Chereads / Hojas caídas / Chapter 5 - Capítulo 4: Un nuevo comienzo

Chapter 5 - Capítulo 4: Un nuevo comienzo

Axel

 

 

 

 

Cinco meses pasaron desde entonces, y aun con lo conforme que estaba con mi empleo, no me sentí vivo o entusiasmado como en los momentos en que compartí un sueño con Miranda; qué difícil fue intentar superarla.

Fue una época en la que lo había perdido casi todo por culpa de Mendoza, y durante esos días, la idea de persuadir mi tristeza se mantuvo presente, aunque el hecho de intentarlo me pareció imposible.

Para entonces, me había mudado a la zona céntrica de Ciudad Esperanza, esto a petición del señor Rodríguez, que conocía al propietario de un edificio ubicado frente al Parque del Centro. Este me ofreció un departamento equipado de una pieza con baño y cocina, con una renta económica y un pago accesible por el servicio de luz y agua.

En mi antiguo departamento dejé todas las pertenencias que Miranda y yo compartimos, desde los electrodomésticos hasta la mueblería. Tan solo me llevé nuestras herramientas de arte, mismas que me vi obligado a guardar por falta de espacio en el depósito del edificio con ayuda de Agustín, o sospechoso, como le decían de cariño al vigilante.

Por suerte, llegué a un acuerdo con el propietario de mi antiguo departamento, y este permitió que dejase mis cosas ahí hasta que pudiese venderlas. Era un problema menos, así que pude centrarme en otras contrariedades y seguir adelante con lo poco que tenía.

Mi nuevo departamento resultó un excelente lugar, a pesar del poco espacio que tenía, ya que el asilo se encontraba a tres cuadras del Parque del Centro. Gracias a eso evitaba el pago de transporte público, que reducía una buena parte de mi salario; el coste del pasaje fue una de las tantas cosas que aumentaron de precio después de la huida de Mendoza.

Si bien era un departamento sencillo en todo el sentido de la palabra, tenía en ello lo que necesitaba. La cama no era la más cómoda y la ducha no contaba con calentador de agua. Además, siendo una habitación, no había sala de estar ni comedor, aunque debo resaltar desde mi capricho que, junto a la puerta de la entrada, una ventana me permitía disfrutar de una bella vista hacia el parque del centro.

Mi lema desde entonces fue: «algo es algo, peor es nada», y no es que fuese conformista, sino que era todo lo que me podía permitir.

Además, como el Parque del Centro quedaba en frente del edificio, solía pasear con más frecuencia y meditar bajo el árbol de las hojas caídas, mismo que se volvió una obsesión a la hora de intentar realizar un dibujo de este. Por alguna extraña razón, se me dificultaba dibujarlo, y aunque esto lo consideraba una carencia de inspiración, era la única forma en que podía despejar mi mente.

Otro lugar que ayudaba a distraerme era el entonces recién inaugurado Espacio de canela, ubicado diagonal al parque y a una cuadra del edificio.

Era una pastelería especializada en postres cuyo principal ingrediente era la canela; pasar cerca del establecimiento era una maravilla para mi olfato.

A pesar del nombre del establecimiento y su especialidad, tenían también un menú variado de desayunos y cenas, aunque desde el primer momento en que entré, quedé fascinado con el chocolate caliente y los roles de canela.

En el Espacio de canela conocí a Diego. Un joven camarero atento y de apariencia llamativa que se tomó el atrevimiento de hablarme una tarde cuando dibujaba un boceto al carboncillo de un perro distraído con un gato que se hallaba sobre un árbol en el parque.

—Dibuja muy bien, señor —dijo con amabilidad.

Giré mi vista hacia él y me entregó el menú.

—Gracias —respondí.

Eché un vistazo al menú y me fijé en lo más económico: un rol de canela y un chocolate caliente pequeño.

—¿Desea algo más, señor? —preguntó.

—No, gracias. De momento, solo eso —respondí.

—Bien, en seguida vuelvo.

Cuando volvió con mi orden, me preguntó sobre mi profesión, a lo cual respondí mientras daba un sorbo a mi chocolate caliente.

Diego, además de atento, era amable y respetuoso. Un chico a quien con el paso de los días, conforme me di la oportunidad de conocerlo, aprecié y consideré un buen amigo.

Diego me reveló, al cabo de dos semanas, que era homosexual.

No sé por qué lo hizo, pero tampoco me importó. Solo aprecié que me tuviese la confianza de revelarme algo tan personal y de que se sintiese cómodo al hacerlo.

Fue el primer amigo que tuve en Ciudad Esperanza, pues desde que llegué en mi etapa de universitario, apenas había conocido a Miranda hasta el punto de compartir una relación romántica.

♦♦♦

Al cabo de cinco días, de camino al parque y considerando ideas de paisajes para enseñar a los abuelitos las técnicas básicas del dibujo a carboncillo, recibí una llamada telefónica de Miranda.

Me asombró mirar su nombre en la pantalla de mi celular, y contesté de inmediato con un dejo de esperanza, pues creí que me pediría que retomásemos nuestra relación.

Sin embargo, su voz sonaba un poco desesperada. Me habló de unos problemas financieros que su familia estaba enfrentando, lo cual me extrañó, ya que el señor Ferrer era un hombre responsable en cuanto a su economía.

Miranda no me pidió apoyo económico, tan solo quería desahogarse con alguien de confianza. Así que le di las gracias por pensar en mí, le aconsejé que hablase seriamente con su padre y le pedí que se tranquilizase, alegando que todo iba a estar bien.

Sé que Miranda no me lo pidió, pero aun así, llamé al propietario de mi antiguo departamento y le hice una oferta para venderle todo lo que había dejado en su propiedad.

Este me ofreció una cantidad generosa de dinero e incluso compró las obras terminadas que Miranda y yo habíamos dejado en el taller de arte.

El dinero me hubiese servido para salir de algunos aprietos, pero preferí enviárselo a Miranda, que lo necesitaba más que yo. Apenas conservé un veinte por ciento y lo invertí en pintura y lienzo.

Ella me llamó al cabo de tres días para darme las gracias, aunque en su voz, se seguía escuchando la preocupación. No pude imaginar que tan grave era su problema.

♦♦♦

Mi jornada laboral iniciaba a las nueve de la mañana, y debido al aburrimiento que me causaba estar dentro de cuatro paredes, salía a las siete con quince minutos o a veces más temprano.

Luego, me dirigía al parque del centro y daba mi acostumbrado paseo mañanero en el parque y luego me sentaba bajo el árbol de las hojas caídas.

Durante el tiempo que esperaba para arrancar mi jornada laboral, hacía el intento de dibujar el árbol, el cual terminaba en fracaso, ya que había demasiadas distracciones.

La distracción de ese día fue una joven pareja carente de pudor a la hora de demostrarse cariño, incluso me hicieron reír con algunas jugarretas entre ellos.

Estaban a unos metros de mí, cerca del estanque, por lo que tuve una excelente apreciación de ellos. Conforme los miraba y recordaba mi romance con Miranda, emergió la inspiración inesperadamente, así que saqué mi bloc de dibujo, algunos lápices de carbón y comencé a dibujarlos.

Pero a pocos minutos de haber iniciado, recibí una llamada del señor Rodríguez, que solicitaba mi presencia en el asilo antes de la hora estimada.

Cuando llegué al asilo, el señor Rodríguez me entregó una carpeta con la información de un nuevo grupo de abuelitos, como los llamábamos de cariño, cuya estancia sería indefinida. Eran de esos casos complejos, por no decir tristes, en que sus familiares ya no querían velar por ellos.

En ese tipo de situaciones, mi jefe me daba la orden de limpiar y ordenar habitaciones que estuviesen cerca del comedor, y también prepararme anímicamente para lidiar con toda clase de conductas.

Siempre me sorprendió el hecho de saber que el señor Rodríguez estuvo encargado del asilo desde que cumplió los veinticinco años, cuando sustituyó a su padre. Gran parte de su vida la pasó en ese ambiente rodeado de abuelitos que lo mimaban durante su niñez y adolescencia.

Él era el responsable de la correcta administración de los insumos que llegaban a diario, las donaciones que recibía el asilo y las compras que los abuelitos le encargaban con sus pensiones.

Nunca supe su edad exacta, pero a juzgar por su apariencia, supuse que tenía entre cuarenta o cincuenta años. Era muy obeso y solía agotarse de la nada, eso me preocupaba debido a que a veces su respiración fallaba cuando hacía demasiados esfuerzos.

En ocasiones era gruñón, aunque siempre fue amable con los abuelitos y sus empleados; lo consideraba un ejemplo a seguir.

Terminé de limpiar las habitaciones veinte minutos antes de la llegada de los abuelitos. Estaba un poco exhausto y acalorado, así que fui a ducharme y luego a refrescarme en un salón con aire acondicionado.

Sentado mientras sentía el aire frío en mi rostro, escuché un auto entrar al estacionamiento del asilo, así que me presenté rápido en la entrada principal y ayudé a bajar el equipaje de aquellas cuatro personas que, en sus miradas, se notaba una tristeza inconsolable.

Una de las labores más difíciles consistía en hacerlos sentir como en casa, pero, ¿cómo lograr que alguien se sienta así ante la ausencia de sus seres queridos? Era complicado cuando se nos presentaban ese tipo de situaciones, y por lo general lidiábamos con personas amargadas, tristes o groseras.

Seguí bajando el equipaje junto al transportista del asilo, a la vez que el señor Rodríguez se encargó de mostrar las instalaciones del complejo y registrar a los nuevos abuelitos. Admiraba mucho la paciencia de mi jefe, nunca logré adquirir esa virtud como él.

Entre mis tantas labores, la que disfrutaba era la de enseñar arte, aunque no era mi objetivo principal, sino recordarles a los abuelitos que seguían siendo competentes y que, aun teniendo una edad avanzada, podían aprender algo nuevo en sus vidas.

«El final no se establece hasta que nuestro cuerpo y mente dejen de responder», era mi lema.

El señor Rodríguez me recordaba que una de las mejores maneras de persuadir la tristeza de los abuelitos era reemplazar a ese hijo que los abandonó y a los nietos que extrañaban. Sabía que no podía compararme con sus seres amados, pero intentarlo nunca estaba de más.

Al final de cada clase, los abuelitos salían al jardín y se dedicaban a sus otros pasatiempos. Normalmente, se les veía platicando, discutiendo, leyendo y hasta dibujando con carboncillo, lo cual era mérito de mis primeras clases.

Incluso, el señor Rodríguez me daba la libertad de pasar tiempo con ellos e involucrarme en sus pláticas. Muchos temas de conversación estaban cargados de sabiduría, era maravilloso compartir tiempo con personas que tuvieron el privilegio de tener tanta experiencia en la vida.

—¡Axel! —exclamó de repente el señor Rodríguez.

Me encontraba junto a la señora Oropeza, una amable mujer que me consideraba su nieto.

—No le grites al muchacho, Leonardo —reclamó la señora Oropeza.

—Lo siento, abuela… Axel, necesito que vengas a mi oficina, por favor —dijo mi jefe con fingido tacto.

—Abuela —le dije a la señora Oropeza—, vengo ahorita para que me siga platicando de Cortázar, conozco a alguien que es aficionada a sus obras. 

—Aquí te espero, querido… Y si ese tonto te regaña por una estupidez, me lo dices para ponerlo en su lugar.

—Eso ni lo dude —dije con voz socarrona, imaginando a la señora Oropeza regañar al señor Rodríguez.

Me presenté en la oficina del señor Rodríguez en cuestión de segundos. Al verme, frunció el ceño y rascó su entrecejo.

—¿Sucede algo, señor? —pregunté confundido.

—Sí, te tengo muy malas noticias —respondió preocupado.

—Vaya —dije asombrado—, ¿qué tan malas son?

—Me temo que ya no puedo disponer de un salario para tu labor en este asilo… por ende, debo despedirte —respondió.

Al principio, me costó aceptar la manera en que la vida me seguía jodiendo cada vez que estaba encaminándome hacia los días buenos, pero mantuve la calma y seguí escuchando al señor Rodríguez.

—El gobierno va de mal en peor, y ahora nos recortaron el presupuesto para empleados… Y no es que esté en tu contra, pero eres el que menos tiempo tiene laborando aquí —dijo a modo de excusa.

—No tiene que darme explicaciones, yo sé que no es su culpa, señor —musité.

Salí de la oficina sin siquiera despedirme de él, pensando en algunas opciones de empleo que simplemente no resultarían. Mi mente trabajó como nunca en busca de otras alternativas, pero al final, solo se me ocurrió regresar a casa de mis padres, aunque a estos no los quería preocupar con mis problemas.

Decidí dar un último recorrido por los pasillos del asilo con la idea de despejar mi mente y meditar las palabras adecuadas para despedirme de los abuelitos, pero en ese momento, la cocinera iba de pasada y se detuvo al notar mi preocupación.

—¿Pasa algo, cariño? —preguntó con voz comprensiva.

Muy poco sabía de la amable señora que preparaba deliciosas comidas con los suministros de mala calidad que el gobierno enviaba al asilo.

—Acaban de despedirme —respondí.

—La falta de presupuesto está perjudicando al asilo… Lo siento mucho.

—¿También la despidieron? —pregunté.

—No, yo tengo treinta años laborando en este lugar —respondió.

—¡Treinta años! —exclamé asombrado.

—Sí —dijo—. Digamos que me concedieron la oportunidad de vivir aquí. No tengo un salario, pero sí una cama y tres comidas al día… Conozco a Leo desde hace mucho tiempo, de hecho, si hablas con él, estoy segura de que podría tener alguna consideración contigo.

—Perdone, señora… Pero, ¿cuál es su nombre?

Su nombre era Aura, quien se tomó la libertad de darme algunos consejos y decirme que mi situación no era tan mala como yo pensaba, pues gozaba de buena salud y estaba apto para seguir adelante ante cualquier obstáculo.

Luego me incitó a que fuese con el señor Rodríguez y le plantease que, en vez de pagarme con dinero, lo hiciese con dos comidas al día y una reducción de tres horas laborales; no me gustó mucho la idea, pero no tenía alternativas.

De camino a la oficina del señor Rodríguez, la señora Aura me contó que de niña quedó bajo la responsabilidad de su abuela materna. Comentó que vivían felices a pesar de su pobreza, al sur de la ciudad y a pocos metros del Río de las Flores rojas.

—¿Por qué se llama así? —pregunté. Era un nombre peculiar para el río que rodeaba el este de Ciudad Esperanza.

—Bueno, hay varias historias al respecto… Algunos dicen que se debe a una mujer que perdió a su hijo mientras lavaba su ropa, razón por la que la llevó cada domingo a tirar en el río las flores favoritas del niño: rosas rojas… Otros cuentan que en sus profundidades hay un jardín apenas visible cuando pega el sol, ahí se observan lirios que toman un peculiar color rojizo; pésima historia… Pero la verdad es que antes de la inundación, en los alrededores de ese lugar, había arbustos repletos de azucenas rojas. Siempre me resultó un bello paisaje y es una pena que no haya evidencia de ello —relató.

—¿Hubo una inundación? —pregunté.

La señora Aura asintió, y caracterizado por la curiosidad, le pedí que me hablase de esa tragedia que dejó a miles de personas damnificadas, incluyéndola a ella y a su abuela. Fue una historia que me permitió reflexionar respecto a mi situación y los problemas que surgen inesperadamente en nuestras vidas.