Leo creció en un pequeño pueblo, donde las noches estrelladas eran su momento favorito. Junto a su hermana mayor, Ana, pasaban horas en el patio trasero, mirando el cielo y contando las estrellas. Cada una de ellas representaba un deseo, un sueño por cumplir. Pero su mundo se oscureció cuando Ana cayó enferma. Durante meses, la vio luchar contra una enfermedad que parecía consumirla lentamente, llevándose su risa y su luz. La noche del funeral, Leo salió al patio, sintiendo que una parte de él se había ido con ella.
Mirando al cielo, se dio cuenta de que la estrella más brillante, la que representaba a Ana, comenzaba a desvanecerse. Desesperado y sintiéndose culpable por no poder salvarla, decidió que no podía dejar que la memoria de su hermana se apagara con ella. Se le ocurrió hacer una linterna con trozos de papel de colores, en la que llenaría sus recuerdos juntos: los juegos, las risas y las promesas de un futuro compartido.
Cada noche, encendía la linterna y la colocaba en su ventana. Mientras la luz brillaba, hablaba con Ana, contándole sobre su día, sus sueños y su dolor. Con el tiempo, la linterna se convirtió en un símbolo de su amor y su conexión. Aprendió a ver la estrella en el cielo como un recordatorio de que, aunque Ana ya no estuviera físicamente, su espíritu siempre estaría con él. Cada vez que miraba las estrellas, sentía su presencia, como si estuviera escuchándolo desde lejos.
Pasaron los años, y aunque la tristeza nunca desapareció por completo, Leo comenzó a encontrar consuelo en su linterna. Se dio cuenta de que había aprendido a vivir con la pérdida y que el amor que compartieron nunca se apagaría. En cada estrella del cielo, veía un fragmento de su hermana, un recordatorio de que las verdaderas conexiones nunca se rompen, incluso después de la muerte.