La diligencia estaba por llegar, encontrandose en ese carruaje el principe heredero al trono junto a su prometida. Un trabajo arriesgado sin lugar a dudas, pero también muy remunerable si tenían exito. Escondiendose en el interior de los bosques, esperaron con una monstruosa calma a que el carruaje blanco con decoraciones doradas pasara cerca de ellos. Vestidos de negro con unas capas del mismo color cubriendolos junto a unos anchos sombreros con una pluma al costado que combinaban con su indumentaria. Aquellos hombres no eran ladrones de carretera, tampoco eran simples mercenarios sino autenticos profesionales contratados por un misterioso individuo que se ocultaba bajo una enorme capa amarilla junto a una capucha que ocultaba todo su rostro, siendo un leve resplandor rojizo lo único que se podía ver de su rostro. Portando una armadura negra, aquel engendro les encomendo una simple tarea, si la cumplían entonces serían bien recompensados, de lo contrario... un adelanto ya se encontraba en sus bolsillos, lo suficiente como para que pudiesen considerar este trabajo como su última misión, y teniendo en cuenta la importancia de su objetivo entonces lo sería. Por fortuna la espera no duró mucho tiempo debido a que el carruaje pasó delante de ellos justo a tiempo. Sonriendo, ambos mercenarios movieron las riendas de sus caballos y partieron a cumplir con su misión.
La escolta de dicho carruaje estaba compuesto por los mejores soldados y caballeros del reino, entre esos soldados se hallaban los famosos Mosqueteros, quienes sostenían sus mosquetes junto a sus sables de hoja tan fina como una pluma y tan filosa como una garra. Aquel trabajo no iba a ser sencillo, pero no era un problema para ambos hombres. cabalgando con furia, el tirador ya había calculado la ubicación de su objetivo mientras que su compañero ya tenía en la mira al que podía impedir dicha acción. Solo contaban con unos escasos y miseros segundos. Se acercaron cabalgando con fuerzas, alertando a los guardias, mientras apuntaban con sus fusiles de mano, el soldado que custodiaba al príncipe se dio cuenta de que intentaban atentar contra él, repentinamente un disparo se dio y uno de los perpetradores cayó al suelo antes de que pudiera saber que estaba pasando. El segundo observó sorprendido la situación y emprendió la rapida huida antes de que fueran tras él mientras se preguntaba a sí mismo que carajos había pasado. Debió de haberse alejado unos centimetros cuando un segundo disparo lo tumbó al suelo. Sintiendo un dolor infernal seguido de una incomprensible sorpresa, aquel profesional intentó darse la vuelta y confrontar a su agresor, encontrandose con sus botas de color rojo caminando a donde él se encontraba. Alzando su cabeza, fue viendo sus pantalones negros junto a su camisa blanca cubierta por un chaleco negro y la capa roja con bordes dorados que cubría su cuerpo. Aquellos ojos azules chocaron con los suyos mientras el viento movía su larga cabellera negra cubierta por un sombrero rojo de Mosquetero. Sosteniendo su mosquete, aquella imponente mujer que respondía bajo el nombre de Scarlet, soltó su arma y desenvainó su sable dispuesta a usarlo en contra de aquel asesino profesional. Sujetando su sable, el asesino trató de ponerse en guardia, pero el dolor le impedía colocarse de pie, aun así pudo desenvainar con tranquilidad mientras que su oponente se mantenía tranquila, esperandolo con ansias. Una vez con su sable levantado intentó ir en contra de ella, pero de un rapido movimiento de su cuerpo logró esquivar el golpe y con un rapido, como también efectivo, movimiento de su brazo, pudo cortar el cuello del asesino profesional. Cayendo de rodillas, solo vio el sable de su rival, la cual se encontraba manchada con su sangre dandole una tonalidad escarlata.
De un solo golpe, Scarlet terminó todo. El combate había acabado mucho antes de iniciar y aunque los demas festejaban que la famosa Mosquetera Escarlata hubiese ganado la batalla, internamente se reprochaba a sí misma el haberlo hecho debido a que podría haberle interrogado quien fue el que los mandó a matar al príncipe. Lo bueno de esas alimañas era que siempre daban segundas oportunidades.