A medida que Rose avanzaba en su terapia, comenzó a notar cambios en su perspectiva. La tristeza seguía presente, pero ya no era la única emoción que experimentaba. Comenzó a encontrar pequeñas alegrías en la vida cotidiana: un café en la mañana, la risa de un niño en el parque, el canto de un pájaro al amanecer.
Con cada paso, se sentía más fuerte. Decidió involucrarse en actividades comunitarias, buscando formas de ayudar a otros que enfrentaban luchas similares. Junto a Camilo, comenzaron a organizar talleres de escritura, donde la gente podía compartir sus historias y encontrar consuelo en la comunidad.
La conexión que compartían se profundizaba a medida que trabajaban juntos. A través de su colaboración, Rose descubrió el poder de la autenticidad y la vulnerabilidad. Cada historia compartida era una chispa de luz que iluminaba sus caminos hacia la sanación.