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Chapter 9 - 7 Sangre y agua

Estaba abrumada. María había mencionado palabras que, para cualquiera, podrían parecer locura, pero para mí no lo eran; ya había encontrado algo similar en el libro escarlata. Ruth se preparaba para el trabajo, y yo no quería hablar de nada.

Sumida en mis pensamientos, buscaba respuestas dentro de mí. Decidí tomar un baño; el agua estaba muy caliente, como si intentara arrancar el dolor que se hacía evidente incluso en mi piel.

Me quité toda la ropa y me sumergí en la bañera, mientras mi mente repetía una y otra vez todo lo vivido en las últimas semanas. Me hundí por completo, intentando ahogar mi angustia, mientras el intenso calor ardía en todo mi cuerpo. Cuando sentí que estaba al borde del colapso, levanté la cabeza para tomar aire.

Una sensación de líquido viscoso me alarmó: ¿sangre? Estaba inmersa en un fluido espeso, y el olor a hierro me provocaba náuseas. Miré mis manos empapadas e intenté salir de la bañera lo más rápido posible, pero la viscosidad del líquido dificultaba mi movimiento.

Me apresuré a mirarme en el espejo; solo podía distinguir mis ojos marrones. Mi largo cabello estaba inundado, y mi rostro y manos estaban cubiertos de un líquido repugnante. Un grito desesperado de terror escapó de mí.

—Emma, ¿qué pasa? —gritaba Ruth del otro lado, golpeando con insistencia.

Apenas podía responder; solo podía gritar e intentar limpiar mi cuerpo, pero cuanto más lo hacía, más parecía multiplicarse el líquido. Ruth, con un fuerte empujón, abrió la puerta y me envolvió en una toalla. Todo mi cuerpo temblaba y solo podía repetir aterrorizada "sangre", "sangre". Ruth me abrazó contra su pecho.

—Tranquila, no hay sangre en ningún lugar —dijo, acariciándome el cabello mojado con ternura.

No me había dado cuenta de que ya no había rastro de sangre; el líquido había desaparecido por completo. Ahora dudaba más que nunca de mi estado mental.

—Pero… yo… yo vi sangre por todas partes, Ruth, tienes que creerme —dije aterrorizada, mis ojos buscando en el baño algún rastro de color rojo.

—Han sido días difíciles, gordita —dijo Ruth, levantando mi mentón—. ¿Por qué no descansas un poco? Te hará bien —sugirió con compasión, ayudándome a sostenerme.

Su preocupación por mi comportamiento era evidente. Me puse en pie, ajusté la toalla y me dirigí a mi cuarto en silencio, pero allí estaba María, sin pronunciar una palabra, mirándome fijamente como si supiera más de lo que podía imaginar.

Entré en mi nuevo cuarto, exhausta y al borde de la desesperación. Me apresuré a vestirme, mis piernas temblaban y mi pulso estaba acelerado. Elegí un pantalón ajustado que destacaba mi figura y una blusa fresca, pues hacía algo de calor.

Abrí una caja que guardaba con cariño entre mis cosas y saqué una cadena delicada con la figura de un gato, que me puse con cuidado. Recordaba cómo mi padre decía que esa cadena me protegería. La acaricié en mi cuello con ternura y un suspiro cansado escapó de mí. Tomé las llaves del auto y salí en busca de un lugar tranquilo para respirar sola.

Decidí ir al Lakeside Park. Al bajar del auto, la fresca brisa nocturna me hizo sentir viva. Dejé que mis pies me llevaran sin rumbo fijo. El parque, con sus puentes de piedra y bancos junto al arroyo, ofrecía un breve alivio a mi angustia.

Me dirigí a los bancos junto al agua; las estrellas se reflejaban en ella, intentando iluminar mi vida oscura. Me senté, cerré los ojos y me dejé envolver por el hermoso silencio que calmaba mi alma. Mi corazón estaba tranquilo y mi mente vacía; no había forma de disfrutar más de un momento como este.

—No me lo puedo creer —una voz dura y conocida interrumpió mi tranquilidad.

Me giré lentamente y mi corazón latió con fuerza.

—Te tomaste en serio lo de vernos a menudo —sonrió con arrogancia.

Me levanté, lista para desahogar mi ira.

—Bendito señor Audrey, ¿ahora me persigue? ¿Tiene un plan para volverme loca? Ya no le basta con lo que me ha quitado —dije, encolerizada y sin tomar mucho aire.

Él permaneció en silencio, observándome como si evaluara cada uno de mis movimientos. Su traje a la antigua y su largo cabello recogido le daban un aire aún más intrigante. Transmitía miedo solo con sus intensos ojos negros, aunque su atractivo era innegable.

—No te sigo; siempre estoy cerca —sonrió con una risa que parecía sacada de una película donde él fuera el villano.

—¿No le es suficiente con todo lo que me ha causado? Me ha quitado todo, Audrey, todo. Pero su maldad es tan obvia que me persigue y encima se burla de mí. Me voy —dije irritada, mi tono de voz alto como si hubiera encontrado el momento para liberar toda mi rabia. Mis ojos se humedecieron. Pero él se mantuvo serio, sin decir una palabra. Me apresuré a irme.

—No te vayas —dijo, sosteniéndome suavemente del brazo—. Quédate, solo estaba paseando. Es una costumbre —dijo con una voz áspera, pero se percibía una leve calidez en sus palabras.

Un cúmulo de emociones estalló en mi interior, como si se hubiera activado un campo de minas. Su toque hizo que mi estómago se sintiera extraño. Retrocedí para mirarlo y pregunté:

—¿Quién eres realmente? —dije, observando su rostro, pero su mirada parecía perdida, justo como la había visto al entregarle las llaves de la mansión.

—Haces muchas preguntas, Ford —dijo, recuperando el control con su arrogancia natural.

—Siempre con sus palabras rebuscadas, las cuales no entiendo. Podría ser más claro; de hecho, no comprendo qué vínculo tiene con mi familia. Pero no pretendo caer en su jueguito. Recuperaré mi casa —dije, mostrando mi enojo.

—No comprendes, Emma, que no es un tema que los hombres puedan arreglar —dijo con tono firme, asentando cada una de sus palabras. Llevó las manos a sus bolsillos y me miró fijamente.

—Por más que quieras, no podrás escapar de tu destino —añadió, acercándose unos pasos a mí. Su proximidad hizo que mis piernas flaquearan; era como si me estuviera derritiendo.

—Recuerda, tú, Ford, me perteneces —su rostro estaba tan cerca del mío que solo podía tragar en seco, quedando muda, paralizada por su presencia, como si el mundo a mi alrededor hubiera desaparecido dejándonos solos.

Él se enderezó, sonrió y levantó una ceja.

—Ves, lo niegas, pero no puedes evitar sentirte atraída por mí —sus palabras fueron un balde de agua fría, dejándome sin respuesta. Pestañee un par de veces y el momento se hizo eterno. Se giró para irse, pero antes volvió la cabeza y dijo:

—El libro escarlata de tu abuela, Emma, hablará más que yo —sin más, desapareció en la oscuridad de la noche.

Allí estaba yo, perdida en tantas palabras y molida por tantas adversidades. El cielo se llenó de nubes, ocultando las hermosas estrellas; al parecer, ya no querían verme sufrir. Al menos sé algo: no estoy tan loca como pensaba.