La Historia de Eryndor, la Diosa de la Muerte y la Desesperación
En un rincón apartado de la creación, más allá de las estrellas y los confines del tiempo, donde la luz nunca se atrevió a llegar, surgió una deidad cuyo nombre era susurrado con temor y respeto en cada rincón de los reinos olvidados.
Eryndor, la Diosa de la Muerte y la Desesperación, no fue como otras divinidades que nacen de los elementos, el caos o el orden.
Eryndor fue una creación nacida de la negación misma, del vacío eterno que existía antes de que naciera la esperanza.
El mundo, lleno de vida, color y movimiento, nunca fue el lugar para ella. Los dioses de la creación, aquellos que se encargaban de las flores, los ríos, y las montañas, se burlaban de Eryndor y la ignoraban.
Para ellos, la muerte era solo un paso más, un descanso temporal, pero no Eryndor. Para ella, la muerte no era liberación, era el final definitivo, el fin de todo lo que alguna vez tuvo significado.
El verdadero poder, pensaba Eryndor, radicaba en la muerte misma y en el sufrimiento eterno que provocaba. Mientras los demás dioses se regocijaban en la creación y la vida, ella reinaba sobre la desesperación y el olvido.
Eryndor observaba a los mortales desde las sombras, viendo cómo nacían y morían, cómo luchaban por un propósito en la vida, solo para ser aplastados por la realidad inmutable: la muerte, la nada.
Su único placer era observar cómo las almas de los seres humanos, en el momento en que su vida llegaba a su fin, se sumían en la desesperación, temerosas de lo que les aguardaba en la oscuridad.
Para ella, la angustia de cada alma era un himno de victoria, un recordatorio constante de que la existencia misma era una burla cruel.
Su dominio era el Reino de la Desesperación, un lugar que existía fuera del tiempo y del espacio, un vacío entre las estrellas donde las almas caían, arrastradas por las sombras.
Allí, en su trono de obsidianas y sombras, la diosa observaba. En su reino no existía la paz ni la calma, solo una oscuridad perpetua que envolvía a las almas perdidas, condenándolas a un sufrimiento interminable.
Las montañas en su reino se alzaban como gigantes moribundos, rotas por las eternas tormentas de angustia que asolaban sus cumbres.
Los ríos eran negros como la tinta, y el aire estaba cargado con un denso silencio, roto solo por los susurros de los condenados que vagaban por la nada, buscando una respuesta que nunca encontrarían.
Mientras la diosa se deleitaba en la desesperación de las almas caídas, su poder crecía. Las criaturas nacidas del sufrimiento y la angustia de aquellos que habían caído en su reino se multiplicaban.
Bestias hechas de sombras, criaturas formadas por los temores de los humanos, surgían para vagar y consumir aún más almas.
Estas criaturas, al igual que la diosa misma, no conocían otra existencia que no fuera el sufrimiento y la tormenta eterna.
A medida que el tiempo pasaba, el poder de Eryndor se extendía a cada rincón del universo, pues cada lágrima derramada, cada corazón roto, alimentaba su ser y la hacía más fuerte.
Sin embargo, a pesar de su absoluto dominio, había algo que la diosa no podía evitar: una inquietud que nunca desaparecía, una pregunta persistente que empezaba a molestar su mente.
¿Podría algún mortal alguna vez desafiar la desesperación y la muerte misma?
El pensamiento comenzó a surgir en su corazón oscuro, como una sombra que nunca se desvanecía.
En su mundo, todos los seres humanos que cruzaban su camino se rendían tarde o temprano, pero había algo en el fondo de su ser que deseaba saber hasta dónde podía llegar la voluntad de un alma humana para escapar de su dominio.
Este pensamiento comenzó a consumirla. En sus momentos más solitarios, observaba a los mortales con una mezcla de indiferencia y fascinación.
Cada sacrificio, cada guerra, cada tragedia, cada grito de sufrimiento era un recordatorio de su poder. Y sin embargo, había algo que le intrigaba: en la desesperación humana,
¿podría nacer alguna vez una chispa de resistencia? Algo que pudiera desafiar a la misma diosa.
Pero Eryndor, siempre firme en su crueldad, no permitiría que ningún mortal escapara de su destino.
A través de los siglos, Eryndor envió a innumerables almas a su reino, observándolas mientras caían en sus redes de desesperación. Algunas resistieron un poco más que otras, pero todas terminaron finalmente cediendo. Los más poderosos guerreros, los reyes más valientes, las almas más puras y nobles, todos ellos terminaron reducidos a sombras vacías en su reino. La muerte, para ella, no era un final tranquilo, sino un descenso al olvido, un pozo sin fondo donde las almas se perdían y nunca volvían.
A lo largo de los siglos, Eryndor fue conocida en todo el universo como la diosa que nunca perdonaba, la diosa que jamás daba esperanza. Ella era un recordatorio constante de que, por muy grande que fuera la vida, siempre habría un final, y ese final sería marcado por su presencia. No importaba cuánto lucharan los mortales, ni cuánto desearan la paz; Eryndor estaba destinada a ser el fin último de todo.