El mundo de Kael terminó en un instante.
Era una noche como cualquier otra, una de tantas que había pasado entre luces de neón y el eco distante de autos en la ciudad. Kael Ardent, un joven con una vida ordinaria, regresaba a casa tras un turno agotador. Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente, reflejando las luces pálidas de los semáforos. Caminaba perdido en sus pensamientos, como si algo pesado se aferrara a su pecho, cuando lo vio: un niño cruzando la calle, ajeno al camión que venía a toda velocidad.
Sin pensarlo, Kael corrió.
El impacto llegó antes de que pudiera darse cuenta, un rugido ensordecedor seguido de oscuridad. Pero en lugar de desaparecer por completo, Kael sintió como si algo lo empujara hacia adelante, como si la muerte no fuera un final, sino una puerta abierta hacia lo desconocido.
Cuando abrió los ojos, no estaba en la ciudad.
Lo primero que sintió fue el calor del sol sobre su piel, seguido del olor a hierba fresca y tierra húmeda. Estaba en los brazos de una mujer. Sus ojos, cálidos y brillantes, lo miraban con una mezcla de agotamiento y amor.
—Es un niño fuerte —dijo ella con una voz débil, pero satisfecha.
—Se llamará Kael —dijo un hombre junto a ella, con una sonrisa orgullosa y manos callosas por años de trabajo duro.
Kael había renacido. No entendía cómo ni por qué, pero la calidez de esa nueva familia lo envolvió como un bálsamo, curando heridas que ni siquiera sabía que tenía. Sus nuevos padres, Lyria y Edvar, eran campesinos humildes en el pequeño pueblo de Eldran, en el reino de Azareth, un lugar donde la vida era sencilla pero llena de desafíos.
Eldran era un pueblo modesto, rodeado de colinas verdes y bosques espesos. Las casas eran de madera y piedra, con techos de paja que parecían bailar bajo el viento. Aunque los inviernos eran duros y las cosechas a veces escasas, había algo especial en la comunidad. Los vecinos se ayudaban mutuamente, compartiendo risas, comida y consuelo cuando la vida se tornaba difícil.
Kael creció en este ambiente, bajo el cuidado amoroso de Lyria, una mujer que siempre tenía una canción en los labios, y Edvar, un hombre fuerte que trabajaba de sol a sol pero siempre encontraba tiempo para jugar con su hijo. Y luego estaba Aeris, su hermana menor, una niña curiosa y llena de energía que lo seguía a todas partes.
—¡Kael, mira esto! —gritaba Aeris mientras recogía flores para trenzar coronas, intentando imitar las historias de princesas que Lyria les contaba por las noches.
Kael, aunque inicialmente desconcertado por la intensidad de esta nueva vida, comenzó a atesorarla. La simplicidad de su existencia le daba un propósito que nunca había sentido en su vida anterior. Ayudaba a su padre en los campos, cuidaba de su hermana y escuchaba las historias de su madre, quien le hablaba de los tiempos antiguos, cuando los héroes luchaban contra dragones y la magia era tan común como el aire que respiraban.
Azareth era un reino dividido. Aunque sus paisajes eran hermosos, con montañas que rozaban las nubes y ríos cristalinos que surcaban las tierras, las tensiones entre la nobleza y los campesinos crecían como una sombra sobre la nación. Los rumores de guerras con los reinos vecinos eran frecuentes, y los impuestos cada vez más altos ahogaban a los habitantes de lugares como Eldran.
Edvar solía hablar con preocupación en voz baja, temiendo por el futuro.
—El reino está podrido, Lyria. Los nobles solo saben llenarse los bolsillos mientras nosotros sufrimos.
Lyria le respondía con una mirada comprensiva, pero siempre mantenía su optimismo.
—Tenemos a nuestra familia, Edvar. Y mientras estemos juntos, nada nos derribará.
Kael, que aún no entendía del todo la magnitud de lo que ocurría en el mundo, solo veía en sus padres un refugio y una fortaleza.
Una tarde, mientras trabajaba con su padre en el campo, Kael notó algo inusual. Un grupo de hombres a caballo pasó por la aldea, llevando banderas con el emblema del reino. Sus armaduras brillaban al sol, pero sus rostros eran severos.
—¿Quiénes son, padre? —preguntó Kael, intrigado.
—Soldados del rey —respondió Edvar con un tono sombrío, dejando de trabajar para observarlos.
Los soldados se detuvieron en la plaza del pueblo y comenzaron a hablar con el jefe de la aldea. Aunque Kael no pudo escuchar lo que decían, vio el rostro preocupado de los aldeanos mientras la conversación continuaba. Algo no estaba bien.
Esa noche, durante la cena, Edvar y Lyria estaban inusualmente callados. Aeris, sin embargo, no pareció notar la tensión y comenzó a contar emocionada cómo había encontrado un nido de pájaros en el bosque.
—¡Algún día, quiero volar como ellos! —dijo, moviendo los brazos como si fueran alas.
Kael la observó con una mezcla de ternura y melancolía. Algo en su interior le decía que esta paz no duraría.
En los días que siguieron, los rumores se intensificaron. Hablaban de una guerra inminente, de nobles conspirando y del peligro que se cernía sobre las aldeas. Sin embargo, Lyria insistía en mantener la calma.
—No podemos vivir con miedo —le dijo a Kael una noche mientras le preparaba un té de hierbas—. Pase lo que pase, debes recordar que la verdadera fuerza no está en tus manos, sino en tu corazón.
Esas palabras se quedaron grabadas en la mente de Kael. Aunque no entendía del todo lo que significaban, sintió que llevaban un peso que descubriría con el tiempo.
Eldran seguía siendo su hogar, su refugio. Pero en lo más profundo de su ser, Kael sabía que el mundo que conocía estaba a punto de cambiar para siempre.