A medida que avanzaban hacia el templo, la pequeña población indígena comenzó a aparecer por todos lados. Hombres, mujeres y niños salían de sus casas de piedra, observando con asombro a los extraños que habían llegado de más allá del mar. Los ojos de los aldeanos estaban llenos de curiosidad, nunca habían visto hombres como ellos, con sus ropas extrañas y barbas largas.
Los indígenas se acercaban con cautela pero también con entusiasmo, extendiendo las manos hacia los marineros para tocarlos. Algunos tiraban de las casacas de los hombres, sintiendo la textura de los tejidos con evidente asombro. Otros se reían entre murmullos mientras tiraban suavemente de las largas barbas de los hombres de la tripulación.
Alaric caminaba en medio de su grupo, observando todo con una sonrisa. La tensión que había sentido desde su llegada empezaba a disiparse, reemplazada por la inocente curiosidad de aquellos habitantes. Uno de los indígenas, un joven, se le acercó y, con una sonrisa tímida, le quitó el gorro que llevaba puesto.
Alaric levantó una ceja, sorprendido al principio, pero no pudo evitar reír cuando el joven indígena se colocó el gorro en su propia cabeza, tratando de imitar la postura de Alaric, mientras sus amigos reían y aplaudían con alegría.
—¡Te queda bien! —rió Alaric, señalando al joven que se paseaba con el gorro puesto como si fuera un gran líder.
El indígena, con una sonrisa traviesa, se lo devolvió rápidamente, agachando la cabeza en un gesto de respeto. Alaric tomó el gorro y se lo volvió a colocar, mientras otros aldeanos seguían tocando sus ropas y examinando cada pequeño detalle de sus trajes de marinero.
—Parece que les gustamos —comentó uno de los marineros, riendo mientras una niña intentaba quitarle una pluma que llevaba en el sombrero.
—Es la primera vez que ven algo así —dijo Alaric, sonriendo a su tripulación—. No les culpo por estar tan intrigados.
Los marineros, aunque al principio sorprendidos, empezaron a relajarse también, permitiendo que los aldeanos los rodearan, los tocaran y examinaran. Las risas se entremezclaban con los murmullos en el lenguaje desconocido de los indígenas, quienes parecían más fascinados que nunca por los recién llegados.
Finalmente, los guerreros que los escoltaban hicieron un gesto para que continuaran. El grupo volvió a formarse, con los marineros recuperando sus sombreros, casacas y pertenencias, aunque ahora con una sensación de alivio y camaradería inesperada con los habitantes de este lugar.
Frente a ellos, el templo se alzaba cada vez más imponente. Las piedras del edificio brillaban bajo la luz filtrada del sol, y los grabados tallados en las paredes reflejaban historias y símbolos antiguos. Alaric sentía que lo que estaba por descubrir allí cambiaría su destino y el de todos los que lo acompañaban.
—Vamos —dijo Alaric, su voz solemne mientras avanzaban hacia el majestuoso templo—. El verdadero descubrimiento apenas comienza.
La inmensa puerta de piedra del templo se alzaba frente a ellos, tallada con patrones intrincados y figuras que parecían contar una historia antigua. Los guerreros indígenas empujaron con esfuerzo las puertas, que se abrieron lentamente, revelando el oscuro interior del lugar sagrado. Una bocanada de aire fresco y cargado de incienso salió del templo, llenando los pulmones de la tripulación con un aroma desconocido y misterioso.
Alaric, con el gorro firmemente colocado sobre su cabeza después del incidente con los aldeanos, fue el primero en dar un paso hacia el interior.
—Cuidado, muchachos —dijo en voz baja, levantando una mano para que sus hombres se mantuvieran cerca—. No sabemos qué nos espera aquí dentro.
Uno de los marineros, un hombre robusto llamado Harl, miró a su alrededor con ojos entrecerrados.
—Capitán, este lugar… tiene algo extraño. No me gusta. —Su tono era una mezcla de respeto y recelo.
—Lo sé, Harl —respondió Alaric, sin apartar la vista de las paredes del templo—. Pero hemos llegado demasiado lejos para detenernos ahora.
A medida que avanzaban, las paredes del templo comenzaron a brillar levemente bajo la luz de las antorchas que portaban los guerreros indígenas. Los símbolos tallados en la piedra parecían cobrar vida con el movimiento de las sombras. Figuras de seres que parecían humanos pero con rasgos exagerados: ojos grandes, brazos largos, y coronas de plumas similares a las que llevaban sus guías.
—Capitán, ¿ves esos símbolos? —preguntó uno de los marineros, llamado Marius, que siempre había mostrado interés por las culturas antiguas—. Parecen contar una historia… tal vez una leyenda.
Alaric se acercó a una de las paredes y pasó la mano por los grabados. Las figuras representaban a hombres y mujeres en posturas de adoración, inclinados ante lo que parecía ser una gran figura central, rodeada por llamas y símbolos de poder.
—Es un dios —susurró Alaric, reflexionando—. Un dios al que ellos veneran. Quizás el que ha protegido estas tierras durante generaciones.
Uno de los guerreros indígenas que los escoltaba se detuvo junto a Alaric y señaló con su lanza hacia una figura tallada en la pared. El guerrero comenzó a hablar en su lengua, señalando al gran dios con respeto y reverencia. Aunque Alaric no entendía sus palabras, comprendió el significado: estaban en presencia de algo sagrado.
—Este lugar es un santuario —dijo Alaric, girándose hacia su tripulación—. No debemos faltarle el respeto. Seguidme con cuidado.
Los marineros asintieron en silencio, sus pasos cautelosos resonando en el eco del templo.
A medida que avanzaban más adentro, la oscuridad parecía hacerse más densa, pero pronto el espacio se abrió ante ellos. Un gran salón se desplegó, iluminado por pequeñas antorchas colgadas en las paredes. En el centro de la sala, una gigantesca estatua de piedra dominaba el espacio. La figura era imponente, con los brazos extendidos y una corona de plumas que le llegaba hasta los hombros.
—¿Es… Tohólotec? —murmuró Harl, recordando al dios de las aguas al que habían rezado antes de poner pie en tierra.
—Tal vez —respondió Alaric, fascinado—. O quizá sea otra deidad de este pueblo. Una que guarda la tierra, no el mar.
Marius se acercó a la estatua, examinando sus detalles con atención. Sus manos trazaron las líneas del rostro tallado en la piedra, tratando de descifrar el significado detrás de la expresión severa del dios.
—Parece una mezcla de protección y advertencia —dijo, finalmente—. Como si nos estuvieran diciendo que este lugar es sagrado, pero también peligroso.
Alaric frunció el ceño. Las palabras de Marius no le resultaban extrañas. Siempre había sabido que este viaje traería peligros, pero la sensación de que algo más grande, algo más oscuro, los acechaba comenzaba a calar hondo.
De repente, uno de los guerreros indígenas, el líder que había estado guiándolos, habló con voz firme. Se dirigió a Alaric, señalando con su lanza la estatua del dios. Aunque el lenguaje era incomprensible, el tono era claro: estaban ante algo importante. Algo que, si no respetaban, traería consecuencias.
—Creo que quiere que hagamos algo —murmuró Harl, sus ojos nunca apartándose de la imponente estatua.
—¿Tal vez una ofrenda? —sugirió Marius—. Es lo que muchos pueblos hacen en lugares sagrados.
Alaric asintió. Aunque no conocía las costumbres de estos habitantes, sabía que en todas las culturas antiguas los dioses pedían respeto y tributos.
—Nos están observando —dijo Alaric, mirando a los guerreros que no dejaban de observar cada uno de sus movimientos—. Debemos ser cuidadosos.
Se quitó su espada, con la hoja brillante y gastada de tantas batallas, y la colocó a los pies de la estatua. Era su posesión más valiosa, pero si ese era el precio para garantizar la seguridad de su tripulación, lo pagaría sin dudar.
—Acepta esta ofrenda —dijo Alaric en voz baja, inclinando la cabeza ante la estatua.
Los guerreros murmuraron entre sí, asintiendo con aprobación. El líder, con una sonrisa leve en el rostro, levantó la lanza en un gesto de respeto. Parecía que Alaric había acertado.
—¿Funcionó? —preguntó Harl, mirando a su capitán con cautela.
—Eso parece —respondió Alaric, soltando un suspiro de alivio—. Sigamos adelante.
Con la aprobación de los guerreros, continuaron avanzando por el templo. El ambiente había cambiado. Donde antes había tensión y desconocimiento, ahora parecía haber un entendimiento tácito entre los marineros y los indígenas. Alaric sentía que se estaban acercando a algo importante, algo que podría darles las respuestas que tanto buscaban desde que pusieron pie en estas tierras.
Sin embargo, mientras se adentraban más en el corazón del templo, una sombra en la mente de Alaric no desaparecía: ¿qué significaban las advertencias en los grabados? ¿Qué otros misterios y peligros aguardaban en este nuevo continente?