Alfonso golpeó suavemente la puerta de Amelia, su pecho apretado por una creciente sensación de inquietud. Desde su llegada, ella no había salido de la habitación, según le habían informado los sirvientes. La comida intacta que le habían llevado era un testimonio mudo de su aislamiento, un eco cruel de la soledad que había presenciado tantas veces antes, una que siempre parecía preceder al desastre. Tras un breve silencio, insistió con un par de golpes más firmes.
—¿Amelia?, ¿puedo entrar? —preguntó por cortesía, aunque si no contestaba, entraría de todos modos. La preocupación por ella iba en aumento. No deseaba otra hermana muerta. Un suave "sí" sonó en el interior.
Alfonso entró en la habitación. Lucy se encontraba cerca del balcón abierto, pero no había rastro de Amelia. Con el corazón latiendo desbocado, Alfonso cruzó la habitación hasta el balcón, temiendo lo peor con cada paso. Su cuerpo casi se desmoronó aliviado al verla allí, sentada con la calma inquietante de quien parece haber abandonado las luchas del mundo, la luz del iPad bañando su rostro en un resplandor casi espectral.
—Por un momento me preocupaste. No bajaste a comer ni has salido en todo el día. En una hora deberíamos irnos a la gala de los empresarios, pero si no lo deseas, puedes quedarte.
Amelia alzó una mano con desgana, absorta en la lectura de una novela en Wattpad titulada "Los Malditos". Suspiró al llegar al final del capítulo y dejó el iPad en la mesa con un leve gesto de satisfacción, aunque su rostro mostraba rastros de cansancio.
—Lo siento, estaba absorta en la lectura. Me arreglaré e iremos, hermanito. No creo que Inmaculada y María se lo tomaran bien si no voy. —Tomó un sorbo del vino mientras examinaba la expresión de Alfonso. —No he salido por miedo —confesó, bajando la voz como si las palabras fueran una carga pesada. —Ver a esos demonios flotando, caminando o revoloteando por el jardín me revuelve el estómago. Y Lucy... es servicial, incluso amable, pero cada vez que la miro me siento atrapada entre dos mundos. Como si me recordara que yo ya no pertenezco a ninguno.
Alfonso echó un vistazo a Lucy, quien permanecía tranquila en la habitación a la espera de órdenes. Miró hacia el jardín, pero en ese momento no había ningún demonio.
—Solo están para servirte, ya te lo dije. —Trató de tranquilizarla, Alfonso.
—Lo sé, pero no puedo evitar sentir miedo. Intento acostumbrarme poco a poco. Le pido a Lucy que me traiga cosas o que salga un rato, pero aún me resulta difícil estar cerca de ella. Si pudiera hablar conmigo, quizás sería más fácil... pero ella solo asiente o hace gestos. —Amelia miró con una sonrisa hacia Lucy; parecía una joven agradable, si se obviaba que era un espectro traslúcido y que su cara no era de una persona viva.
—Lucy puede hablarte, sí. Pero si lo hace, escucharías su voz en tu mente, como un eco que nunca se apaga. Mi segunda hermana… —hizo una pausa, luchando por mantener su compostura— creo que eso fue lo que la llevó al límite. Lucy fue mi primera hermana, Amelia. Como tú, fue moldeada a voluntad de Inmaculada, arrancada de quien era para convertirse en otra pieza en su tablero.
Amelia miró con lástima a Lucy tras escuchar esas palabras. Había sido transformada en mujer; seguramente pasó una temporada en el Club donde se habría visto obligada a entregarse a algunos hombres antes de terminar en manos de Alfonso y morir.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —No sabía si le contestaría la verdad, pero necesitaba saber. —¿Para qué me vas a usar? ¿Terminaré muerta como Lucy?
Alfonso se reclinó en su silla, entrecruzó los dedos de sus manos y jugueteó con los dos pulgares. Siempre había tenido esa imagen de ser siniestro, tenebroso y malvado. Por eso quería una hermana, para demostrar que podía ser cariñoso.
—Te lo he dicho, solo te quiero como mi hermana pequeña. Quiero mimarte y cuidarte. Nada más. —Con una sonrisa amarga miró a Lucy. —De todas mis hermanas, la muerte más tonta fue la de Lucy. Vio atravesar un fantasma la puerta de su cuarto de baño mientras se duchaba. Se asustó tanto que perdió el equilibrio y se golpeó en la nuca. Las otras dos se suicidaron. Ojalá tú vivas muchos años. Aunque tenga que visitarte en casa de Duncan.
Amelia dejó escapar un resoplido cargado de frustración al oír esa última frase. No quería estar con Duncan. Esta nueva versión de María le daba miedo; había algo en su mirada, en su forma de actuar, que le resultaba inquietante. A pesar de todo, no podía ignorar que sentía cierta atracción hacia Duncan, lo cual solo añadía más confusión a su situación. Prefería mil veces a Daniel, aunque eso significara seguir bajo el control de Inmaculada y arriesgarse a más castigos.
Duncan, incluso cuando era María, había sido posesivo, pero ahora esa intensidad parecía haber mutado en algo más oscuro, más afilado, como una sombra que se cernía sobre cada espacio que compartían. Había algo en su mirada que hacía a Amelia sentirse pequeña, vulnerable, como si cada gesto fuera una declaración silenciosa de su poder. ¿Qué haría si Duncan decidía reclamar algo para lo que ella no estaba lista? La diferencia de tamaño y fuerza hacía que esa posibilidad no fuera solo un temor, sino una certeza escalofriante. Con la diferencia de tamaño y fuerza, parecía muy probable su predisposición a violarla. A no ser delicado con ella.
El silencio de Amelia y, sobre todo, la mirada preocupada y sombría al escuchar "Duncan" le hicieron entender a Alfonso sin necesidad de palabras.
—No te preocupes. Si te hace algo Duncan, da igual cómo te amenace, cuéntame. Me enteraré por Lucy, que siempre estará contigo, pero prefiero oírlo de tus labios. Y si te pone un dedo encima sin tu consentimiento, te aseguro que lo pagará muy caro.
Con esto se levantó, le dio un beso en la frente y se giró para irse, pero se frenó un momento en la puerta del balcón, volviéndose a girar hacia ella.
—A las siete y media pasaré por ti. Si quieres venir, estate arreglada; si no, yo te disculparé ante Inmaculada y Duncan.
—Gracias, hermanito —contestó Amelia con una sonrisa. —Me arreglaré cuando termine el vino.
Quizás, después de todo, no fuera tan malo ser su hermana, pensó, mientras una chispa de calidez se abría paso entre las sombras de su incertidumbre. Pero era solo eso: una chispa. Y sabía demasiado bien lo frágiles que eran las luces en medio de la oscuridad. Como todo fuego frágil, temía que bastara un soplo de realidad para apagarlo por completo. Si lograba acostumbrarse a esas criaturas que merodeaban la mansión, tal vez podría encontrar algo de paz en este lugar. Aunque todavía tendría que ver el resto de su vida. Su relación con Duncan y si seguiría siendo asistente de Inmaculada o tendría otro trabajo. No deseaba quedarse en casa, fuera mantenida por Alfonso o Duncan.
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En la residencia Montalbán, Daniel llegó acompañado de Duncan. Inmaculada esperaba junto a Luis en la puerta principal, su expresión tensa y escrutadora mientras observaba a su hermano. Duncan lucía impecable, con un porte que reflejaba la meticulosa preparación de Daniel.
—Daniel, ¿las dos amigas de Amelia fueron llevadas ya al Club? —preguntó Inmaculada sin rodeos, aunque manteniendo un tono controlado.
—No, mi señora. Siempre esperamos al primer mes, tras su primera menstruación. Ambas están en el tercer sótano, bajo supervisión —respondió Daniel con eficiencia.
—Supongo que tampoco han sido estrenadas.
—No, mi señora. La primera vez suele venderse, como es habitual.
Inmaculada asintió lentamente, sus dedos tamborileando sobre su muñeca mientras reflexionaba. Finalmente, su mirada se clavó en Duncan con una intensidad que parecía atravesarlo.
—Bien, entonces resérvalas para mi hermano.
—¿Perdona? —replicó Duncan, su tono mezcla de sorpresa y desconcierto.
Inmaculada alzó una ceja, como si explicarle algo tan obvio le resultara una pérdida de tiempo.
—No querrás hacer el ridículo cuando estés con Amelia, ¿verdad? —inquirió, su tono cargado de una crueldad disfrazada de pragmatismo. —Si realmente aspiras a ganarte su corazón, Duncan, tendrás que dominar más que tus palabras. Quiero que estés preparado para el momento en que no solo su mente, sino también su cuerpo, te pertenezcan. Considera esto un ensayo… antes del acto principal.
Un silencio pesado cayó entre ellos. Duncan permaneció inmóvil por un momento, procesando lo que acababa de escuchar. No sentía verdadera atracción por las mujeres, salvo por Amelia, quien lo había desconcertado tras su transformación. En cambio, ahora mismo, Daniel o incluso Luis le parecían más interesantes desde un punto de vista sexual. A pesar de ello, una idea retorcida comenzó a formarse en su mente. La posibilidad de ver a Diego, uno de los hombres más arrogantes que había conocido, llorar al perder su virginidad con él lo hacía demasiado tentador como para dejarla pasar.
—De acuerdo —respondió finalmente Duncan, una sonrisa torcida apareciendo en su rostro. —Me gustaría ver llorar a Diego. Si esta noche no vuelvo con Amelia, prepáramela.
La declaración dejó a Inmaculada, Daniel y Luis desconcertados. No era habitual que alguien aceptara tan rápidamente este tipo de "entrenamiento". Incluso Amelia había tardado un par de días en adaptarse mínimamente a su nueva situación. Pero Duncan parecía no tener reservas, lo que resultaba... inquietante.
Inmaculada cruzó los brazos, su mirada afilada mientras lo examinaba con más detenimiento.
—María, cuando eras mujer, ¿te atrajeron alguna vez las mujeres? —preguntó con una mezcla de curiosidad y cautela.
Duncan soltó una carcajada corta, como si la pregunta le resultara infantil.
—¿Quién no ha experimentado en la universidad? —respondió con desdén, disfrutando de la confusión que causaba en los tres. —Sí, he jugado con una mujer antes. Fue mucho mejor en la cama que Rubén, eso seguro. Digamos que él no era... —Duncan hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas mientras una sonrisa maliciosa se dibujaba en su rostro— ni muy dotado, ni especialmente bueno.
Inmaculada alzó una ceja, intrigada.
—¿Y el único hombre con el que estuviste fue Roberto?
—Sí. Aunque, bueno, la verdad, he visto suficientes películas como para saber cómo funcionan las cosas. Además, cuando estaba en la ducha, jugué con la mía —añadió, guiñando un ojo con picardía.
La risa de Inmaculada resonó en la entrada de la mansión, un sonido que mezclaba diversión y una pizca de incredulidad. Había notado, cuando su hermano estuvo desnudo frente a ella, que su cuerpo estaba significativamente "mejorado" en ese apartado frente a un hombre común. Aunque no lo diría en voz alta, estaba segura de que Amelia necesitaría paciencia y práctica para manejar semejante... atributo.
—Bien, Daniel, encárgate de preparar a Marina. Asegúrate de que todo esté listo. —Su tono había recuperado la firmeza mientras daba la orden.
Daniel asintió y desapareció en el interior de la mansión. Mientras tanto, Inmaculada y Duncan subieron al Maybach blanco que Luis había estacionado frente a la entrada. Inmaculada no podía dejar de analizar la actitud de su hermano, quien parecía asumir esta nueva etapa de su vida con una velocidad que no se correspondía con el proceso habitual.
Mientras el coche se ponía en marcha, Inmaculada se permitió un momento de reflexión. Duncan había cambiado de formas que iban más allá de lo físico. Su nueva confianza era una espada de doble filo: podía ser su mayor arma o el mayor peligro para todo lo que había construido. Y, como toda arma, Inmaculada sabía que debía aprender a controlarla antes de que se volviera contra ella.
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Cuando Amelia y Alfonso llegaron al hotel donde se celebraba la cena de la Asociación de Empresarios, un pequeño grupo de periodistas esperaba en la entrada. Siempre había reporteros de la prensa del corazón y de finanzas en este tipo de eventos, pero solo unos pocos conseguían acreditarse para entrar al salón principal. El resto se amontonaba en la puerta, buscando una declaración o un instante para sus cámaras.
—Relájate, Amelia. No te van a comer —le animó Alfonso mientras el todoterreno se detenía suavemente frente a la entrada.
El asistente de Alfonso bajó rápidamente para abrir la puerta de Amelia, mientras el chófer hacía lo propio con la puerta de su jefe. Amelia respiró hondo antes de salir. Por supuesto, Roberto jamás había tenido que enfrentarse a periodistas; era un don nadie que podía pasar desapercibido. Pero ahora, acompañar a Alfonso Contreras, un empresario de renombre y figura de interés público, era una experiencia completamente distinta.
Alfonso no perdió tiempo rodeando el coche para llegar junto a ella, consciente de la tensión que podía causar la situación. Ya un periodista se había acercado con su micrófono alzado.
—Disculpe, señorita. ¿Podría decirnos su nombre y relación con Alfonso Contreras? —preguntó, directo al grano.
Amelia se quedó paralizada por un instante, dudando si debía responder ella o dejar que Alfonso tomara el control. ¿Era prudente que hablara? ¿O sería mejor que él manejara la situación?
—Hola, me llamo Amelia Contreras y soy su hermana —respondió finalmente, intentando mantener la voz firme y serena.
—¿Su hermana? Desconocíamos que el señor Contreras tuviera una hermana —replicó el periodista, con visible curiosidad, desviando el micrófono hacia Alfonso. —Señor Contreras, ¿por qué decide presentarla por primera vez en un acto como este?
Alfonso sonrió, desplegando esa confianza que usaba como armadura en cada evento público. Sus palabras fluían con la precisión de alguien acostumbrado a manejar los focos, pero en su mirada había algo más: una mezcla de orgullo y una sombra que Amelia no logró descifrar del todo.
—¿Es un delito traer como acompañante a mi hermana? —bromeó, provocando algunas risas entre los reporteros. —Amelia está realizando unas prácticas con Inmaculada Montalbán. Cuando haya ganado algo de experiencia, tiene planes de iniciar su propio negocio. Este es un buen lugar para que comience a conocer el mundo empresarial y, quién sabe, tal vez incluso para que conozca a algún joven atractivo.
Amelia miró a Alfonso, perpleja. La imagen que estaba proyectando allí, con su carisma y palabras medidas, contrastaba drásticamente con la faceta más sombría y enigmática que había mostrado en la casa.Por un instante, Alfonso parecía el hermano protector que había soñado tener, alguien que le abría puertas a un futuro prometedor. Pero esa ilusión se desmoronó al instante al percatarse de la figura demoníaca que se cernía tras él, invisible para todos excepto para ella. Era un recordatorio brutal de que, por mucho que se esforzara en encajar en este nuevo mundo, las sombras de su transformación siempre la perseguirían. La realidad se encargó de recordarle que no había escapatoria de ese otro mundo al que ahora pertenecía.
Tras esa breve presentación, las preguntas de los periodistas comenzaron a girar hacia los negocios de Alfonso. Él respondió un par de ellas con la misma elegancia antes de disculparse cortésmente.
—Les agradezco su interés, pero debemos entrar. Que tengan una excelente noche.
Con esa despedida, lograron avanzar hacia el interior del hotel. Amelia caminó junto a él, sus pensamientos todavía enredados en el contraste entre la realidad visible y la invisible que ella podía percibir.
El salón donde se celebraba la cena era un espacio amplio y deslumbrante, con mesas redondas dispuestas estratégicamente bajo un techo alto decorado con lujosas lámparas de araña. Camareros impecablemente vestidos se movían con bandejas entre los asistentes, ofreciendo copas de vino y pequeños aperitivos. Nada en ese lugar recordaba al ambiente opresivo y ritualista de la Logia de la Luna Roja, con sus bandejas flotantes y sombras inquietantes. Aquí, todo parecía diseñado para impresionar y tranquilizar, como si el lujo pudiese disimular las luchas de poder que se cocían entre copas de vino y sonrisas calculadas. Pero Amelia no podía evitar comparar esta calma engañosa con la opresiva tensión de la Logia, donde cada movimiento parecía orquestado por fuerzas invisibles que amenazaban con devorarla.
Amelia dejó escapar un pequeño suspiro, aliviada de estar dentro, lejos de los flashes de las cámaras y los curiosos ojos de los periodistas. Pero mientras sus ojos vagaban por el brillo de las lámparas y las sonrisas corteses, no podía ignorar la sensación de que las sombras estaban ahí, esperando. Este mundo parecía más amable que el de la Logia, pero sabía demasiado bien que las amenazas más peligrosas eran las que se escondían bajo una máscara de cortesía.