—Soy tuya, César —dijo Adeline débilmente. Ni siquiera estaba segura de qué había tomado control sobre su cuerpo, pero esa frase se le escapó de la boca antes de que pudiera pensar. Aún así, algo de eso se sentía correcto, como si realmente fuera suya. Como si realmente estuviera destinada para él.
La respiración de César era temblorosa al sonido de esas palabras saliendo de sus bonitos labios. Había estado deseando oír eso de ella, y eso hizo que su lobo gruñera, su cuerpo calentándose con necesidad. La deseaba tanto—igualmente tanto.
—Eres… una chica tan buena.
Sus manos se movieron a su abdomen inferior. —¿Quieres que me detenga?
Adeline cerró los ojos y negó con la cabeza débilmente.
—Un poco más alto, mi muñeca. Siempre usa tus palabras.
—No —sus palabras resonaron en la habitación.
César sonrió satisfecho, levantando un poco la camiseta que ella llevaba. Lo hacía lentamente, permitiendo que sus dedos rozaran su suave piel.