Ryan y Ruth seguían debatiendo sobre las posibles intenciones de James. Sus voces se mezclaban en el aire, pero para mí no eran más que ecos lejanos. El peso del pasado me estaba arrastrando cada vez más, y cada revelación reciente solo añadía una capa de incertidumbre que no sabía cómo manejar. La leyenda que mencionaron, ese pacto... todo parecía tan lejano y, sin embargo, tan cercano.
Sabía que debía enfrentar ese miedo que crecía en mi interior, pero no sabía cómo. Mi mente flotaba en un limbo entre la realidad y lo desconocido.
—Emma, ¿nos estás escuchando? —preguntó Ryan, quitándose los lentes y acercándose ligeramente.
Ruth me lanzó una mirada expectante. Aunque su tono era calmado, había una tensión palpable en el ambiente, como si ambos esperaran algo más de mí, algo que no podía ofrecerles.
—Voy a descubrir de qué se trata todo esto —murmuré, más para mí que para ellos, mi voz arrastrada por la confusión. Me levanté bruscamente, sintiendo cómo la urgencia se apoderaba de mis pasos, y me dirigí rápidamente hacia mi cuarto.
—Emma, no hagas una locura —escuché la voz de Ryan a lo lejos, pero ya no importaba. Nada de lo que dijeran podría detenerme ahora.
Mis manos temblaban mientras buscaba desesperadamente el libro rojo intenso que había encontrado antes. Sabía que su contenido era crucial. Lo guardé apresuradamente en mi bolso, junto con las copias de los acuerdos firmados por James. Mi respiración se aceleraba, como si mi cuerpo estuviera preparándose para enfrentar una tormenta inminente.
—Emma, por favor... —Ruth apareció en la puerta, bloqueando mi salida. Su voz era suave, cargada de preocupación, y el miedo brillaba en sus ojos.
—Ruth... —le advertí, con la mandíbula apretada. Mi rostro endurecido reflejaba la determinación que había tomado. Sabía que no debía dejar que nadie me detuviera.
Ella retrocedió lentamente, levantando las manos en señal de rendición. Su mirada era triste, pero no dijo nada más. Ryan, en cambio, me observó en silencio desde el pasillo, sus ojos reflejando una mezcla de preocupación y resignación.
Salí de la casa con el corazón latiendo con fuerza. El sonido de la puerta del auto al cerrarse resonó en mis oídos como una sentencia. El motor rugió cuando encendí el vehículo, y mientras conducía hacia la mansión, mis pensamientos se entrelazaban en un torbellino de caos: el libro, James, mi abuela, la casa... todo giraba en mi mente, borrando la línea entre lo real y lo imposible.
Me sentía traicionada, pero no sabía si ese dolor era por las personas que me rodeaban o por la verdad que lentamente comenzaba a desvelarse ante mí.
Al llegar a la mansión, mi antigua casa, me detuve frente a las grandes puertas de madera. Mi pecho ardía, como si el fuego de la cólera me consumiera por dentro. Toqué el timbre repetidas veces, con una impaciencia que rozaba el descontrol.
Finalmente, una mujer de mediana edad abrió la puerta. Su expresión era severa, casi irritada.
—¿Dónde está James? —exigí, mi voz cargada de una furia contenida que no necesitaba cortesía.
—Disculpe, señorita, pero el señor no atiende a nadie en este horario —respondió ella con frialdad, intentando cerrar la puerta.
Pero fui más rápida. Me escabullí bajo su brazo y entré en la casa antes de que pudiera detenerme.
—¡Señorita, llamaré a seguridad! —gritó, desesperada, pero su advertencia se detuvo cuando una voz profunda resonó desde el salón.
—Déjela pasar —dijo James, su tono inconfundible.
La mujer, resignada, dio un paso atrás, permitiéndome avanzar hacia la sala. El lugar parecía el mismo, pero todo se sentía diferente. Había una tensión palpable en el aire, una energía pesada que me oprimía el pecho.
James estaba de espaldas, mirando por la ventana. Su figura, que antes me parecía imponente, ahora parecía más frágil, más desgastada. Llevaba una camisa blanca desaliñada, y su largo cabello oscuro caía sobre sus hombros en un desorden que no le era habitual.
Cuando se giró lentamente para mirarme, sostenía un vaso en la mano, y su mirada, aunque aún fría, parecía más distante, como si una parte de él ya no estuviera aquí.
—Qué modales los tuyos, Emma —dijo con su habitual arrogancia, aunque algo en su tono revelaba un cansancio profundo.
No pude contenerme. Me acerqué rápidamente y lancé el libro escarlata sobre la mesa de centro, el sonido del impacto resonando en la sala.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —grité, mi voz temblando de rabia y frustración. Sentía que estaba al borde de un abismo, y James era la clave para entender todo.
James miró el libro, pero no reaccionó de inmediato. Bebió de su vaso y luego lo dejó sobre la mesa con un movimiento lento, como si cada gesto le costara una energía que ya no tenía.
—No quiero más mentiras ni intrigas. ¿Qué eres? ¿Por qué me persigues? ¿Eres un acosador? ¿Eres un mafioso? ¿Eres el mismo diablo que viene por mi alma? —Las palabras salieron de mi boca en un torrente incontrolable.
—¡Basta! —gritó James, su voz resonando en las paredes de la sala.
El silencio que siguió fue abrumador. Su grito me hizo retroceder, y por un instante, sentí un miedo real. No era el miedo a lo desconocido, sino a la verdad que estaba a punto de ser revelada.
—No soy un mafioso, ni un acosador, y no quiero tu alma —respondió, su voz ahora más baja, casi resignada. Sus ojos negros se clavaron en mí, y por primera vez, vi algo más allá de la arrogancia: tristeza.
El ambiente se volvió insoportable, la tensión entre nosotros era palpable.
—Encontraste el libro de tu abuela —continuó.—Sabes lo que hizo. El pacto... ella entregó más de lo que debió. Y ahora tú llevas la carga. Lo demás no lo se—
Su confesión me golpeó con fuerza. Sentí que el suelo bajo mis pies se desmoronaba.
—¿Y tú? —pregunté, apenas en un susurro—. ¿Qué papel juegas en todo esto?
James suspiró, su mirada perdida en el pasado.
—Estoy atado a ti, Emma, igual que tú a mí. Pero no estás lista para entenderlo todavía.
Sus palabras eran como una sentencia. El misterio que rodeaba a James seguía intacto, pero ahora sabía que este era solo el principio de algo mucho más oscuro.
Me levanté, incapaz de soportar más. El peso de todo lo que había escuchado me aplastaba. Caminé hacia la puerta, mis hombros caídos por el agotamiento emocional.
—Espera —su voz me detuvo.
Me giré lentamente. James extendía el libro hacia mí, sus ojos fríos, pero había una tormenta interna en su mirada.
—Llévate el libro. Solo ten cuidado.
Asentí, tomé el libro y salí. Afuera, el aire nocturno me envolvió, pero no sentí alivio.