Adeline se metió en la bañera silenciosamente, una pierna a la vez, con cuidado de no resbalarse con nada. Se recostó en el agua tibia, su cuerpo relajándose al instante. No se había dado cuenta de lo adoloridos que estaban sus músculos hasta que el aceite de eucalipto y lavanda hicieron su encanto.
Adeline dejó escapar un pequeño suspiro agradable y cerró los ojos. Recostando su cabeza hacia atrás sobre la toalla colocada en la bañera, intentó absorber la tranquilidad de la habitación. El agua se agitó levemente, mientras la paz la invadía.
Había pasado un tiempo desde que Adeline era capaz de cerrar sus ojos cómodamente, sin preocuparse por vomitar o sentirse aún más náuseas cuando se acostaba. Desafortunadamente, había olvidado lo grande que era la bañera y lo pequeña que era ella.