Infernus, hijo de Hades. He venido a hablar con su rey. 

Los guardias intercambiaron miradas nerviosas. Era evidente que habían oído hablar de él. 

—Espera aquí —dijo uno de ellos antes de desaparecer en un destello de luz dorada. 

Freya observó la escena con una mezcla de interés y diversión. 

—¿Realmente crees que te dejarán entrar? 

—Lo averiguaremos pronto —respondió Infernus, cruzándose de brazos. 

Unos minutos después, el guardia regresó, acompañado por un grupo más grande de duendes, todos armados hasta los dientes. 

—El rey Fionn Mac Lughsu ha accedido a recibirte —dijo el guardia—, pero solo tú puedes entrar. 

Infernus asintió, dejando a Freya y a su tripulación atrás. 

### **El encuentro con el rey** 

El interior del palacio era un espectáculo digno de un dios. Las paredes estaban cubiertas de oro y gemas preciosas, y el suelo brillaba como si estuviera hecho de luz sólida. Infernus caminó con cautela, sintiendo cómo la magia del lugar intentaba analizarlo, casi como si el palacio mismo estuviera vivo. 

En el trono, rodeado por un séquito de consejeros y guardias, estaba el rey Fionn Mac Lughsu. Su apariencia era majestuosa para un duende: su armadura dorada parecía más un símbolo de su riqueza que una necesidad, y su corona, incrustada con rubíes y esmeraldas, brillaba con un poder propio. 

—Así que tú eres el hijo de Hades —dijo Fionn, su voz grave y autoritaria. 

—Así es —respondió Infernus, manteniendo la mirada firme. 

El rey lo examinó durante un momento antes de sonreír ligeramente. 

—He oído hablar de ti. Dicen que eres poderoso, que has devastado reinos enteros. ¿Qué te trae a mi dominio? 

—He venido por la olla de oro al final del arcoíris —dijo Infernus sin rodeos. 

La sala estalló en murmullos y risas, los consejeros y guardias claramente entretenidos por la audacia de su petición. 

—¿Y qué te hace pensar que te la daré? —preguntó Fionn, sus ojos brillando con curiosidad y desafío. 

Infernus dio un paso adelante, su presencia llenando la sala. 

—Porque si no me la das, no me dejarás otra opción que tomarla por la fuerza. 

El silencio cayó sobre la sala como una losa de piedra. Fionn lo miró fijamente, sus labios curvándose en una sonrisa peligrosa. 

—Eres valiente, lo admitiré. Pero también eres ingenuo si crees que puedes enfrentarte a mí y a mi reino. Aquí no hay lugar para amenazas vacías, hijo de Hades. 

Infernus sostuvo su mirada, su determinación inquebrantable. 

—No estoy amenazando. Estoy ofreciendo una oportunidad para evitar el conflicto. 

Fionn se recostó en su trono, pensativo. 

—Veremos qué tan lejos estás dispuesto a llegar, semidiós. Pero te advierto: este reino no caerá fácilmente. 

Infernus sabía que las palabras no serían suficientes. Ahora, todo dependía de lo que sucediera a continuación. **El destino de Éireán estaba a punto de ser decidido.**