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Chapter 7 - Capítulo 6: Todo pasa por alguna razón

Axel

 

 

 

 

Al día siguiente desperté entusiasmado sin saber por qué.

Me sentía muy bien y aquel vacío que en meses anteriores me torturó después de la ruptura con Miranda se esfumó.

Era un bonito y soleado domingo, así que me asomé por la ventana y eché un vistazo hacia el parque del centro; estaba bastante concurrido.

Alrededor del estanque, varias familias se acomodaban para hacer un picnic, mientras que los niños corrían por doquier y empezaban a amontonar las hojas del árbol de las hojas caídas.

Me resultó un ambiente inmejorable para pintar un retrato, algo que no hacía desde el día en que Miranda se fue a Puerto Cristal, pues temía que al momento de tocar mis herramientas, evocaría su recuerdo y regresaría ese desesperante vacío en mi pecho.

Es por eso que mi arte en esa época se centró en simples dibujos a carboncillo.

Esa mañana, en cambio, me sentía capaz de recurrir a las pinceladas para darle nacimiento a una obra, aun cuando no tenía nada en mente; quería dejar que la inspiración fluyese.

Después de ducharme, cepillar mis dientes y vestir con ropa cómoda, bajé a la recepción y le pedí a sospechoso que buscase en el depósito del edificio mis herramientas de arte.

Sospechoso me acompañó hasta el parque para ayudarme a llevar algunas cosas, acto que agradecí con una propina que al principio se negó a aceptar.

Me senté como siempre bajo el árbol de las hojas caídas, y tras respirar profundo el aire fresco de la mañana, preparé el atril y armé el portarretrato con un lienzo en blanco.

Vertí un poco de aguarrás en un recipiente y luego la pintura blanca junto a dos tonos de azules en mi paleta.

Hasta entonces, tenía en mente pintar el cielo tal como se me presentaba, así que mezclé una pequeña porción de blanco con azul claro antes de empezar a dar las primeras pinceladas.

De repente, una niña se me acercó con aires de curiosidad mientras comía un helado de chocolate. Ella me miró y luego fijó su vista en el lienzo. Esbozó una bella sonrisa y, con una tierna voz, preguntó:

—¿Qué va a pintar?

Yo la miré asombrado, tenía bellos ojos azules que me hicieron recordar a Miranda, aunque a ese azul le hacía falta el tono grisáceo para parecerse a los de ella.

—¿Te gustaría que pinte algo en especial? —pregunté enternecido.

Ella se emocionó como si hubiese ganado un premio, y se mantuvo pensativa durante unos segundos.

—¡Un unicornio! —exclamó—. También un arcoíris, y…, y…, y unas hadas…, y…, y…, y una princesa.

—¡Me parecen ideas estupendas! Pero de momento, te pediré que me des tiempo para realizar la pintura, ¿te parece?

Ella asintió animada y se fue corriendo hacia un área repleta de niños jugando en el césped.

En cuanto a la pintura, no lo tenía tan complicado, había dibujado bastantes veces al Pegaso en ambientes fantasiosos durante mi etapa en el instituto, y este no distaba de un unicornio. Respecto al arcoíris, las hadas y la princesa, me inspiré de los clásicos cuentos infantiles para destacarme con una obra que, al final, quedó mejor de lo que esperaba.

Tenía un fondo azul claro, con matices blancos que hacían el efecto de destellos solares. El unicornio posaba erguido y majestuoso frente a un lago mientras una princesa lo montaba. Junto a ella, un par de hadas volaban contentas.

El arcoíris lo pinté a un costado del retrato porque no me quedaba suficiente pintura roja y violeta, pero al menos alcanzó gracias a una técnica de degradado.

—Interesante —dijo de repente una señora que estaba por sentarse en la banca.

—Inspiración de una niña —aclaré—, de hecho, es la que viene allá —señalé hacia una pareja guiada por ella.

Habían pasado poco más de cuatro horas cuando una pareja se me acercó en compañía de la niña. Se presentaron con amabilidad como Alicia y Renzo; sus padres.

La niña les había hablado de un pintor que prometió enseñarle su pintura. Así que firmé mi obra y les mostré el resultado final, el cual impresionó a todos por igual.

—¡Increíble! —exclamó Alicia con asombro.

Renzo asintió mientras nos miraba a mí y a la señora que había llegado antes que ellos.

—Disculpa, ¿hay manera de que podamos comprarte una copia? —preguntó Renzo.

—Lamentablemente, no estoy en condiciones de producir copias, pero si gustas, puedo venderte la pieza original… Mejor dicho, se las voy a obsequiar, ya que aunque fui yo quien pintó la obra, debo reconocer que la idea fue de su hija —respondí.

—¡No, amigo! Eso no podría permitirlo, nos da mucha pena —replicó Renzo.

—Permítanme insistir, por favor…, pero por ahora no puedo entregarles la obra hasta que termine de arreglar algunos detalles y dejar que seque la pintura. Así que solo déjenme alguna dirección y con gusto la envío.

—¿De veras piensa obsequiarnos la pintura? —preguntó Alicia.

—Bueno, si siguen dudando, cambiaré de opinión —respondí.

A fin de cuentas, aceptaron mi obsequio, razón por la cual la niña se emocionó al saber que la pintura sería suya. Sus padres me entregaron un papel con la dirección de su residencia y se despidieron luego de varios agradecimientos. Por mi parte, me senté en la banca para tomar un merecido descanso y reflexionar un poco sobre la gratitud, aunque la señora me sacó de mis pensamientos.

—No cualquiera regala su trabajo —dijo.

—Esa es la cuestión, señora… No es trabajo para mí, sino una pasión —contesté.

—¿Eres profesional o aficionado? —preguntó.

—Profesional… licenciado en Artes Plásticas con una maestría en Pintura —respondí con orgullo.

—¿Instituto Nacional de Bellas Artes?

—Eso es correcto.

—Muy buen instituto, pero no tanto como en mi época.

—¿También es artista?

—Historiadora. Especializada en el arte de los siglos XV y XVI.

—¡Vaya! —exclamé emocionado—. Casualmente, con Historia del Arte no me llevé muy bien, de hecho, tuve suerte de obtener una beca porque destaqué en mis calificaciones y mi talento para la pintura.

—Entiendo —musitó pensativa—, cuando yo iba al instituto, y estoy hablando de los años setenta, no existía el programa de becas… En ese entonces hubiésemos explotado de mejor manera el talento del país, pero no tuvimos directivos visionarios.

Fue grato conversar con esa señora. Me habló con detalles del arte en los siglos XV y XVI, e incluso de su tesis doctoral, la cual se centró en su investigación sobre los primeros trabajos de Donatello. Yo, por mi parte, le dije que mi pintor favorito era Pablo Picasso, a lo que ella reaccionó con desdén, pues solo admiraba a los artistas de las épocas en que se especializó.

Ese mismo día, a las siete de la tarde, mientras preparaba un poco de café, recibí una llamada telefónica de Miranda.

Me tomó desprevenido, ya que el celular estaba en mi cama, así que limpié mis manos y fui a atender antes de que dejase de sonar.

—¡Miranda! Qué gusto me da saludarte, ¿cómo estás? —pregunté entusiasmado al contestar.

Miranda no respondió; hubo un silencio de varios segundos.

—¿Miranda? —insistí.

Pensé que se había equivocado, pero justo antes de colgar la llamada, escuché un sonido parecido a un sollozo, por lo que insistí en preguntarle varias veces si todo estaba bien.

—Miranda, ¿qué sucede? —pregunté preocupado.

—Axel…, mi papá —hizo una pausa y siguió sollozando por unos segundos —, mi papá acaba de fallecer.

Si sentí alegría durante toda la mañana, bastó ese instante para que la tristeza regresase a mi vida.

Miranda, con notable desesperación, dijo que no sabía cómo afrontar tantos problemas tras la inesperada muerte de su padre. Ella no tenía hermanos, y su único apoyo lo podía recibir de su madre, que también estaba destrozada.

El sufrimiento fue por partida doble, pues más allá de la pérdida, había una gran decepción por las deudas que el señor Ferrer dejó junto con el descubrimiento de una infidelidad.

Aun así, a pesar de la desesperación e impotencia que sentí, respiré profundo y mantuve la calma, pensando a la vez que la vida también era eso, tragedias y obstáculos que debemos superar constantemente con el fin de adquirir algo tan preciado como la experiencia. Si no, ¿qué sentido tendría el hecho de vivir?