—Duerme bien, querida —musitó Elías.
Elías se presionó aún más cerca de ella, hasta que la espalda de ella estuvo plana contra su pecho y nada podía interponerse entre ellos. Ni siquiera el papel más delgado del mundo podría hacerlo.
Elías nunca pensó que un latido del corazón pudiera ser tan reconfortante. Pero escuchando sus respiraciones lentas y el latido rítmico de su corazón, él sonrió. Ella estaba acurrucada en sus brazos, sin lugar a donde correr, sin lugar a donde ir. Ella era enteramente suya, y él nunca dejaría que eso cambiara.
—Que tus sueños sean dichosos y tus pesadillas se dispersen —susurró.
Pronto, su respiración se estabilizó y el silencio los envolvió.
Elías la sostuvo hasta que el sol se elevó alto en el cielo y se puso en el atardecer. Continuó velando por ella, con los ojos bien abiertos y contando los latidos de su corazón. No podía dormir. Era difícil para él hacerlo cuando los días que pasaban juntos estaban contados.