A medida que el sol avanzaba en su trayecto, bañando el bosque en una luz dorada, Marisel continuaba su camino. Sus pies descalzos sentían la suavidad del musgo bajo ellos, cada paso resonando como un latido que la unía más a la tierra. Sentía que algo indescriptible crecía en su interior, una mezcla de ansiedad y anhelo, un fuego desconocido que la empujaba a avanzar sin mirar atrás.
Mientras caminaba, observó los árboles a su alrededor, cada uno con formas y texturas únicas, como si contaran historias antiguas que el viento había arrastrado hasta sus raíces. Los troncos se retorcían en formas caprichosas, las ramas se entrelazaban formando arcos naturales, la sombra que proyectaban creaba figuras misteriosas en el suelo, una danza de sombras que se movía con el susurro del viento.
De repente, una suave brisa trajo consigo el aroma de flores silvestres y un sonido casi imperceptible, como un eco lejano. Marisel se detuvo, cerrando los ojos para concentrarse en el murmullo que flotaba en el aire. No era un sonido humano, ni el típico cantar de las aves; era algo más, algo profundo que resonaba en lo más hondo de su ser. Entonces, la escuchó… una melodía delicada y envolvente, un canto que parecía salir de las entrañas del bosque mismo.
Intrigada, Marisel siguió el sonido, sus pasos guiados por aquella sinfonía natural que la atraía como un imán. Avanzaba sin pensarlo, como si el bosque le hablara en un lenguaje ancestral, uno que solo podía entender a través del instinto. Mientras se acercaba, la melodía se volvía más clara, y pudo distinguir una voz en ella, una voz que emanaba una fuerza misteriosa, poderosa pero tierna, como un susurro de vida.
Entonces, en un pequeño claro entre los árboles, la vio.
Aquella criatura estaba de pie en el centro, rodeada por una profusión de flores y enredaderas que parecían danzar alrededor de ella. Su figura irradiaba un aura etérea, y en sus manos sostenía una especie de laúd antiguo, tallado en madera oscura y con grabados que parecían narrar historias de un tiempo remoto. Sus ojos, de un azul profundo como el océano, estaban cerrados, y sus labios emitían una canción en una lengua que Marisel no podía comprender, pero que, de alguna manera, sentía en su corazón.
Marisel no se atrevió a moverse, temerosa de romper aquel instante mágico. Observó cómo la majestuosa criatura parecía perdida en su propia melodía, como si cada nota fuera un fragmento de su historia, de su esencia. Y en ese momento, comprendió algo que la llenó de asombro: no era solo una criatura del bosque; era una parte intrínseca de él, como si el bosque respirara a través de ella, y su música fuera el pulso mismo de la naturaleza.
Sin embargo, la mística abrió los ojos de repente, y al ver a Marisel, sus dedos se detuvieron sobre las cuerdas, interrumpiendo la melodía. La mirada de la criatura, que al principio parecía sorprendida, se transformó rápidamente en una mezcla de incomodidad y vulnerabilidad. Pero Marisel, cautivada por aquella imagen, dio un paso hacia ella, rompiendo la distancia con una suavidad que parecía mimetizarse con el entorno.
—No quise interrumpir… —murmuró Marisel, su voz apenas un susurro.
La mística la observó, en sus ojos azules había un rastro de duda, como si temiera que la humana hubiese visto más de lo que debía. Sin embargo, no dio un paso atrás; en cambio, dejó que Marisel se acercara, como si una parte de ella deseara compartir aquel instante, aunque fuera solo una vez.
—La música es la voz de lo que no puede ser dicho con palabras —respondió, su tono más suave de lo habitual—. Es el lenguaje de aquellos secretos que el bosque guarda y que pocos pueden escuchar.
Marisel asintió, entendiendo cada palabra, aunque no supiera cómo expresar lo que sentía. Sin saber qué más hacer, extendió una mano hacia la mística, como si la estuviera invitando a regresar a aquel mundo de melodías en el que había estado antes de su llegada. Dudó un momento, pero finalmente colocó su mano sobre la de Marisel, y en ese contacto, ambas sintieron una descarga de energía que las conectó de una forma inexplicable.
Los dedos de la mística se deslizaron una vez más sobre las cuerdas, y la melodía se reanudó, ahora con una suavidad que parecía creada solo para ellas. Marisel cerró los ojos, dejando que la música la envolviera, transportándola a un mundo donde el tiempo y el espacio parecían desvanecerse, donde solo existían sus respiraciones, el latido de sus corazones y el canto del bosque.
Ambas permanecieron así, unidas en una danza silenciosa, compartiendo un momento que iba más allá de lo físico, más allá de las palabras o las explicaciones. Era un intercambio de almas, una conexión profunda que les revelaba más de sí mismas de lo que jamás hubieran imaginado.
Cuando la melodía llegó a su fin, la criatura retiró la mano, rompiendo el contacto con un leve suspiro. Pero en sus ojos había algo nuevo, una chispa de vulnerabilidad que Marisel captó al instante, como si aquel momento hubiera derribado una barrera que la mística llevaba erigiendo durante siglos.
—Eres diferente a todos los humanos que he conocido —murmuró, su voz apenas audible—. Tienes una sensibilidad que pocos poseen, una conexión con la vida que es rara en tu especie.
Marisel sonrió, sintiendo que aquellos elogios la envolvían con una calidez que desconocía. Pero, al mismo tiempo, se dio cuenta de que aquella conexión era un peligro. Sabía que la criatura pertenecía a otro mundo, a uno que jamás podría comprender del todo. Sin embargo, una parte de ella deseaba comprenderlo, deseaba adentrarse en aquel misterio y perderse en sus secretos, aunque eso significara arriesgarlo todo.
—Tal vez, en otro tiempo, fui parte de este bosque —respondió, dejando que la imaginación la guiara—. Tal vez mis raíces están aquí, y por eso he sentido el llamado de este lugar desde que era una niña.
La mística la observó, sus ojos llenos de una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que la joven estaba en una encrucijada peligrosa, que su presencia en el bosque la exponía a fuerzas que podrían quebrarla si no estaba preparada. Pero, al mismo tiempo, no podía negar que la cercanía de Marisel despertaba algo en ella, un deseo de protección y pertenencia que no había sentido en siglos.
Sin decir nada más, la criatura se inclinó y recogió una pequeña flor que crecía a sus pies, un frágil brote de color púrpura. La sostuvo entre sus dedos, admirando su belleza efímera, y luego la extendió hacia Marisel, quien la aceptó con una mezcla de asombro y gratitud.
—Esta flor es un símbolo de nuestra conexión —dijo—. Mientras la conserves, el bosque te protegerá. Pero también te recuerda que nada en la naturaleza dura para siempre; cada instante es único y debe ser valorado.
Marisel asintió, guardando la flor con delicadeza, como si fuera un tesoro invaluable. Sabía que aquel gesto significaba más de lo que las palabras podían expresar, sintió que, de alguna manera, aquel vínculo la unía a algo más grande, algo que trascendía las barreras de lo humano y lo místico.
Cuando el sol comenzó a descender, la criatura dio un paso atrás, su figura comenzando a desdibujarse entre las sombras del bosque. Marisel la observó alejarse, sintiendo una mezcla de nostalgia y esperanza. Sabía que el camino aún era largo, pero aquel instante le había revelado un destello de lo que podría ser su destino.
Con la flor en sus manos, Marisel se adentró de nuevo en el bosque, su corazón latiendo con fuerza, llevando consigo la promesa de algo que todavía no comprendía del todo, pero que la había marcado profundamente.