En un lugar donde la noción de espacio y tiempo no existían, un ser caminaba. Sus pasos no resonaban, porque no había suelo que tocar. El ser, había perdido la cuenta de los años transcurridos en este lugar, simplemente dejó de contarlos al pasar los siete dígitos.
Una máscara negra cubría la parte superior de su rostro, ocultando sus ojos y cualquier rastro de humanidad que pudiera quedar en ellos.
Los incontables años de aislamiento habían erosionado su memoria. El propósito de su castigo, su identidad, incluso sus emociones, todo se había desvanecido como niebla bajo el sol.
"La eternidad será tu penitencia" Esta era la frase que a pesar de los innumerables años, no pudo olvidar.
Pero este ser ahora olvidado por todos, podía describirse con una sola palabra, "inquebrantable"; sin importar el tiempo transcurrido, nunca detuvo sus pasos y de la misma forma, nunca olvidó la idea de escapar de su eterna prisión.
El ser, sonrió.
Lejos de allí, en un mundo lleno de vida, la tragedia tocaba las puertas de una joven.
—Lo lamento mucho —dijo el doctor, con la voz temblorosa. Su tono reflejaba el peso de las palabras que estaba a punto de pronunciar. En sus manos sostenía un bulto envuelto en mantas blancas, demasiado silencioso para un recién nacido.
La joven, pálida y demacrada por las largas horas de trabajo de parto, alzó la vista desde la cama. Su cabello caía en cascadas desordenadas sobre sus hombros. Con un movimiento lento y decidido, extendió los brazos hacia el médico.
El doctor dudó un instante, pero finalmente le entregó el pequeño cuerpo sin vida. La mujer lo sostuvo con una delicadeza infinita, como si temiera romperlo.
—Puedes irte —dijo con una voz tan fría que el médico sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Por un momento, el hombre no se movió. La tristeza y el peso de la culpa se reflejaron en su rostro. Pero al ver la firmeza en los ojos de la mujer, inclinó ligeramente la cabeza y se retiró, cerrando la puerta tras de sí.
La habitación quedó en silencio. Solo el débil crepitar de una vela iluminaba el espacio, proyectando sombras vacilantes en las paredes. La joven miró al bebé en sus brazos.
—Nunca le pedí un hijo a los cielos —dijo con voz firme e inquebrantable — Y aun así, fui obligada a tenerlo. Por tanto, le exijo a los cielos… Termina lo que has comenzado.
Lejos, en la oscuridad infinita, el ser enmascarado, sonrió. Sin previo aviso, un relámpago negro descendió desde lo alto aterrizando en el pequeño sin vida y desapareciendo como si nunca hubiese existido.
dejando un silencio más profundo que cualquier otro. Entonces, algo extraordinario ocurrió.
El pequeño cuerpo sin vida que yacía en sus brazos comenzó a moverse. Primero un leve temblor, luego un jadeo, y finalmente un grito. Un llanto poderoso llenó la habitación, rebotando en las paredes como un eco imposible.
Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de la joven, surcando sus mejillas y bañando a su hijo.
Sin embargo, mientras las lágrimas de la joven caían, algo más sucedía. En los ojos del recién nacido, un brillo dorado se encendía por un instante, demasiado breve para ser notado.
Mientras tanto en todas las iglesias, de todos los dioses. Una frase había surgido en las tablas de esmeralda de todos los papas "Una calamidad ha nacido".