El temprano canto matutino de los pájaros sonaba, un poco de los rayos del sol quemando la habitación a través de una pequeña apertura en las cortinas largamente separadas.
—¡César! —Adeline se incorporó de la cama de repente, con frías gotas de sudor cayendo por su frente. Su pecho se elevaba y descendía en una respiración agitada.
Miró a su derecha buscando a César, pero se encontró con la decepción de ver el espacio vacío junto a ella. Esto la hizo creer que lo ocurrido la noche anterior no fue más que un sueño.
César no entró en la habitación, no la abrazó tiernamente, y tampoco la besó ni la consoló. Todo fue nada más que un sueño fugaz—algo que deseaba pero no podía tener porque la persona en esa habitación junto a la suya no era su César, el hombre que conocía.
Tomando un profundo aliento, Adeline puso el pie en el suelo y se levantó. Caminó hasta el espejo y se paró frente a él para mirar su reflejo.