En los albores de un mundo donde la armonía se sostenía en un delicado equilibrio, los reyes de ojos celestiales y cabellos que reflejaban tanto la oscuridad de la noche como la luz del día gobernaban con sabiduría. Su amor mutuo irradiaba paz y prosperidad, y su reinado era un faro de esperanza para todos los seres, desde los ángeles hasta los demonios.
Sin embargo, la envidia y la traición acechaban en las sombras. Una princesa celosa, cuyo corazón ardía de deseo y resentimiento, urdió un plan para destruir la felicidad de los reyes. En una noche oscura, asesinó al rey mayor, cuyos cabellos oscuros eran tan profundos como el abismo. El rey sobreviviente, devastado por la pérdida, murió poco después de tristeza. La armonía se resquebrajó, y los corazones del pueblo, tanto ángeles como demonios, se oscurecieron.
La guerra estalló entre los reinos. Los humanos, cegados por la envidia y el ansia de poder, atacaron a los seres celestiales y demoníacos por igual. Los ángeles, seducidos por la lujuria, cometieron pecados que resonaban en los cielos. Los demonios, consumidos por la ira, desataron su furia en la Tierra.
En medio de este caos, nació una esperanza. Un bebé de cabellos plateados y alas brillantes, cuyos ojos eran tan inquietantes como los de los antiguos reyes. Sus padres, temerosos de su poder, lo abandonaron en un bosque oscuro. Pero allí, en la penumbra, otros seres encontraron al niño. Algunos eran huérfanos, otros habían sido abandonados por sus padres. Sin embargo, todos compartían una conexión especial con el pequeño.
Eir, uno de los niños sin padres, le dio su nombre: Clei. El bebé reía con gracia, desafiando el frío y la oscuridad del bosque. Clei, en un intento de comunicarse, nombró a Eir como su hermano. Así comenzó una historia de lazos inquebrantables, secretos oscuros y decisiones que cambiarían el destino de múltiples reinos.