Killorn no podía pensar en nada que pudiera hacer para compensarla. En cambio, la llevó a los jardines que su madre solía frecuentar. Observó cómo sus ojos se iluminaban al ver todas las flores, todas mantenidas vivas por los jardineros. Se recostó sobre la mesa de té, observándola con un ligero ceño fruncido. Cruzó los brazos y se preguntó qué podía tener de especial las flores. De repente, ella dio un respingo y retiró las manos.
—¡Ofelia! —reprendió Killorn severamente, acercándose rápidamente para ver la sangre que perlaba en sus dedos como perlas. Frunció el ceño al ver las rosas espinosas que la hicieron sangrar. Las haría quemar.
—D-debería hab-ber sido más cuidadosa —tartamudeó Ofelia, bajando la mano, pero él la atrapó rápidamente y suspiró.
Killorn sacó un pañuelo, sorprendiéndola. Cubrió sus dedos, en lugar de optar por probarlo, a pesar de lo reseca que de repente se sintió su garganta. Frunció mucho el ceño cuando vio que la sangre había caído al suelo.