Alaric, con la emoción aún fresca por haber tocado tierra en el nuevo continente, observaba la vasta selva que se alzaba justo frente a ellos, limitando con la costa. Las hojas de los árboles eran de un verde profundo, y la vegetación era tan densa que parecía imposible ver más allá de unos pocos metros. El ambiente estaba cargado de humedad, y el aire tenía un aroma exótico, lleno de vida y misterio.
—Tenemos que adentrarnos —dijo Alaric, sus ojos clavados en la frontera verde—. Necesitamos saber qué nos espera en este lugar.
—Capitán, ¿cree que sea seguro? —preguntó uno de los marineros, con una mezcla de curiosidad y temor en su voz.
—No lo sé —respondió Alaric—, pero no hemos llegado hasta aquí para quedarnos en la playa. Preparemos a los hombres.
La tripulación comenzó a organizarse. Los hombres aseguraron sus espadas y arcos, listos para lo que pudiera encontrarse en la densa selva. Alaric lideró el grupo, con el corazón palpitando fuerte en su pecho. Este era el primer paso en una tierra completamente desconocida.
Pero justo cuando pusieron un pie en la vegetación, algo inesperado ocurrió. Del denso follaje, varios hombres emergieron como sombras. Eran altos, de piel bronceada por el sol, con el cuerpo cubierto solo por faldas hechas de hojas. Llevaban brazaletes en los brazos y piernas, y sobre sus torsos, pecheras de oro que brillaban a la luz del sol. En sus cabezas, coronas de plumas coloridas se alzaban como símbolos de poder y distinción.
—¡Alto! —gritó uno de los marineros cuando los vio.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, aquellos hombres levantaron sus lanzas, apuntando directamente a Alaric y su tripulación. La amenaza era clara, y los recién llegados comenzaron a hablar en un lenguaje desconocido, una mezcla de sonidos y gestos que ninguno de los marineros podía entender.
—¿Qué están diciendo? —preguntó uno de los hombres de Alaric, con el arco en alto pero sin atreverse a disparar.
Alaric levantó una mano, indicando a su tripulación que bajaran sus armas.
—No lo sé, pero parece que quieren que los sigamos —dijo, observando cómo los guerreros indígenas hacían gestos claros, señalando hacia el interior de la selva.
Uno de los hombres, que parecía ser el líder, dio un paso al frente y, con la lanza en alto, hizo un gesto enérgico hacia la espesura. Sus ojos, oscuros e intensos, no dejaban lugar a dudas. Querían que los siguieran, y no parecían aceptar un no por respuesta.
—Parece que no tenemos muchas opciones —susurró Alaric, mientras uno de los guerreros se acercaba y le hacía una señal con la lanza—. No hagamos nada que los provoque. Por ahora, seguimos sus órdenes.
La tripulación, con nerviosismo en sus ojos, comenzó a caminar detrás de los hombres semidesnudos, internándose cada vez más en la selva. Las ramas crujían bajo sus pies, y los sonidos de animales y aves resonaban entre los árboles. Alaric, siempre alerta, no dejaba de observar los movimientos de los guerreros que los escoltaban. Eran ágiles, seguros en cada paso, como si la selva fuera parte de ellos.
—¿Quiénes serán? —murmuró uno de los marineros—. ¿Crees que sean amistosos?
—Lo averiguaremos pronto —respondió Alaric, su mirada fija en el líder que los guiaba más allá de la espesura.
A medida que avanzaban, la densa selva comenzó a abrirse poco a poco, revelando lo que parecía ser un sendero oculto. Los guerreros mantenían las lanzas en alto, asegurándose de que ninguno de los extranjeros intentara escapar o desobedecer.
Alaric podía sentir el peso de la incertidumbre en el aire, pero también una extraña sensación de que estaban a punto de descubrir algo más grande de lo que habían imaginado al partir hacia este nuevo continente.
Caminaron durante horas, la humedad de la selva pegándose a sus pieles y las sombras de los árboles envolviendo al grupo en un ambiente denso y claustrofóbico. Los marineros del Explorum Nova Tevra tropezaban con raíces y se esforzaban por mantener el ritmo de los hombres semidesnudos que los guiaban, avanzando con una agilidad que parecía inhumana.
El camino era difícil, lleno de obstáculos que, para los indígenas, parecían ser parte de un territorio perfectamente conocido. Los marineros, en cambio, jadeaban por el esfuerzo y miraban constantemente a su alrededor, inquietos. Los sonidos de la selva eran intensos: el canto de aves desconocidas, el crujido de ramas bajo los pies, y el murmullo de criaturas invisibles que parecían observar desde la espesura.
—Este lugar es un laberinto —murmuró uno de los marineros, limpiándose el sudor de la frente—. ¿Cuánto más tendremos que caminar?
—Sea lo que sea que estos hombres quieran mostrarnos, debe estar cerca —respondió Alaric, manteniéndose alerta y observando cada movimiento de sus guías.
Tras lo que parecieron horas, la vegetación finalmente comenzó a abrirse. El grupo emergió en un claro que se extendía ante ellos, y el paisaje cambió de manera drástica. La selva densa dio paso a un espacio abierto, y en el centro de ese claro, sobre un cerro, algo capturó la atención de todos.
Alaric se detuvo, sus ojos fijos en lo que veía. En lo alto de la colina, varias casas hechas de piedra se alzaban con una precisión arquitectónica que los dejó sin palabras. Las piedras estaban perfectamente ensambladas, tan juntas que no se veía ni un solo espacio entre las ranuras, como si las rocas hubieran sido moldeadas a la perfección para encajar entre sí sin necesidad de mortero.
—Increíble... —susurró uno de los marineros, con asombro evidente en su voz—. Nunca he visto algo así.
—Es imposible que construyeran esto sin herramientas avanzadas —murmuró otro, pasándose una mano por el cabello mientras observaba las edificaciones.
Los guerreros indígenas, aún sosteniendo sus lanzas, no hicieron más que señalar hacia las estructuras, indicándoles que debían seguir avanzando hacia las casas de piedra.
Alaric miró a sus hombres, y con una inclinación de cabeza les hizo una señal para que continuaran. A medida que subían la colina, el viento suave que soplaba entre las casas les daba una sensación de paz, en contraste con la densa y opresiva selva de la que habían salido. Las casas, aunque simples, desprendían un aire de majestuosidad, como si hubieran sido construidas por una civilización que entendía los secretos de la tierra y la piedra mejor que cualquier otra que hubieran conocido.
—¿Quiénes son estos hombres? —se preguntó Alaric en voz baja, observando cómo los indígenas caminaban con respeto y familiaridad hacia las estructuras.
Al llegar a lo alto de la colina, Alaric se detuvo. Frente a ellos, más allá de las casas, se extendía un vasto valle, en cuyo centro se alzaba lo que parecía ser un templo o un palacio, tallado directamente en la roca de la montaña. Las columnas y grabados que adornaban la fachada eran complejos, con símbolos y figuras que Alaric no podía comprender.
—Nos están llevando a algo importante —dijo uno de los marineros, mientras miraba el imponente edificio.
Alaric asintió, sintiendo que lo que estaba por suceder cambiaría el curso de su expedición y quizás de toda la misión en este nuevo continente.