Nadie podría tener nunca unos ojos marrones tan bonitos como los de Adeline. Había algo tan diferente en sus orbes que él nunca había podido encontrar en ningún otro. Quizás era el hecho de que estaban vidriosos como si sus pupilas tuvieran una lágrima perfectamente fijada en ellas.
—Tú, acércate —le dijo él.
La omega, con una suave sonrisa, se acercó a él, clavando sus ojos en los de él.
—Arrodíllate y chupa mi pene —ordenó César—. Y hazlo bien —añadió, con un semblante de irritación en su rostro.
La omega asintió. —¿Puedo... besarte, señor? —preguntó, aparentando estar muy emocionada.
Pero César le lanzó la mirada más desagradable y mortal que ella jamás había visto, como si hubiera pedido la mayor tontería repulsiva. Dejó clara su intención y ella supo que no debía insistir.
Entonces, lentamente, se arrodilló en el suelo, entre sus piernas y desabrochó su pantalón. Le sorprendió ver que estaba flácido.
¡Imposible!