—Las cicatrices nunca se desvanecen —gruñó Elías, clavando la mirada en el lugar que ella se negaba a cubrir con maquillaje. Su voz alta despertó de inmediato a Elios, quien se revolvió en los brazos de su madre.
—En mis ojos, sí lo ha hecho —argumentó Adeline—. El lugar donde me inyectaste la sangre de Dorothy tampoco se desvaneció.
Elías entrecerró los ojos. ¿Cómo podría olvidarlo? Sus propios hijos habían bebido de Adeline.
Ocurrió una tarde cuando él estaba ocupado con una reunión de emergencia, y lo siguiente que supo fue que encontró a su esposa casi muerta en el suelo, con la cara de los gemelos enterrada en cada lado de su cuello, drenando la vida de ella. Eran muy jóvenes, demasiado ingenuos y tontos para distinguir a la madre de la comida, al humano de la presa.
—Y al igual que mis estrías, nunca se desvanecerán, pero lo he aceptado —dijo Adeline, extendiendo la mano para agarrar la suya, que estaba inerte.