Las noches en la mansión de Alessandro Marino eran silenciosas, pero en esa quietud, Rosa encontraba un extraño consuelo. Había pasado semanas en esa casa, adaptándose a su nueva vida, pero aún no había decidido si debía temer al hombre que la tenía bajo su control o comprenderlo. Sabía que detrás de la frialdad en sus ojos, había algo más. Algo roto.
Una noche, mientras el viento golpeaba suavemente las ventanas, Rosa decidió aventurarse más allá de los confines de su habitación. Sabía que Alessandro pasaba la mayoría de sus noches en su despacho, sumergido en papeles y negocios turbios. Esta vez, sin embargo, lo encontró en la biblioteca, con un libro en la mano y una copa de whisky en la otra.
La imagen la sorprendió. Alessandro parecía tan humano, tan perdido en sus pensamientos, que por un momento, Rosa olvidó el miedo y se acercó sin hacer ruido. Él levantó la vista, sus ojos oscuros clavándose en los suyos.
—¿No puedes dormir? —preguntó con una voz tan suave que casi no la reconoció.
Rosa se encogió de hombros, tratando de desviar la atención de sí misma. Era la primera vez que hablaban sin la barrera de la obligación y el poder entre ellos. Tomó un libro de un estante cercano y se sentó en un sillón frente a él.
—¿Qué lees? —le preguntó, intentando romper la tensión.
Alessandro levantó la portada del libro para mostrársela: "La Divina Comedia" de Dante Alighieri.
—¿Te gustan los clásicos? —preguntó Rosa, sorprendida.
Alessandro asintió, tomando un sorbo de su whisky antes de hablar.
—Dante escribió sobre el infierno, el purgatorio y el paraíso... A veces siento que estoy atrapado en el infierno, y que mi vida es un purgatorio interminable.
Sus palabras la desconcertaron. Era la primera vez que él se mostraba tan vulnerable, como si, en ese momento, Alessandro no fuera el jefe de la mafia, sino un hombre atrapado en sus propios demonios.
Rosa se levantó y caminó hacia él, sus pasos resonando en el suelo de mármol. Alessandro no se movió, solo la miró, esperando su próxima acción. Ella se inclinó y le quitó el libro de las manos, dejándolo sobre la mesa.
—¿Y el paraíso? —susurró, acercándose a él.
—El paraíso... —Alessandro dejó la copa sobre la mesa, su mirada fija en los ojos de Rosa— es algo que no he encontrado.
Ella sonrió, una sonrisa pequeña, pero cargada de significado. Se sentó en el borde de la mesa, justo frente a él, y extendió la mano para acariciar su mejilla.
—Tal vez no has buscado lo suficiente.
El contacto de su mano contra su piel fue como un rayo atravesando su alma. Alessandro, el temido Dragón, sintió una calidez que no había sentido en años. Cerró los ojos, disfrutando del toque por un momento antes de tomar la mano de Rosa entre las suyas.
—Eres un enigma, Rosa —dijo finalmente—. No sé si eres mi salvación o mi perdición.
Rosa lo miró con ternura, sabiendo que estaba empezando a desmoronar la coraza que lo rodeaba. Sabía que no sería fácil, pero estaba decidida a intentarlo.
—Quizás sea un poco de ambas cosas —respondió con una sonrisa traviesa.
Alessandro la observó por un largo momento, antes de atraerla suavemente hacia él. Ella cayó en su regazo, y por primera vez desde que había llegado a esa casa, se sintió segura. Él la envolvió con sus brazos, como si al hacerlo pudiera protegerla de todos los males del mundo, y también de los suyos.
Esa noche, el Dragón comenzó a despertar, pero no con la furia que todos temían, sino con una ternura que ni siquiera él sabía que poseía