El hedor a azufre llenaba la habitación, opresivo y denso. Cada respiración de Raku era un esfuerzo mientras se enfrentaba al monstruo que se erguía frente a él: un ser infernal con tres cabezas de perro, cada una de ellas exhalando humo y pequeñas llamas. El cuerpo del cerbero estaba cubierto por un pelaje negro como la noche, interrumpido por marcas ardientes que brillaban en su piel como brasas encendidas. Sus ojos eran pozos vacíos que irradiaban malevolencia, y su imponente figura parecía casi llenar toda la estancia.
Raku apretó con fuerza el arma que había tomado de uno de los esqueletos en los pisos inferiores, una lanza reforzada con metal que apenas parecía suficiente para enfrentar a aquella criatura.
El primer ataque no tardó en llegar. Una de las cabezas del monstruo soltó un rugido que hizo vibrar las paredes, antes de abrir sus fauces y exhalar una llamarada que iluminó la sala con tonos rojizos y dorados.
—¡Maldición! —gritó Raku mientras rodaba hacia un lado, esquivando por poco el fuego. Aun así, el calor abrasador quemó el borde de su ropa, y el sudor comenzó a gotearle por la frente.
El monstruo no dio tregua. Las otras dos cabezas se movieron en perfecta sincronía, lanzando zarpazos y escupiendo fuego. Raku intentaba mantenerse en movimiento, atacando cuando podía, pero cada golpe que daba parecía insignificante. La lanza apenas lograba rasgar la dura piel del cerbero, mientras que cada ataque del monstruo lo empujaba más cerca del agotamiento.
En uno de los choques, el cerbero bloqueó su ataque con una de sus cabezas y contraatacó con un zarpazo que mandó a Raku al suelo. El impacto le dejó sin aire por un momento.
—No puedo... rendirme —murmuró mientras se ponía de pie, apoyándose en su lanza como si fuera lo único que le mantenía en pie.
Se lanzó nuevamente al ataque, apuntando a una de las cabezas, pero el monstruo reaccionó rápidamente. Una de las fauces mordió la lanza y la partió en dos con un chasquido seco. Los pedazos metálicos cayeron al suelo con un estruendo, dejando a Raku desarmado y vulnerable.
—¡No... no puede terminar así! —exclamó, retrocediendo mientras trataba de calcular sus opciones.
Sin arma, no tenía más remedio que recurrir al combate cuerpo a cuerpo. Cada movimiento era desesperado: esquivaba zarpazos, lanzaba puñetazos y patadas que apenas surtían efecto. Pero su suerte se agotó cuando una de las cabezas lo atrapó con un mordisco directo en el brazo izquierdo.
El dolor fue insoportable.
- ¡AAAAAAAAAAAH!
Raku soltó un grito desgarrador mientras sentía los colmillos del monstruo desgarrar carne y hueso. En un movimiento brusco, el cerbero sacudió su cabeza, arrancando el brazo de Raku de cuajo y enviándolo volando contra una de las paredes de la habitación.
El impacto fue brutal. Raku se desplomó al suelo, golpeando con fuerza, mientras su visión se nublaba. El sonido de su sangre cayendo al suelo en rápidos goteos llenaba sus oídos. Levantó la mirada con dificultad y vio cómo el monstruo avanzaba lentamente hacia él, cada paso resonando como un presagio de muerte.
Con el dolor ardiendo en su cuerpo y el agotamiento apoderándose de él, su mente comenzó a divagar. Y en ese momento, los recuerdos emergieron.
Era un día soleado en el patio trasero de su hogar. Raku, con apenas seis años, corría felizmente detrás de una pelota. Su madre lo observaba desde la ventana con una sonrisa mientras su padre, le lanzaba el balón con cuidado.
—¡Papá, más fuerte! —gritó Raku, riendo.
—¡Si te lo lanzo más fuerte, volará por encima del muro! —bromeó su padre, lanzando la pelota con algo más de fuerza.
Su infancia había sido feliz, llena de momentos tranquilos junto a ellos. El clan Yakuza en el que nació no era un lugar donde la paz reinara, pero para él, sus padres siempre fueron una fuente de estabilidad. Recuerdo cómo sus padres, con una sonrisa, lo cuidaban, guiándolo en un camino que parecía inevitable. Su padre, el jefe del clan, siempre había sido un hombre fuerte, respetado. Su madre, una mujer serena, siempre velaba por su bienestar.
Era una vida que parecía predestinada para él.
Pero todo cambió una noche.
Raku estaba sentado en el sofá, mirando el reloj con impaciencia. Sus padres habían salido juntos horas antes y aún no regresaban. Cuando preguntó a los miembros del clan, sus respuestas fueron evasivas, como si trataran de ocultar algo.
Finalmente, la puerta se abrió. Su padre entró tambaleándose, con un corte profundo en la cara y el traje rasgado.
—¡Papá! —gritó Raku, corriendo hacia él.
Su padre apenas logró mantenerse de pie mientras lo abrazaba con una mano temblorosa.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Raku, su voz llena de preocupación.
—Ella... está en el hospital, hijo. Pero no te preocupes, estará bien —respondió su padre con un tono forzado, tratando de sonar calmado.
Pero Raku sabía que algo no estaba bien. Algo había sucedido, algo que no le querían contar. Esa noche, su padre no le dijo la verdad. Fue entonces cuando Raku comenzó a odiar la idea de seguir los pasos de su padre, de convertirse en el jefe del clan Yakuza. No podía soportarlo.
A partir de ese momento, se aisló. Se alejó de todo lo que conocía, buscando una forma de escapar de un destino que no quería. Durante mucho tiempo vivió en ese vacío, incapaz de encontrar su lugar en el mundo.
Sin embargo, años después, conoció a Shirogami y al resto del grupo. Por primera vez desde aquel día oscuro, encontró personas que no lo juzgaban, que lo aceptaban tal como era. Poco a poco, empezó a abrirse nuevamente, a reír, a confiar. Y con ello, hizo una promesa silenciosa: protegerlos a todos, sin importar el costo.
El presente volvió a golpearlo con fuerza. Allí estaba, frente a la muerte, con su sangre formando un charco a su alrededor. Pero dentro de él, algo se encendió.
—No puedo fallarles... No ahora —susurró, su voz temblorosa pero decidida.
Un calor intenso comenzó a surgir desde lo más profundo de su ser. Las imágenes de su madre, su padre, Shirogami, Eriri, Kaori, Shizuku, Onodera... todos ellos llenaron su mente. Y con ellas, una determinación inquebrantable.
De repente, su cuerpo se envolvió en llamas furiosas. No eran normales: las llamas eran un rojo vivo mezclado con tonos dorados, y parecían arder no solo en su piel, sino también en su espíritu.
Raku apretó los dientes y, con un movimiento decidido, presionó las llamas contra la herida de su brazo, cauterizándola. El dolor era insoportable, pero no dejó escapar ni un solo grito.
Se levantó lentamente, tambaleándose al principio, pero con cada paso su postura se volvía más firme. Las llamas que lo rodeaban se intensificaron, iluminando la habitación con una luz cegadora.
El cerbero se detuvo, confundido por la repentina transformación de su presa. Por primera vez, retrocedió, soltando un gruñido bajo.
Raku alzó la mirada, y sus ojos brillaban con una ferocidad renovada.
—Esto no ha terminado —declaró, su voz resonando con una fuerza que no parecía propia.
Con las llamas danzando alrededor de su cuerpo, Raku se lanzó al ataque, listo para demostrar que incluso en la adversidad más oscura, un corazón decidido puede encenderse como un incendio imparable.