—Quítate la ropa —ordenó Damon—, sus ojos ardían en los de ella y sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral, provocando escalofríos a lo largo de su piel. Aila no lo cuestionó ni desobedeció su orden, él apenas se mantenía en compostura, y ella quería complacerlo. Recordarle que ella era suya y solo suya.
Habían pasado demasiado tiempo separados y, aunque podía sentir que él estaba vivo y hablarle por teléfono, no era suficiente. Quería verlo, sentir sus músculos bajo sus manos, oír su risa, ver su sonrisa. Pero a medida que lentamente se desabrochaba el vestido y lo dejaba caer al suelo, comenzó a sentirse cohibida.