Cuando la noche caía, Lirium no se sumía en la oscuridad. En lugar de eso, la ciudad se bañaba en una suave luz dorada, emanada de las linternas que iluminaban las calles y los edificios, creando un ambiente sereno. Aunque los tonos más oscuros dominaban la ciudad, no se sentía como un lugar sombrío. Lirium era una ciudad vivaz, donde las calles se llenaban de actividad en la tarde, pero sin el bullicio frenético de otros lugares. Sus habitantes; los Daemonium, caminaban con paso firme, con ropa cómoda y de colores diversos, sin la solemnidad de túnicas ceremoniales. Vestían con telas sencillas pero de alta calidad, en tonos que iban desde azules profundos hasta verdes oscuros y grises cálidos, todos mezclados con matices dorados o plateados. La gente se movía con la misma naturalidad que en cualquier ciudad, y su aspecto reflejaba su poder y confianza sin necesidad de ostentación.Las plazas de la ciudad se destacaban por su armonía. Había jardines cuidados con esmero, donde plantas exóticas crecían en formas casi artísticas, creando un contraste delicado con los caminos de piedra lisa. Fuentes de agua fluían sin prisa, esparciendo frescura en el aire mientras el sonido del agua acompañaba a los transeúntes en su día a día. Los edificios no eran temibles, sino imponentes por su diseño meticuloso, con formas que aprovechaban las sombras y las luces, creando un efecto visual que mostraba la perfección en la simplicidad.A pesar de ser una raza poderosa, no tenían la apariencia de guerreros siempre en guardia. Aunque algunos mantenían una postura erguida, como si el poder fuera una segunda piel, no eran criaturas de guerra en cada momento. Caminaban por las calles con una calma que transmitía control, sin la necesidad de demostrar fuerza. Interactúan entre sí con naturalidad, compartiendo historias y noticias, pero sin las tensiones visibles que podrían haber esperado quienes no conocieran su cultura. Aunque la vida en Lirium fluía con normalidad y los habitantes se sumían en su rutina, había otros rincones del mundo que no compartían esa paz. Lejos del resplandor dorado y la calma de la ciudad, se alzaba un terreno más sombrío y olvidado, donde la tierra se quebraba en una cicatriz profunda: el Abismo. Allí, una Daemonium de mirada severa y porte decidido permanecía en vigilancia, cumpliendo con una misión que desafiaba no solo su fuerza, sino también su resistencia ante el oscuro Arius que exudaba aquella grieta en el mundo.La Daemonium de cabello negro azabache, Lucivas, avanzaba por el terreno accidentado cerca del Abismo, donde la oscuridad se arrastraba como una niebla densa y venenosa, envolviendo todo a su paso. A su alrededor, otros Daemonium de rango menor se movían con precaución, atentos a cada detalle. El Arius oscuro que emanaba de la profunda grieta vibraba en el aire, una energía sombría que parecía absorber la luz y la esperanza en igual medida.—¿Sientes eso? —murmuró Thalrak, un Daemonium de figura imponente y cicatrices profundas que relucían en su piel grisácea. Sus ojos, cargados de experiencia, se fijaron en el entorno, escudriñando cada sombra.—Lo siento —respondió Lucivas, su voz baja y controlada, aunque sus ojos reflejaban una inquietud que rara vez se dejaba ver. La atmósfera estaba impregnada de una sensación de alerta que tensaba los músculos y afilaba los sentidos. Avanzó un poco más, con la mirada fija en un resplandor pálido al pie del Abismo.El grupo de Daemonium se detuvo cuando sus miradas captaron una escena fuera de lo común: un puñado de bestias oscuras, de cuerpos retorcidos y ojos ardientes como brasas, golpeaban con fiereza una estructura que parecía casi fuera de lugar en aquel entorno de penumbra. Era una Osvelia, una flor de Arius que, por naturaleza, siempre permanecía abierta y frágil, mostrando sus pétalos brillantes. Sin embargo, esta vez era diferente. Esta Osvelia estaba cerrada con fuerza y resistía los embates de las bestias, como si estuviera hecha de un material imposible de romper.—¿Qué demonios...? —la voz de Thalrak se apagó mientras observaba, incrédulo, cómo las criaturas arremetían contra la flor, produciendo sonidos metálicos y destellos que no correspondían a la naturaleza etérea de la Osvelia.—Está cerrada —murmuró Lucivas, entrecerrando los ojos. Un pensamiento fugaz cruzó su mente: algo estaba terriblemente mal.—Nunca había visto una Osvelia comportarse así —añadió Kharos, otro Daemonium de menor rango pero de mirada aguda, mientras sus dedos se cerraban en torno a la empuñadura de su espada.Lucivas observó las bestias con una mezcla de desconcierto y cautela. Sus movimientos, normalmente salvajes y descontrolados, parecían ahora casi calculados, como si obedecieran un instinto superior.—¿Por qué esa flor? —se preguntó Thalrak en voz alta, rompiendo el silencio tenso. No esperaba una respuesta, pero Lucivas se adelantó, con la mirada fija en la Osvelia, que seguía resistiendo los embates.—Algo guarda —afirmó, su voz cargada de determinación. Sabía que debían descubrir qué estaba ocurriendo, y pronto. Las bestias se giraron, sus ojos como brasas encendidas, enfocándose en los tres Daemonium. El gruñido que soltaron resonó en la desolación como un trueno premonitorio. Thalrak y Kharos intercambiaron una mirada rápida, la tensión palpable en sus rostros endurecidos. Lucivas avanzó un paso, sus ojos de un negro profundo y la mano firmemente aferrada a su espada, cuya hoja emitía un leve zumbido.Las bestias avanzaron en un torbellino de furia, y la tensión se hizo palpable en el aire, cargada de Arius y el hedor a sangre. Lucivas respiró hondo, sintiendo el flujo de energía oscura en sus venas. No era un simple combate, era una danza mortal, una coreografía de poder y supervivencia que exigía todo lo que eran capaces de ofrecer.La primera bestia, una criatura de patas traslúcidas y colmillos que reflejaban la luz de la luna en un brillo antinatural, saltó hacia Thalrak, que giró sobre sí mismo con la precisión de un guerrero curtido. Su espada negra se hundió en el costado de la criatura, deslizándose a través de la piel como si fuera papel. Un chorro de sangre oscura brotó, bañándolo en una niebla cálida y espesa. La bestia soltó un gruñido ronco antes de caer al suelo, pero otras dos surgieron de las sombras, rugiendo en desafío.—¡Thalrak, retrocede y cúbrete! —gritó Lucivas, sus ojos negros brillando con una intensidad sobrenatural mientras levantaba su espada. Las sombras a su alrededor parecían moverse con vida propia, extendiéndose como tentáculos que azotaban a las bestias más cercanas.Kharos, jadeando y con una mano aún firme en su espada, se vio arrastrado al suelo cuando una bestia de seis patas lo embistió con fuerza. Rodó, apenas esquivando las mandíbulas que se cerraron donde había estado su cuello un segundo antes. Levantó la espada y la hundió en el pecho de la criatura, pero no fue suficiente. Con un rugido gutural, la bestia arrancó la espada de su propia carne y, con un movimiento rápido, lanzó un zarpazo que desgarró el brazo izquierdo de Kharos. El grito de dolor que salió de su garganta resonó en los oídos de Thalrak y Lucivas como un presagio sombrío.—¡Kharos! —Thalrak corrió hacia él, golpeando a otra bestia en el camino, su espada zumbando en el aire. El corte fue brutal, separando la cabeza de la criatura de su cuerpo en un solo movimiento. La sangre salpicó sus mejillas, calientes y viscosas, mientras extendía su mano libre para levantar a su compañero, ahora temblando y sangrando profusamente.Lucivas, por su parte, enfrentaba a la criatura más grande del grupo. Sus ojos ardían con un odio antiguo, reflejando una inteligencia que la hacía aún más peligrosa. La bestia lanzó un zarpazo que rasgó el aire, y Lucivas se agachó, girando en un movimiento fluido y cortando su pata con un tajo certero. Un rugido profundo hizo eco en la penumbra, y la criatura se tambaleó, pero no cayó. En lugar de eso, golpeó con su otra garra, derribando a Lucivas y enviándola deslizándose por el suelo cubierto de tierra y sangre.Sin perder un segundo, Lucivas se levantó, sus músculos tensos y el cuerpo vibrando con Arius. La espada en su mano parecía un fragmento de oscuridad líquida, y con un grito de guerra que resonó en el vacío del Abismo, se lanzó hacia la bestia. El primer golpe rasgó su flanco, abriendo una herida de la que brotó sangre negruzca y espesa, pero la criatura contraatacó, mordiendo el hombro de Lucivas y clavando sus dientes con fuerza. Un espasmo de dolor recorrió su cuerpo, pero no permitió que la bestia viera su debilidad.—¡Miserable engendro... no te atrevas! —gruñó, su voz cargada de furia contenida. Con un movimiento rápido, hundió la hoja de su espada en la cabeza de la criatura, forzando la punta hasta que salió por la parte posterior de su cráneo. La bestia se convulsionó, sus ojos vidriosos perdiendo el brillo antes de caer inerte, soltando su mordida al morir.Thalrak estaba cubierto de sangre y sudor, con respiración pesada. Sujetó a Kharos, quien, con la piel pálida y los ojos entrecerrados por el dolor, trataba de mantenerse consciente. Dos bestias más se lanzaron contra ellos, rugiendo enloquecidas, pero Lucivas, aún con la sangre manchando su hombro herido, se giró hacia ellas, sus labios curvados en una sonrisa feroz.—Esto no ha terminado —susurró. Sus manos emitieron un destello oscuro y, en un abrir y cerrar de ojos, una ráfaga de energía brotó de ellas, un latigazo de sombras que atravesó a ambas criaturas, dejándolas colgando en el aire por un segundo eterno antes de que sus cuerpos se partieran en pedazos.La respiración de Lucivas era irregular, y un brillo en sus ojos indicaba tanto el dolor como el orgullo. Thalrak miró a su líder, asintiendo en silencio mientras apretaba el brazo de Kharos en un intento por mantenerlo consciente.La Osvelia seguía allí, intacta y resplandeciente, con el Arius fluyendo hacia ella como un río que buscaba alimentar un secreto antiguo. La batalla había terminado, pero la verdadera pregunta todavía flotaba en el aire: ¿por qué esa flor resistía, y qué oscuridad ocultaba en su interior?La atmósfera en el lugar estaba cargada de tensión, un eco de Arius oscuro que parecía devorar el sonido y distorsionar la realidad misma. Lucivas inspeccionaba cada centímetro de la zona con una mirada de acero. Thalrak mantenía su guardia mientras vendaba cuidadosamente el brazo herido de Kharos.—Maldita sea, Thalrak, ¿Cuánto más? —gruñó Kharos, tratando de disimular el temblor de su voz ante el dolor y el miedo.—Calla, y agradece que tu brazo sigue pegado a tu cuerpo. —replicó Thalrak sin dejar de tensar la venda improvisada con firmeza. Su mirada se dirigió a Lucivas, esperando indicaciones.Lucivas avanzó hacia la Osvelia, una flor que en otras circunstancias sería etérea y frágil, pero que ahora permanecía cerrada y cubierta de una textura casi cristalina, que había resistido los embates furiosos de las bestias momentos antes.—¿Por qué una Osvelia se protegería de este modo?—murmuró Lucivas, extendiendo la mano hacia los pétalos. Un silencio denso cayó sobre ellos; incluso las criaturas que rugían en la distancia parecían detenerse por un instante.Cuando Lucivas posó su mano sobre los pétalos, un estremecimiento recorrió el aire, como si la flor misma hubiera cobrado vida al contacto. Los pétalos comenzaron a abrirse lentamente, resistiéndose primero, luego cediendo, como si una fuerza interna estuviera liberándose poco a poco. El crujido sutil de la flor al abrirse resonó en el aire, un sonido casi melancólico que hacía que el tiempo pareciera detenerse. La flor, tan inmensa como delicada, comenzó a desvelar su interior, una oscuridad densa que parecía devorar la luz que la rodeaba, un vacío que prometía secretos.En el centro, allí donde los pétalos se separaron por completo, yacía la figura. Era pequeña, indefinida, como una criatura dormida, pero al mismo tiempo emanaba una sensación de antigüedad y poder. Aunque su forma no era completamente humana, había algo en ella que transmitía fragilidad, una sombra que parecía haberse materializado en un espacio entre lo tangible y lo intangible. Su cuerpo estaba cubierto por una capa oscura, como si estuviera hecho de niebla sólida, un manto de oscuridad que se movía suavemente con cada respiración, como si su forma estuviera hecha de sombras entrelazadas, pero lo suficientemente densa.Lucivas, con un leve estremecimiento recorriéndole la espalda, extendió una mano hacia el ser. Al contacto, una chispa de energía recorrió su brazo, y la figura reaccionó, como si reconociera la presencia de alguien, su forma densa tomando una textura palpable bajo su toque. Era como si la oscuridad misma hubiera cedido ante su contacto.De repente, un pulso de energía se liberó. Una onda expansiva hizo que Thalrak y Kharos salieran despedidos hacia atrás, cayendo pesadamente al suelo mientras un rugido retumbaba en el aire. Lucivas, sin embargo, permaneció firme, su mirada clavada en la criatura. Respiraba con rapidez, el Arius a su alrededor reaccionando a su propia fuerza.—¡¿Qué demonios es eso?! —exclamó Thalrak, levantándose con esfuerzo, una mezcla de temor y rabia en sus ojos. —No deberíamos permitir que algo así exista. ¡Es un riesgo demasiado grande!Kharos, aún en el suelo y con su brazo envuelto en vendas manchadas de sangre, asintió débilmente, el miedo escrito en su rostro. Pero antes de que pudiera decir algo, Lucivas alzó la mano.—No. —dijo con una voz que cortó el aire. Logrando tocar a ese diminuto ser, que ahora abría lentamente los ojos, mostrando un brillo rojo profundo que se clavaba en su mirada. La criatura dejó escapar un sonido suave, más un suspiro que un llanto, y el aire que los rodeaba pareció calmarse, cerrando nuevamente esos ojos.La pequeña criatura, no parecía mostrar ninguna resistencia. En lugar de disolverse como humo, su cuerpo se sintió real, firme bajo sus manos. Con cuidado y una gran sensación de responsabilidad. Con un gesto decidido, lo levantó en sus brazos y lo sostuvo contra su pecho, sintiendo su pequeño peso en sus brazos, su energía vibrando suavemente contra su piel.—Lucivas, no sabemos lo que es esto. —dijo Thalrak, su tono urgente. —Podría ser peligroso para todos.—Lo sé. — respondió ella, sin apartar la mirada del pequeño ser. —Pero también sé que dejarlo aquí no es una opción.Kharos soltó un gruñido, moviendo el brazo herido y volviendo a soltar una maldición entre dientes. —¡Es una locura! Estamos agotados y heridos. Si esa cosa es una trampa o una amenaza...La criatura, como si respondiera a la tensión de la conversación, abrió una vez más los ojos, y una energía densa y oscura pulsó en el aire. Esta vez, el pulso fue más leve, pero lo suficiente para estremecer el suelo y hacer que el aire vibrara. Thalrak y Kharos intercambiaron miradas nerviosas mientras sentían la energía fluir como un eco profundo a su alrededor.—¡Maldita sea! —exclamó Kharos, tratando de mantenerse en pie, la sangre goteando por su brazo vendado. —¿Lo ves, Lucivas? ¡Te lo dije!—¡Silencio! —ordenó Lucivas, su voz cortante. La criatura en sus brazos parecía calmarse con su toque, como si reconociera a su protectora. Respiró hondo y agregó, más suavemente: —Esto no es solo oscuridad. Hay algo más aquí.Thalrak, tosiendo, la miró incrédulo. —¿Y si estás equivocada? ¿Y si esto es lo que nos lleva a la ruina?Lucivas lo miró fijamente, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y determinación. —Entonces seré la primera en pagar ese precio. Pero no voy a dejarlo aquí para que se pierda en el Abismo o caiga en manos equivocadas.La criatura movió un poco su diminuto cuerpo, y un destello de reconocimiento cruzó sus ojos rojos. Lucivas sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se volvió hacia Kharos, que aún luchaba por estabilizarse.—Kharos, ¿puedes caminar? —preguntó ella, con un toque de compasión en su voz.—Sí, pero apenas. —respondió él, con la mandíbula apretada. —Pero si algo sale mal, juro que lo destruiré con mis propias manos.Lucivas asintió. —Lo entiendo. Pero ahora, lo llevaremos ante la Orden. Ellos deben saberlo.—El viento alrededor parecía cargar un silencio denso, repleto de murmullos sombríos y secretos sin nombre. Lucivas sostuvo al ser con resolución, una chispa de desafío en su mirada mientras avanzaba, marcando el inicio de un nuevo camino. Detrás de ellos, el Abismo permanecía inmóvil, como un testigo eterno de lo que había sido descubierto, su presencia sellada y oscura, susurrando promesas de que aquello era solo el principio.