Las niñeras y las nodrizas fueron contratadas para los bebés cuyo padre aún no había dirigido ni una mirada en su dirección. Los géneros se mantuvieron en secreto y solo las dos niñeras y las dos nodrizas lo sabían.
Los infantes eran alimentados y cuidados hasta la saciedad, pero nunca dejaban de llorar. Todo el día, el castillo se llenaba con sus lágrimas y gritos. La única vez que paraban era para dormir y beber su leche.
El Rey prohibió estrictamente el contacto piel con piel. Una vez que una nodriza extraía su leche, se colocaba en una botella para alimentar a los recién nacidos. Después, eran colocados en sus cunas y entretenidos.
—Ay, queridos, está bien, pequeñitos —dijo una de las niñeras suavemente, meciendo a los bebés en sus brazos mientras seguían forcejeando y sollozando hasta quedar roncos. Luego bebían su leche, se les hacía eructar y se les acostaba a dormir.