Chereads / Destinada a una Nueva Vida / Chapter 16 - 016. El nacimiento de Duncan

Chapter 16 - 016. El nacimiento de Duncan

Cuando la puerta de la zona del ritual se abrió, el corazón de Amelia dio un salto violento, como si quisiera escapar de las cadenas invisibles que lo aprisionaban. Una oleada de déjà vu la envolvió, arrastrándola sin piedad al día en que su pesadilla comenzó, con cada latido resonando como un eco de aquel tormento. Cada piedra de la mazmorra parecía murmurar los ecos de su sufrimiento, susurrando recuerdos que se negaban a desvanecerse. Su respiración se volvió errática mientras luchaba por mantenerse firme. Pero su atención se desvió al instante al reconocer una figura familiar: Daniel, de pie junto al altar ya preparado. Algo en su presencia logró calmar el caos en su mente, aunque su corazón seguía latiendo con una mezcla de alivio y miedo.

Todo estaba dispuesto con una precisión perturbadora. El manto blanco, con su pentagrama negro que devoraba la escasa luz, dominaba el altar como un abismo que llamaba a los presentes. Las velas rojas chisporroteaban, proyectando sombras que se retorcían en las paredes como si quisieran escapar, mientras los difusores exhalaban un humo denso y embriagador, una mezcla dulzona y amarga que serpenteaba en el aire como presagios incorpóreos. El ambiente denso, cargado de incienso, parecía aplastar a Amelia, mareándola con su intensidad. En el centro, una figura de mármol de unos treinta centímetros representaba a un hombre y una mujer desnudos inclinados con las manos en alto; sobre ellas descansaba un cuenco pulido, listo para recibir la sangre que sellaría el destino de María.

Daniel estaba de pie, revisando cuidadosamente los instrumentos del ritual, como siempre lo hacía, con esa calma meticulosa que Amelia había llegado a reconocer. Vestía una túnica negra ajustada a la cintura, simple pero imponente, y sus manos se movían con precisión mientras colocaba los difusores de incienso en su lugar. No levantó la vista de inmediato, pero Amelia sintió que lo hacía a propósito, como si supiera que ella estaba allí y quisiera prolongar el momento.

Cuando finalmente alzó la mirada, los ojos oscuros de Daniel se encontraron con los de Amelia, atrapándola en un instante que pareció alargar el tiempo, cargado de un magnetismo que le erizó la piel como un secreto demasiado peligroso de compartir. Era una conexión cargada de algo que no podía nombrar, pero que hizo que su respiración se entrecortara. Por un momento, Amelia sintió que todo lo demás desaparecía, dejando solo ese intercambio silencioso y el eco inquietante de un latido irregular en su pecho. Daniel no dijo nada, solo inclinó ligeramente la cabeza, un gesto tan discreto que pasó desapercibido para los demás, pero que para Amelia era un susurro en medio del caos.

Amelia desvió la mirada rápidamente, sintiendo un calor que subía por su cuello y la hacía consciente de lo inadecuado que era ese momento. "No", se dijo a sí misma. Esto no debía ocurrir. Daniel era parte del equipo de Inmaculada, tan atrapado como ella en los engranajes de algo más grande. Y ella... ella ya tenía suficiente con los lazos que la unían a María.

Amelia intentó fijar su atención en el altar, en los elementos dispuestos para el ritual. El manto blanco con su pentagrama negro absorbía la luz de las cinco velas rojas, cuyas llamas parpadeaban con un resplandor ominoso. Los difusores de incienso, estratégicamente colocados, liberaban un humo denso y aromático que invadía el aire. Y en el centro, la figura de mármol: un hombre y una mujer desnudos, inclinados con las manos alzadas, sostenían un cuenco pulido, esperando la sangre que cambiaría la vida de María.

Sin embargo, incluso mientras intentaba fijar su mente en lo que ocurriría, no podía evitar que una parte de sí misma se sintiera consciente de Daniel, de su proximidad, de la intensidad de su mirada cuando se cruzaron. La emoción le resultaba incómoda, como una herida abierta en un lugar que ya no podía proteger.

Por un instante, Amelia sintió que el aire a su alrededor se detenía. Era absurdo, irracional, pero no podía evitarlo. ¿Por qué él tenía ese efecto en ella, justo ahora, cuando más debía centrarse? Sacudió la cabeza, como intentando apartar tanto la imagen de Daniel como el calor incómodo que ya le subía a la cara.

Amelia miró hacia donde hacía unos días había yacido atado junto a Diego y Martín cuando aún era Roberto y esa babosa repugnante bajara por su garganta. Allí ahora se encontraba una silla en la cual Luis estaba atando a María.

—¿Por qué estáis atando a María? —preguntó Amelia, tratando de que su curiosidad genuina disfrazara el nerviosismo que aún sentía. Hablar de cualquier cosa, incluso de algo tan oscuro como ese ritual, era mejor que seguir pensando en Daniel.

—Por su propio bien. Si dejamos sus manos libres, podría intentar sacarse la babosa... o algo peor. —Luis respondió con la misma calma mecánica con la que se ajusta un tornillo, mientras aseguraba la muñeca izquierda de María al apoyabrazos. Su tono profesional parecía ignorar por completo la gravedad de lo que estaban a punto de hacer, lo que solo lo hacía más perturbador.

Amelia tragó saliva al escuchar la respuesta. No necesitaba imaginarlo; el recuerdo del gusano bajando por su propia garganta seguía fresco, como una quemadura que nunca cicatrizaba. Había sentido el impulso de destrozar todo a su alcance, de arrancárselo incluso al precio de su propia vida. Un escalofrío la recorrió, y por un momento, casi sintió compasión por María, aunque la idea de ese sacrificio voluntario la desconcertaba profundamente.

Amelia desvió la mirada hacia Daniel, pero rápidamente la enfocó en las babosas. No podía dejar que María viera la duda que crecía en ella. —María, aún estás a tiempo. —Amelia bajó la voz, temiendo que las palabras no solo la traicionaran, sino que también rompieran algo irreparable. —Si al final no consigo amarte... si esto no funciona... —Su voz se quebró, y un nudo se formó en su garganta. —No quiero que te arrepientas de esto.

María sonrió, pero era una sonrisa cargada de melancolía. —Confío en ti. Siempre lo hice, incluso cuando todos decían que me maltratabas. Yo veía lo que los demás no podían. No importa lo que digan, sé que lo hacías porque me amabas, aunque fuera de una forma... equivocada. Y por eso sé que me amarás. Porque eres una buena persona, Amelia. Una buena persona no dejaría que mi sacrificio fuera en vano.

Amelia sintió un nudo en la garganta, como si las palabras de María la estuvieran estrangulando. Cuando era Roberto, nunca la maltrató. Sí, era posesivo y controlador, pero jamás le había puesto un dedo encima ni la había insultado. ¿Cuándo había cambiado la narrativa? ¿Cómo había pasado de ser imperfecto a ser considerado un maltratador? Aun así, eso no era el único motivo; el otro era cómo se sentía coaccionado a amar a lo que saliera de esa metamorfosis.

Una mano se posó en el hombro de Amelia y una voz resonó a su lado. —No te preocupes, hermanita, todo saldrá bien. Inmaculada ha realizado este ritual suficientes veces para no cometer un error con su hermana.

Amelia miró hacia su derecha para descubrir a Alfonso. Estuvo a punto de objetar sobre el término "hermanita", pero debían ir practicando. Esa iba a ser su tapadera. —Gracias, hermano, pero mi miedo no está en las manos de Inmaculada. Está en mi corazón... y en lo que pueda sentir cuando todo esto termine.

Alfonso se había percatado de cómo había mirado a Daniel y apartado la mirada rápidamente, sonrojada. No era tonto y no arriesgaría la felicidad de María. Si Amelia no borraba de su mente a Daniel, se encargaría de convertirlo en un lindo perrito o gatito.

—No te preocupes, hermanita, encontraremos una solución para hacer surgir el amor. Tú con Mario y yo con Inma.

—¿De verdad? ¿Mario? ¿No podíais ser más originales?

—¿Cómo te gustaría llamarme? —preguntó con dulzura María.

—No lo sé... elegiría algo con carácter, algo que deje huella. ¿Fernando? No, demasiado común. ¿Alejandro? Sí, Alejandro, como el estratega que conquistó el mundo.

Maria sonrió ante la ocurrencia de Amelia. —Los dos comenzaríamos con la letra A, igual que tu hermano. ¿No crees que son demasiados nombres con la misma inicial? ¿Y si me pongo, Roberto?

Amelia se puso pálida al escuchar su antiguo nombre. ¿Cómo podía ponerse Roberto? Se estaba burlando de ella. —¿Y qué tal Duncan? Sería raro llamarte por mi antiguo nombre y además el nombre de quien me salvó la vida.

—¿Duncan Medina? No suena del todo mal. Me vale. Duncan Medina y Amelia Medina. No suena nada mal.

—¿Quién dijo que yo tomaría tu apellido? Yo seré Amelia... —Amelia cayó en ese momento. No sabía cuál era el apellido de Alfonso e Inmaculada no le había dado ninguno.

—Contreras, nos apellidamos Contreras. Por cierto, esta noche tengo una cena con varios hombres de negocios, ¿te gustaría venir? Uno de esos hombres te va a divertir. Al menos yo me divertiré cuando vea su cara al presentarte como mi hermana. Pretende hacer negocios conmigo.

—¿No hablarás de la gala en el Malaka Palace de esta noche? —intervino Inmaculada, que se había acercado tras terminar.

—Te llevaría a ti, cariño, pero estoy seguro de que tienes otra invitación igual. Además, es un buen momento para presentar a mi hermana en sociedad. Tú podrías llevar a Duncan. Sería el momento ideal para conocerse.

—No había autorizado que Amelia se fuera contigo. De todas formas, hablaremos después. Ahora necesito tu sangre para el ritual. Método tradicional o quirúrgico.

Con una sonrisa, Alfonso sacó una daga con intrincadas figuras de su chaqueta. —Soy un purista.

Inmaculada rodó los ojos y ambos se acercaron al altar con Amelia siguiendo sus pasos. Amelia tenía la sensación de ser un juguete para los tres.

Al llegar al altar, Alfonso subió la manga de su chaqueta y camisa con una calma que era casi ofensiva, como si el acto que iba a realizar no fuera más que un trámite cotidiano. Sin un atisbo de vacilación, presionó la daga contra su muñeca y trazó un corte limpio y metódico. El sonido del acero desgarrando la carne resonó en la mazmorra, llenándola de una crudeza que se instaló en el pecho de Amelia, congelándola por completo.

La sangre comenzó a fluir de inmediato, densa y brillante, como un río carmesí que parecía vibrar bajo la luz de las velas. Cada gota caía en el cuenco con un sonido que resonaba más de lo que debería, como si la mazmorra misma amplificara su eco. El olor metálico se intensificó, mezclándose con el incienso hasta volverse casi sofocante.

Alfonso no mostró ni un atisbo de dolor, solo una serenidad que a Amelia le resultaba antinatural, casi inhumana. Observó cómo el cuenco se llenaba lentamente, hasta que Inmaculada alzó una mano, indicando que era suficiente. Alfonso entonces murmuró unas palabras en un idioma que Amelia no reconoció, pero que parecía reverberar con un peso antiguo y peligroso. En un abrir y cerrar de ojos, el corte en su muñeca desapareció, dejando la piel intacta, sin cicatriz, como si el acto nunca hubiera ocurrido.

Amelia, incapaz de apartar la mirada, sintió que su cuerpo temblaba ligeramente. Había algo profundamente inquietante en esa muestra de control absoluto sobre su propio cuerpo, algo que le recordó que los que estaban a su alrededor jugaban con fuerzas que ella apenas comprendía. Y ahora, esa sangre descansaba en el cuenco, lista para sellar un destino que cambiaría todo.

Mientras Inmaculada terminaba el ritual añadiendo la babosa, Alfonso cogió de la muñeca a Amelia y se la llevó a la esquina más alejada.

—Por el bien del asistente de Inma, déjalo de mirar con esos ojos. Lo único que vas a lograr es que termine muerto. A partir de ahora solo tienes ojos para un hombre, Duncan. ¿Has entendido, hermanita?

Amelia tembló ante las palabras de Alfonso; aunque el término "hermanita" parecía cariñoso, el tono empleado en su voz durante toda la frase no dejaba lugar a dudas. Era una advertencia clara; ella no sufriría las consecuencias, pero sería responsable de la vida de cualquier otro hombre al cual mirara. Amelia asintió al final, consciente del peso de las palabras de Alfonso.

—Siempre he deseado tener una hermanita a la cual mimar. Compórtate y no tendrás problemas. Ya verás el coche que te he comprado.

Alfonso no difería mucho de Roberto; la estaba tratando con condescendencia. Como si se tratara de una cría, la cual podría comprar con un simple coche. Salía de las garras de Inmaculada para ir a una cárcel, de oro, sí, pero una cárcel donde ella sería un juguete para Duncan, Inmaculada y Alfonso. Con resignación le dedicó una sonrisa; si ese era su destino, sería una hermana amorosa y servicial. Siempre sería mejor que terminar vendida como una prostituta.

Cuando la conversación terminó, la babosa ya había desaparecido en la garganta de María, provocándole violentas arcadas mientras su cuerpo se arqueaba, luchando por respirar. Amelia sintió un escalofrío mientras su mente la arrastraba a aquella misma sensación sofocante, pero sabía que no duraría mucho. La inconsciencia pronto reclamaría a María, y con ella, comenzaría la metamorfosis.

María estaba sentada en la silla, sus muñecas y tobillos inmovilizados por las correas que crujían suavemente con cada espasmo de su cuerpo. El vestido que llevaba, un delicado atuendo que una vez realzó su figura femenina, ahora parecía grotescamente fuera de lugar mientras su cuerpo comenzaba a transformarse de manera implacable. Las velas proyectaban sombras oscilantes sobre su cuerpo mientras los primeros signos del cambio comenzaban a manifestarse.

El pecho subía y bajaba con fuerza, como si su cuerpo estuviera luchando contra algo invisible. Su piel, normalmente tersa y suave, comenzó a tensarse, mostrando un brillo apenas perceptible, como si algo en su interior estuviera empujando para salir.

El rostro de María, con sus facciones suaves y dulces, comenzó a adquirir un contorno más definido. Los pómulos se elevaron, marcándose de forma angular, mientras su mandíbula se ensanchaba y tomaba una forma más cuadrada y poderosa. Sus labios, antes delicados, se tornaron ligeramente más finos, pero mantuvieron una curva que proyectaba autoridad y atractivo. Su nariz, pequeña y proporcionada, se alargó y se definió con líneas más rectas y marcadas, completando el cambio de su rostro en uno masculino, atractivo e intimidante.

El cabello castaño claro de María, largo y liso, comenzó a retraerse lentamente, como si se encogiera en cascada hacia su cráneo. Los mechones fueron recortándose de manera casi mágica, adoptando un estilo corto y ligeramente desordenado que enmarcaba su nuevo rostro con un aire despreocupado pero encantador.

La transformación en su cuerpo fue más dramática. Sus hombros comenzaron a ensancharse, el vestido que llevaba tirante se tensó aún más, deformándose a medida que la estructura ósea cambiaba bajo su piel. Su torso se alargó y ensanchó, y los músculos comenzaron a formarse rápidamente, definiéndose incluso a través de la tela. El pecho, antes suavemente curvado, retrocedió hasta quedar completamente plano, mientras los brazos y piernas adquirían una musculatura marcada, proyectando fuerza y control.

Sus manos, pequeñas y delicadas, se transformaron en manos grandes y firmes, con dedos más largos y nudillos más pronunciados. Las piernas, que antes parecían elegantes y femeninas, se tornaron poderosas y proporcionadas, como las de un atleta.

De repente, mientras los músculos de su espalda se marcaban y su cuello se volvía más grueso y masculino, María comenzó a crecer. La silla crujió bajo su peso y estatura cada vez mayores. Pasó de 1.65 metros a una altura imponente de 1.90 metros, su cuerpo ahora completamente desproporcionado con la ropa que llevaba. El vestido cedió en algunos puntos, rasgándose por las costuras, incapaz de contener la nueva envergadura de Duncan.

A lo largo de toda la transformación, los ojos de María permanecieron cerrados, temblando bajo los párpados. Cuando finalmente se abrieron, los mismos ojos azules seguían allí, pero algo había cambiado. La calidez que los caracterizaba había sido reemplazada por una intensidad penetrante, como si cada mirada de Duncan pudiera atravesar la piel de quien la recibiera.

Cuando el cambio llegó a su fin, el aire pareció espesarse, cargado de una reverencia instintiva. La figura que antes exudaba dulzura y fragilidad había desaparecido, reemplazada por un hombre que emanaba una intensidad imponente. Su mera presencia parecía doblar el espacio a su alrededor, exigiendo atención, respeto y un miedo latente que nadie se atrevió a expresar. Duncan respiraba profundamente, como si se estuviera adaptando a su nuevo cuerpo. Los músculos de su pecho y brazos se tensaron con cada movimiento, y la tela rasgada del vestido apenas lograba cubrirlo, añadiendo un aire casi primitivo a su transformación.

Todos los presentes lo miraban con una mezcla de asombro y respeto, conscientes de que ya no estaban frente a María, sino ante Duncan, un hombre cuya apariencia intimidante y magnética exigía atención inmediata.

Luis se acercó con pasos rápidos, deshaciendo las correas con una precisión casi reverente. Cuando el primer brazo quedó libre, Duncan lo flexionó lentamente, observando cómo los músculos se tensaban bajo la piel. La fuerza que sentía en ese instante era abrumadora, como si pudiera levantar su antiguo cuerpo con un simple gesto. Cuando su segundo brazo quedó libre, un nuevo latido resonó en la sala: el nacimiento de algo extraordinariamente potente, y peligrosamente nuevo.