La batalla en el oscuro y sombrío bosque se desarrollaba con intensidad. Eriri se encontraba enfrentándose a un esqueleto, con sus huesos ennegrecidos y un cristal oscuro sobresaliendo de su pecho. Con su cabello rubio atado en sus icónicas coletas, se movía con rapidez, el sonido de su respiración entrecortada era casi tan fuerte como el crujido de los huesos de la criatura al moverse.
—¡Kaori, cuidado! —gritó Eriri, lanzando un corte hacia el brazo del esqueleto para distraerlo mientras Kaori avanzaba.
—¡Hai! —respondió Kaori con firmeza. Con un movimiento rápido, destruyó la guardia del esqueleto, abriendo el camino para que Eriri pudiera asestar el golpe final.
Con precisión, Eriri clavó su arma directamente en el cristal del pecho de la criatura. Hubo un destello de energía oscura, y luego, en un instante, el esqueleto se desmoronó en pedazos que cayeron ruidosamente al suelo. Sus huesos crujieron y se volvieron polvo, mientras una ligera niebla negra flotaba y luego desaparecía en el aire.
A su alrededor, los demás miembros del grupo observaban atentamente la batalla, con los sentidos alerta, preparados para intervenir si era necesario. El ambiente estaba cargado de tensión, pues sabían que los enemigos podían aparecer de cualquier lugar en ese extraño mundo. A sus pies yacían los restos de otros diez esqueletos que habían enfrentado anteriormente, sus cuerpos descompuestos esparcidos en la tierra.
—Bien hecho, chicas. —Shirogami, siempre sereno, les dirigió una mirada de aprobación—. Lo están haciendo excelente.
—Gracias —respondió Kaori, jadeante, mientras daba un paso atrás para recuperar el aliento.
—Descansemos un poco antes de continuar —propuso Shirogami, observando los rostros exhaustos de sus compañeros.
El grupo asintió, y todos se dejaron caer sobre la hierba, abriendo sus mochilas rudimentarias, hechas con pieles de animales que habían cazado en el bosque. Cada uno comenzó a sacar pequeñas raciones de carne seca y algunas frutas que habían recolectado. Han pasado dos meses desde que llegaron a ese lugar desolado y hostil, un tiempo que los había transformado. Ahora sus cuerpos estaban cubiertos de cicatrices: líneas de batallas ganadas, pero no sin costo. Sus ropas estaban desgastadas, sustituidas por prendas toscas y abrigos de piel curtida, protectoras, aunque primitivas.
Mientras Kaori examinaba una herida en su brazo, Shizuku se le acercó con suavidad, sosteniendo una pequeña bolsa con hierbas curativas.
—Déjame ayudarte con eso —dijo Shizuku, sacando las hojas con un gesto cuidadoso.
Kaori, agradecida, extendió el brazo, y Shizuku limpió la herida con agua antes de aplicar las hojas con habilidad, presionándolas suavemente para reducir el dolor y evitar la infección.
—Gracias, Shizuku —le dijo Kaori, dedicándole una pequeña sonrisa.
Shirogami, que estaba cerca, se acercó a Eriri y comenzó a hacer lo mismo, aplicando algunas hierbas en los cortes y raspones que cubrían sus brazos y su rostro.
Mientras la curaba, miró a Eriri con expresión reflexiva y le habló en voz baja.
—Falta poco para llegar a esa luz —le dijo, refiriéndose a la torre que habían visto desde el primer día en ese extraño mundo—. No sabemos qué nos espera ahí, pero es posible que sea nuestra única oportunidad de regresar a casa. Así que debemos estar preparados.
Eriri asintió, con una mezcla de esperanza y determinación en su mirada. Al igual que sus compañeros, deseaba con todas sus fuerzas regresar, y aquella torre, visible a lo lejos como un faro, era la única pista de escape que tenían.
Tras un descanso reparador, el grupo comenzó a prepararse nuevamente. Afilaban sus armas rudimentarias, pero cada una era resistente y funcional, algunas incluso tomadas de los esqueletos derrotados, quienes portaban espadas, lanzas y hachas. Cuando estuvieron listos, retomaron su marcha en dirección a la torre, avanzando por un terreno cada vez más peligroso.
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El camino hacia la torre estuvo lleno de peligros. A cada paso, surgían más enemigos: hordas de esqueletos armados, minotauros que embestían con fuerza devastadora y duendes astutos que atacaban desde las sombras. Sin embargo, algo peculiar sucedía. Cada vez que derrotaban a uno de estos enemigos, sentían una energía extraña recorriendo sus cuerpos, como si absorbieran la esencia de las criaturas caídas.
Kaori fue la primera en notar este cambio, después de una intensa batalla contra un grupo de esqueletos.
—¿Ustedes también sienten esto? —preguntó, mirándose las manos y flexionando los dedos con asombro—. Es como si… me estuviera volviendo más fuerte.
Eriri, a su lado, asintió con una expresión de sorpresa. Aunque se sentía exhausta, notaba que sus movimientos eran cada vez más rápidos y precisos, como si con cada enemigo que caía, ella ganara algo de su poder.
—Lo siento también —murmuró Eriri, sin apartar la vista de los restos de los esqueletos a sus pies—. Es raro, pero no puedo negar que es útil.
Shirogami, quien observaba en silencio, también había sentido ese cambio. Su resistencia parecía haberse incrementado, y sus reflejos eran más agudos. Aunque no entendía la razón, supo que esta energía podría ser lo que les permitiera sobrevivir y llegar a la torre.
Con cada criatura derrotada, el grupo se hacía más fuerte, más rápido y más resistente. Aquel lugar parecía tener sus propias reglas, y ellos comenzaban a adaptarse a ellas, fortalecidos no solo por la práctica de la batalla, sino también por esta extraña energía que absorbían en cada enfrentamiento.
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Finalmente, tras horas de combate, lograron llegar a las puertas de la torre. Esta estructura se alzaba imponente, de un color negro profundo que contrastaba con el cielo grisáceo y carmesi. Las puertas eran enormes, decoradas con símbolos antiguos que parecían vibrar al contacto de sus miradas. Tomaron un último respiro, conscientes de que al cruzar esas puertas, el verdadero desafío podría estar esperándolos.
Antes de abrir las puertas, Shirogami se dirigió al grupo.
—Puede que lo que haya ahí dentro sea más difícil que todo lo que enfrentamos hasta ahora, pero no importa que sobreviviremos.
Con rostros endurecidos y miradas decididas asintieron, sabían que no tenían alternativa. Era avanzar o quedarse atrapados para siempre en ese extraño mundo.
Shirogami asintió y empujó las puertas, que se abrieron lentamente, rechinando en un tono profundo. Apenas cruzaron el umbral, algo extraño sucedió: una sensación de mareo los invadió, y su visión se nubló. Sentían el suelo temblar bajo sus pies y el aire girar a su alrededor como un remolino.
Cuando sus ojos se aclararon, cada uno se dio cuenta de que estaban solos. La torre los había separado, cada uno en una sala diferente, enfrentándose a una amenaza única.
Así que apretaron los dientes y avanzaron subiendo la torre poco a poco al llegar a las puertas del piso diez se encontraron…
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Shirogami parpadeó, adaptándose a la penumbra de la habitación donde había terminado. Frente a él, un wyvern enorme yace en guardia, con ojos rojos y brillantes que lo observaban con una ferocidad palpable. Sus escamas negras resplandecían a la tenue luz que se filtraba, y su aliento cálido llenaba la sala con una niebla casi venenosa.
—No esperaba enfrentarme a algo tan imponente… —murmuró Shirogami, tomando su espada y adoptando una postura defensiva.
El wyvern lanzó un rugido ensordecedor y se abalanzó sobre él. Shirogami apenas logró esquivar el ataque, rodando hacia un lado mientras el suelo temblaba bajo el impacto de las garras de la criatura. Supo que no podría vencerlo solo con fuerza bruta; tendría que ser más astuto y rápido que su enemigo.
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En otra sala, Eriri enfrentaba a un esqueleto hechicero, con túnicas desgastadas y una mirada sombría. El esqueleto levantó su bastón, y unas llamas verdosas comenzaron a arder alrededor de su cuerpo.
—Esto va a ser difícil... —murmuró Eriri, mientras daba un paso atrás.
El hechicero lanzó una descarga de energía oscura, que ella apenas logró esquivar, sintiendo el calor abrasador pasar rozando su piel. Se lanzó hacia adelante con agilidad, usando su velocidad para acercarse y atacar. Su espada hizo contacto con las costillas del esqueleto, pero el hechicero reaccionó y la empujó con una onda de energía, lanzándola al suelo.
—No te será tan fácil vencerme —dijo Eriri, levantándose y volviendo al ataque con renovada determinación.
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Kaori, por su parte, se encontró rodeada de esqueletos de distintos tamaños, cada uno empuñando un arma diferente: espadas, lanzas, hachas. Respiró hondo, consciente de que no podía permitirse fallar.
—Vamos, puedo con todos ustedes —susurró para darse ánimos.
Los esqueletos avanzaron al unísono, y Kaori se movió con rapidez, girando y esquivando, golpeando con precisión. Un esqueleto intentó atacarla desde un costado, pero Kaori lo desarmó con un movimiento rápido y lo derribó con un golpe directo al cristal de su pecho. Al ver a sus compañeros caer, el resto de los esqueletos se lanzó con más furia, pero ella, con agilidad y una mirada decidida, continuó defendiéndose.
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Shizuku se enfrentaba a un caballero negro, de armadura imponente y con una espada que brillaba con un tono púrpura. El caballero avanzó hacia ella con pasos pesados, levantando la espada con una fuerza abrumadora.
—Tendré que ser más rápida —pensó Shizuku, evitando un golpe que dejó una grieta en el suelo.
Con movimientos precisos, esquivó cada ataque del caballero, pero era como pelear contra una montaña: cada embestida la hacía retroceder. Sin embargo, se mantuvo firme, observando cada apertura hasta que encontró el momento adecuado y atacó. Logró golpear en el hueco de la armadura, y el caballero emitió un gruñido bajo, como si algo en su interior sintiera el dolor.
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Mientras tanto, Raku se enfrentaba a una bestia que parecía salida de sus peores pesadillas: un perro de tres cabezas, con el cuerpo envuelto en llamas que iluminaban la habitación. Cada una de las cabezas mostraba dientes afilados y miradas llenas de odio.
—Esto no puede ser real… —dijo Raku, apretando su arma con fuerza, su respiración entrecortada.
La bestia lanzó un rugido y se abalanzó contra él. Raku rodó por el suelo, sintiendo el calor abrasador de las llamas, y se levantó justo a tiempo para bloquear un mordisco de una de las cabezas. Con toda su fuerza, golpeó a la criatura, haciéndola retroceder un poco. Pero la bestia se recuperó rápidamente y volvió al ataque con más furia.
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Uno a uno, el grupo enfrentó a sus enemigos, luchando con todo lo que tenían. Sangre, sudor, y una determinación feroz llenaban cada instante de la batalla. Era como si el tiempo se detuviera mientras todos enfrentaban sus miedos y superaban sus propios límites.