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Chapter 10 - El toldo del cacique. La leyenda comienza a descifrarse

El toldo del cacique.

La leyenda comienza a descifrarse

Que cada huella forja al valiente que vencerá lo imprevisto. Desde sus pasos hondos que se le presenten…

El cacique perdido…

Con el alba el sol se hizo presente en plena luz que por las ventanas ingresaba netamente. El gallo que cacareaba haciéndonos saber en un coro especial junto a las gallinas, que era el día y la hora precisa para despertarse. Posiblemente el canto de los pájaros también ayudaría en ese punto. La primera en despertarse era Michelle, quien se dirigió al baño para lavar sus dientes. Tuvo el pálpito que siempre tuvo en su momento al mirar las litografías. Algo no se avecinaba en buen orden. Aprovechó para darse una ducha rápida, el agua tibia regulada con el abrir y cerrar de las perillas de caliente y frío era justa. Unos diez minutos para que el agua tocara su fina piel de ninfa. Al cerrar ambas, tomó una toalla, y secó firmemente su cuerpo, continuaba con aquella corazonada. Se vistió, y se fue al living en el cual el viejo estaba prepa- rando el desayuno. La saludó con un ademán de buen día

¡¿Qué tal, Horacio?!

¡Muy bien!, ¡los demás seguro que duermen! Deben levantarse. Hay que ir a lo del cacique. ¡Cthe!, lo que sí, no voy a poder ir con ellos. Tengo tanto que hacer y los años no me ayudan

¿Se siente bien?

¡Algo así!, solo que ando con algo de fiebre en el cuerpo.

Michelle se levantó y tocó su frente. Estaba ardiendo.

¡Tiene que ir al doctor!

¡Ah, mijita!, son los años, ¡más importante es lo que le pasa a Rodrigo! Tienen que sacarle eso que tiene dentro, sea lo que sea. El cacique sí puede darles una mano.

¿Y usted me promete que irá al médico también?

¡Iré!, no se preocupe

El gato entró por la puerta trasera y se acercó a Michelle maullando. Ella sentada, él se subió en su regazo y se quedó taciturno.

¡Alguien tiene que cuidar de este también!

¡Claro!, ¿parece que es dormilón?

Como todo felino, y también es inteligente. Presiente todo lo que alrededor ve, y descifra, como buen entendedor. Los animales tie- nen un don mágico para saber de verdades. Y aquí en esta casa, han pasado cosas extrañas que hacen que este desaparezca de noche, cuan- do siempre dormía dentro.

Todos los gatos suelen irse a trasnochar.

Este está castrado.

El gato ronroneando, miraba para el cuarto de Rodrigo.

¡Vea!, ¿cómo observa? Ese cuarto tiene algo -dice el viejo-, mejor dejémoslo ahí, espero que la velada le haya gustado.

Muy deliciosa la comida, pero le repito que debe ir al médico.

¡No lo digo por decir!, presiento y esa fiebre es un tanto rara. ¿Me lo promete? Si no cuando volvamos lo llevaremos. Es una disyuntiva que en mi cabeza viene rondando.

Perfecto, ¡me convenció el hecho de ese pálpito que sale de us- ted! -sonríe el viejo.

Al tomar el café con leche, don José se aparece bostezando y detrás de él Rodrigo con la misma tesitura soñolienta. Hay una realidad con- creta, no somos jóvenes, ni viejos, pero a cierta edad entre los cuarenta y cincuenta y pico se debe descansar, y llamar a la solidaridad de darle al cuerpo paz. El portugués cumplimenta con un saludo cordial y un beso a su querida Michelle, Rodrigo se sienta un tanto fatigado.

¿Te encuentras bien? -dice Michelle.

Un poco cansado, ya sabes, no logro dormir bien, en las últimas noches por este pedazo de energía que ronda por dentro de mí. -Mien- tras se prepara un té inglés.

Don José, ¿Qué gustaría para beber ? -le dice el viejo señalando el café y el té.

Un café estaría bien.

Hago mi aparición estirando los brazos con un bostezo. Al salu- dar cordialmente, me fui ayudar a Horacio que me envió a la mesa directamente.

No, mi amigo, aquí me encargo yo el desayuno, es costumbre en el campo que los invitados son tratados como en su casa -dice el viejo afiebrado.

¡Gracias, Horacio! Bien, prepararemos los bolsos, luego de ter- minar… -saqué un mapa de la zona sur de la provincia de San Luis, y Córdoba-. Tomaríamos la ruta selectiva hasta llegar al pueblo indica- do de Justo Daract.

Según el libro se encuentra en un toldo a siete kilómetros para dentro en un camino de huella en los cuales hay salitrales, y plantas pequeñas como cardos. Pastizales pampeanos se les llama.

Se entiende que en ciertas regiones escasea el agua, por eso debe ser que los terrenos son tan hostiles.

Les daré mi camioneta. Es grande, bien preparada para lugares cuyos caminos son de puro ripio -dice Horacio.

¿No vendrás? -le pregunta Rodrigo mirándolo un tanto extraño.

No, es la fiebre, pensaba ir con ustedes, mi amigo, pero con esta edad. Aparte no tengo quién cuide a los zainos, y al Demóstenes.

Lo entiendo. Vaya al doctor.

¡Carajo!, la señorita me ha dicho lo mismo.

Son presentimientos, viejo, solamente eso -habla aquel periodista.

Los presentimientos esconden en su origen el resultado de gran- des descubrimientos. Si no fuera por ellos, no llegaríamos a las mara- villas de hoy -cita Michelle.

¿Como la bomba atómica? -dice el portugués.

¡En efecto!, El presentimiento lleva también a conclusiones ca- tastróficas. La ley de relatividad, de Albert, es hasta hoy incuestiona- ble, que luego se hayan basado en sus teorías con relación al uranio

para realizar las aberraciones con el llamado proyecto Manhattan es arena de otro costal. No podemos determinar lo que cada uno de no- sotros pueda realizar en su actuar. Es la libertad -le responde ella.

—La libertad nos impulsa, de ella salen todos nuestros pensamien- tos y actitudes para afrontar la imagen de nosotros al destino. Es el derecho por excelencia que nos aviva todos los deseos, y anhelos. Es nuestro subterfugio contra el despotismo del miedo. Como un pasa- porte sin ella, estamos destinados a vivir en una cárcel. Un proceso interno o externo cuando nos encierran y solo nos permiten ver una tenue luz. Debemos ser libres que lo demás no importa -argumen- ta Rodrigo.

—¿San Martín? -dice el portugués.

—¡Bien supuesto! -cita Rodrigo-. La libertad es la base de nuestra existencia, es la oportunidad de ser mejores personas para los demás y sobre todo para nosotros mismos.

—No siente libertad quien no estuvo oprimido, decía don Fernan- do Pessoa - suma el portugués que me mira de reojo con una mueca burlona-. A pesar de todo la hemos pronunciado millones de veces y aun así se sigue corrompiendo el concepto de una forma falaz, e indiscriminada.

—¿Saben? -Y me pongo pensativo-. Para los gauchos que detesta- ban conchabarse, que no es otra cosa que trabajar para un patrón, la libertad es un bien inalterable. Sin ella no hay vida. Si hay algo a lo que temer es a perderla. Hasta la muerte es aceptada antes que la libertad. La muerte es un juego en el que ellos aceptan el desafío de caminar en medio de un hilo sobre una ruta de aguas de fuego, ¡esa es su vida!

—La libertad ha sido reducida como una mentira esparcida en el aire del sistema capitalista que registra seres humanos en grandes fá- bricas, empresas, y todo tipo de ingreso al mercado despojando de ella todo lo que representa con la explotación del humano -vuelve a argu- mentar casi con enojo Rodrigo.

—Tiempos modernos - dice Michelle -, hay que llevar la bandera de la libertad, en un color rojo sangre.

—Y hacerla flamear por los aires del mundo -dice don José, obser- vándola cariñosamente.

—¡Verdad!, o acabar con el sistema a través de dinero. De forma de que, de generar tanto, ya no tengas que formar parte de este -explico.

—¿Y cómo hacerlo? -dice el anciano. -Puedes estar toda tu vida con ello.

—¡Es un riesgo! -le digo.

—¡O puedes dejar todo lo que la mundana ciudad ofrece! -dice el viejo-, y retirarte a los campos y bosques.

—En efecto, de eso se trata. Antes teníamos libertad, ahora con el sis- tema, la tenemos en partes. Una libertad delegada. Tenemos que lograr que ella sea plena. No con bombas destruyendo bancos, o entidades gu- bernamentales como los viejos anarquistas de la época. Usted, yo, ellos, todos. Pueden ser anarquistas. Estar en contra de todas las ficciones so- ciales y hasta naturales, bebiendo un café en su casa; pero con libertad, con paz, y tranquilidad de saber que ese tiempo es suyo y de nadie más. Que nadie rompa ese lapsus de milésimas de segundos que por derecho natural nos pertenece. Que nadie tome nuestro cuerpo a voluntad de hacer lo que se les plazca. Sea en el trabajo o sea por ejemplo en una relación de parejas cuando uno quiere dominar física, y mentalmente al otro. -La miro a Michelle que asiente sonriendo-. Que el mundo sepa que nosotros nos pertenecemos. Quiero disponer de vivir el día a día. Hoy bañarme en medio del Nahuel Huapi allá en Bariloche, otro día caminar por la calle Corrientes, cenar un buen puchero al estilo de los inmigrantes españoles, y mañana, no tengo seguridad. Encontrar a tal Quiroga y determinar por qué su alma sigue vagando. La anarquía para mí es eso, y no pretendo destruir nada del sistema. Hay gente a la que le agrada, pero tampoco dejar que me domine en cuerpo y alma. Y la única manera de vencerlo es generando tanto dinero como sea posible y retirarme dignamente, como dice Horacio, muy lejos, ya viviendo una vida que valga la pena vivir por siempre y para siempre.

—Bien dicho, mi amigo -dice el portugués-. Mis hormonas como le he hablado alguna vez fueron y son comunistas, como la barba, y el

sentido de lucha, pero hay algo de elocuencia, y mucha razón y verdad en esas palabras. -Bebe el último sorbo de su café.

—Amigos, ¿qué les parece si emprendemos el viaje? -cita Rodrigo.

—¡Bien! Hemos dado una gran lección de la palabra "libertad" -in- fiere Michelle.

Nos levantamos de la mesa. El anciano lavaría todo el desperfecto a pedido de él. Es un hombre muy celoso con su cocina en ese senti- do. No deja que nadie se acerque. Fuimos preparando algunos bolsos, ya que si bien no había mucho tiempo de viaje, no sabíamos que nos íbamos a encontrar, por lo que llevamos comida, agua, elementos para acampar. Lo que fuera preciso en ese entonces. La camioneta Che- vrolet de 1972 de doble cabina. En ese tiempo se hacían muy buenos autos. Los mayores dirán lo contrario, antes se hacían mejores y así sucesivamente continúa la cadena. El viejo la preparó de forma que pudiésemos ir cómodos. Cuídenla, me dijo con recelo. Es como un hijo. ¿Por qué será que los hombres tenemos esa afinidad por los lla- mados fierros? Automóviles, motocicletas, y ¿por qué no por otros elementos inanimados? Como los discos. Algunos manifiestan que es un escape de la realidad en la vida de casado, sin ofender a las muje- res que deben tener su forma de escape también al tedio de aguantar un marido burgués sentado en el sillón de la casa todo el día viendo fútbol u otros deportes. Abrimos el baúl y depositamos los bolsos, y otras chucherías. El viejo me dio las llaves y prometió ir al médico, en cuanto Michelle le clavó la vista de ultimátum por ese empréstito de la medicina. Ya ingresados todos en el carro. Introduje las llaves y esta maravilla me habló. ¿Qué desea? Quiero que nos lleves hasta un pue- blo alejado entre la frontera entre dos provincias, ¿lo podrás hacer? Un gusto. No era Kitt, el auto fantástico, aunque tenía su atractivo. Nos llevó en un primer arranque y nos puso desde la radio música de rock nacional para que el viaje se hiciese un tanto placentero. La músi- ca era de la mítica banda de los Abuelos de la Nada. Rodrigo sabía un tanto más de aquel menester, ya que mi residencia como la de mi fami- lia era en otro continente. Don José, que de música de rock no está al

tanto, extendió su júbilo por el jazz de Charlie Bird Parker. Algo que nos pareció maravilloso, y Michelle es carioca, y brasilera, amante de Vinicius de Moraes, y Tom Jobim. La bossa nova.

—Saben, me acuerdo de que el rock nacional con bandas como Sui Generis han tenido un contenido literario inmenso -digo.

Rodrigo asiente.

—La música ha variado siempre conforme la época -expresa Rodri- go-. Antes los tangos, ahora el rock, una balsa, una muchacha con ojos de papel y una colina en la vida.

—Allá en Brasil, también se han manifestado contra los sistemas que corrompen la libertad, lo que les valió la cárcel y el exilio a Gilber- to Gil y Caetano -cita admirada por ellos Michelle-. Hoy pueden dar- se el lujo de reaparecer, aunque las penurias no son pocas por tantos años de ostracismo, o confinamiento.

—Lo han sufrido todos, querida -dice don José-. Artistas que han escapado al nazismo con sus obras dando origen al mejor expresionis- mo, por mencionar alguien, Kurt Schwitters.

—El artista de collage -lo miro al mencionarlo.

—Puede ser, también músicos de estirpe, escritores de muchos re- gímenes demagogos.

—Hoy la música ha cambiado y no se habla de volver nuevamente a los tiempos oscuros. Creo que vendrán otros tiempos modernos, otras formas de dictadura

—Ya las hay, mi amigo -mira a la ventana el paisaje don José.

—Cierto -habla Rodrigo-, debemos entonces prepararnos para las nuevas enfermedades sociales con nuevos métodos de cura.

—Será un futuro incierto -se pone un tanto objetiva Michelle-, vivan el presente, solo les puedo otorgar esas palabras como aliento desde el interior de mi corazón.

Don José miraba atento los campos al llegar del otro lado de la fron- tera en el cruce del camino de las sierras. No podía creer su esplendor. Han pasado ya algunas horas desde que vengo conduciendo a Kitt.

El nombre que le he puesto a la camioneta me indica que paremos en la primera estación de gasolina. Justo en un primer plano vemos una estación de servicio YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales), industria seudo-nacional.

—Al descender del vehículo, fui directamente al empleado solici- tando que lo llene completo. Mientras esperamos, tomé el libro y se abrió como era de costumbre en la página en la cual el cacique hace su aparición.

*Alma-hue, hue Cuyúm. Colu-huer, Buta-cúra, Qürruf. Lolo, cheú, queley calcu.

Ka Quepadel cuchillo.*

eluel general, montu el huecú huera vey caligl vey huentru.

*(Donde hay almas, hay arena, rocas, tierra, viento. Cueva, donde está bruja. Tú traer cuchillo.

Dar general, quitar espíritu malo del cuerpo del hombre)*

—Enigmático y soporífero -asume en sus palabras Michelle- que se acerca justo cuando abro el libro.

Una pena que no ha podido venir Horacio que entiende un poco de la lengua ranquel, me digo. Otras palabras descifran unos puntos de encuentro. Michelle me pide el libro prestado. Lo mira y lo remira. Cierra los ojos y vuelve en sí al minuto, de hora reloj.

—Este cacique se encuentra en donde hay un cactus grande en forma de pulpo. Con un redondel de piedras. Allí se encuentra su toldería.

—¿Cómo lo supiste? -le expresé. Una imagen vino a mi mente.

—Veo el libro en su dibujo en el cual está él con Cactus.

—¡Está en el dibujo, quizás lo viste!

—¡No!, porque ha sido un presentimiento de visión real, fuera de todo contexto de un artista que haya hecho este retrato. Se encuen- tra desde la línea magnética como hilo de arbustitos pequeños, a seis leguas pasando dos médanos cuyos contornos yacen como terreno blando y movedizo sin solidez.

Se arrima Rodrigo y don José.

—¡Son guadales! -dice Rodrigo-. Arenas movedizas -debemos te- ner un tanto de cuidado. Si salimos de la senda será un peligro, aunque sea que haya una rastrillada y los arbustos pequeños deben ser alpata- cos, se utiliza su resina para encender fuegos.

—Dice más. Ahí en donde se encharca el animal humeante a lo lejos del pulpo en el accidente. -Con palabras contrariadas habla ella.

—Accidente se debe referir al relieve o una elevación de los méda- nos y arbustos que haya por los alrededores. Suele haber este tipo de terrenos en una sabana tan inmensa y triste.

—El animal es un lonco-huaca, cabeza de vaca.

—Es la cabeza de vaca muerta a metros del cactus del pulpo pasan- do en terreno de un hilo de alpatacos por los médanos cuidando de las arenas movedizas -descifra don José.

—¡Así es!, y algo más, alrededor suelen volar caranchos hambrien- tos -sentencia.

—¡Perfecto! -con vivacidad digo-. Podemos obedecer a las predis- posiciones de ella, no hay nada que perder. Hay una cierta convicción en sus palabras.

—¡Vamos entonces! -ordena Rodrigo.

El vehículo estaba listo. Pagué al empleado de la estación y ascen- dieron todos para continuar el trayecto a la toldería. Adelante condu- cía con Rodrigo de copiloto y atrás Michelle y don José. Si hay algo que tiene Michelle es una admonición secreta para convencer a las personas. Don José se había encontrado con una persona ideal para un ser de cincuenta y pico de años. Los misterios del corazón humano como pozos profundos en los cuales se guardan los placeres que se niegan suelen salir a flote como el agua que impulsa una erupción. Logros dados por el interlocutor con un abrazo, una mirada, ademán o unas palabras hábilmente utilizadas.

En menos de unas horas accedimos por el pequeño poblado de Jus- to Daract. Ingresamos y lo pasamos a gran velocidad, ya que no había razón para perder tiempo aquí. A seis kilómetros justos, Michelle me

dice que haga un giro con el volante justo a mi izquierda en la cual se bifurcaban varios caminos, en él sentí un choque diminuto con las piedras del camino. Una línea como ella nos dijo y los pequeños pas- tos, me señaló con el dedo estirando el brazo.

—Por allá es que debemos ir.

—¡Bien! -hago la maniobra en un costado.

Volanteo con audacia y retomo aquel hilo mágico que nos haga lle- gar. Eran un poco enfermizos y trémulos aquellos paisajes tan calurosos.

El polvo de la tierra se levantaba con intensidad hasta el punto de que tuvimos que cerrar ventanas de la camioneta. Proseguimos en me- dio de las huellas del camino hasta dar con una vertiente desértica de arenas. Dos kilómetros más adelante, Michelle me advierte sobre los médanos. Tuvimos que movernos lentamente pasando en medio sin tocar los guadales. Rodrigo observaba que no se nos quede en medio de ello, de lo contrario sería imposible salir de aquí si no es por medio de fuerza de caballos. Estos páramos son tan solitarios que ni siquiera las plantas e insectos se atreven a vivir. Ahora hemos pasado ya casi tres kilómetros, un cerro mediano se puede observar con un guanaco, especie típica del país merodeando. Queriendo indagar por los seres que se dirigían por eso sitios abandonados.

Veo el contador, y vamos por la quinta milla en el camino de las du- nas. El horario de las 2:30 horas de la tarde levanta el ardor del sol. En un descuido doy con el volante a la derecha y sin querer patino con la tierra que se mueve en inconstancias. Un descuido del relieve imper- fecto de aquellas erosiones eólicas que llevan el sedimento. Un viento comienza a soplar con fuerza, el polvillo se expande a todo alrededor. La visualización es cada vez menor. Continuamos a velocidad mínima por consejo de Rodrigo. Y de repente un golpe ¡¡Puff !! Inmediata- mente don José y Michelle se golpearon con los asientos de adelante y nosotros por suerte el cinturón de seguridad nos retuvo.

—¿Están bien?

Todos hicieron gestos especulativos. Don José se agarraba un poco la cabeza mientras Michelle acariciaba su hombro izquierdo.

—¡Fue un golpe!, no hay por qué alarmarse -dije para que no se geste un pánico escénico.

Volví a encender el motor y estaba perfecto. Por suerte podíamos proseguir, solo que ante la niebla de tierra espesa por el viento no se aclaraba. Descendimos con Rodrigo y delante de nosotros un mons- truo con tentáculos nos recibía. Era gigante e imponente. Sus púas eran largas como estacas, y parecía como si nos observara. Le dije a Rodrigo con cuidado, podría hasta atacarnos sin querer. A veces la psicológica mente imagina animales y seres mitológicos. Y acá dibuja- ba un leviatán, Kraken del desierto intentando comernos, una crista- lina falsedad de laguna.

—El pulpo Cactus -cita Michelle- y miren allá a lo lejos la cabeza de la vaca muerta, y una laguna.

—¿La laguna Lauquen? -dice Rodrigo-. En mis sueños el indio lo ha dicho, ¿pero no hay nada alrededor? Y es confuso.

—Hemos llegado parece -objeta don José.

Pienso que sí -respondo sin quitar la vista de aquella alimaña que ahora lanzaba infinidad de polvo y moscas del tamaño de un dedo.

-¡Larguémonos de aquí! –grito.

Nos metimos en el automóvil, pero para suerte de los dioses estaba una rueda estancada en un médano que evitaba el retroceso. Descen- dimos. Tomamos los bolsos y a caminar. Racionamos el agua por las dudas. Ahora lo importante era generar un plan para poder divisar ese toldo y al cacique si es que existe. Comenzamos pues a caminar por el sendero de tierra, el viento cada vez era peor y pasamos a unas cuadras el auto, para no perder el rumbo y poder regresar clavamos una cruz con una prenda toda vez íbamos en línea recta. Lamentablemente no encontramos nada. Continuamos rumbo. Ahora caminos de kilóme- tros a pie. Michelle extenuada dice:

-Miren ahí.

—Parece un refugio -habla Rodrigo.

—Nos miramos y fuimos corriendo. Al llegar se nos aparece nueva- mente el gigante con púas y al lado la camioneta.

—No puedo creerlo. Una miserable cantidad de metros eternos, y estamos donde empezamos-. ¿Qué ocurre aquí?

—¿Qué dice la brújula? -cita don José.

—No está funcionando bien, la fecha marca otros puntos sin deli- mitar el norte y sur.

—El magnetismo -habla Michelle-, ¡el hilo magnético!

—Hay que hacer un refugio, estamos al atardecer y el viento cada vez se encuentra más hostil.

Colocamos las carpas en las cercanías de la camioneta. No quería estar cerca del gigante, pero a lo mejor era una compañía más discreta que no tener a nadie en un lugar en el cual pueden abundar pumas. Dos carpas. Una para José, y Michelle, y otra para Rodrigo, y su servi- dor. Pusimos las estacas, y los hilos para extender las lonas. Luego, por las dudas de que lloviera, un cuadro alrededor de ellas como canaleta. Ya la noche entrante. Preparé un fuego potente para resguardar el gé- lido clima del desierto del Cuyo.

—¡Tengo un mal pálpito! -cita Rodrigo- y si no existe, ¿y si es solo una leyenda?

—No, todo concuerda con el libro: el paisaje, el cactus, el desierto.

¿Qué piensas, Michelle?

Ella no hablaba. Se sentó de cuclillas y cerró los ojos.

—Será mejor no molestarla -dije mientras traía la cena que no era más que comida enlatada.

—¿Y cómo haremos con el auto?

—Tendremos que empujar con fuerza hasta que la rueda se destra- be del pozo.

Michelle se acercó a cenar y no hablaba, se sentía taciturna como si la circunflexión de su ser estuviera captando algo.

—Tengo alguna impresión, pero es solo eso -mientras con el tene- dor tomaba el bocado de unas sardinas y arvejas.

El potente aire del viento fue más furibundo en su fervoroso so- plido. Terminamos de cenar y guardamos todo en el vehículo. En la tierra se levantaba una humedad. Un peludo salió de un escondite, se

revolcó en el piso de espaldas como queriendo rascarse en una sensa- ción natural, el olor del petricor nos avisaba que vendría posiblemen- te una lluvia. Estaríamos perdidos porque el barrial haría imposible destrabar la camioneta de su lugar. El animal volvió a su madriguera y cada uno de nosotros a las nuestras. Eran horas avanzadas de la noche y nos dormimos. El fuego con ese carácter frívolo se iba consumiendo en la leña de unas ramas secas que por ahí había esparcidas.

En el universo onírico de los sueños ocurren los sucesos. Han de encon- trarme y yo a ustedes y aquí estoy para dispar sus dudas. Soy el cacique perdido. Y les daré las pistas que buscan.

Su amigo guarda en su centro del plexo solar el espíritu del general que debe ser liberado en la caja escondida en la cueva. En la cueva de Salamanca. Ahí donde los diablos abundan y las brujas juegan a los aquelarres. Deben ir allí.

La cueva del pueblo de Sanagasta. Allá se hallaba el final. Pruebas han de pasar dentro de ella. Camino peligroso, mandinga está cerca. Húsares de su ejército han de aparecer. Los soldados del general ayuda- rán a salir del pozo aquel… La cueva… la cueva… va… a… (Un eco pro- fundo de la voz).

Las palabras me llegaron como zumbido del oído. Estaba en un sueño con Rodrigo, Michelle y don José. La entrada del toldo. Un indio nos esperaba parado en su caballo. Un centinela vigilante. Pasen a mi morada, sale otro indio con un poncho. Este lo mira a aquel en gesto afirmativo. Tímidamente ingresamos al toldo sin decir nada.

—A ustedes se los he dicho. La cueva de la bruja de la Salamanca guarda la caja. El alma del general Quiroga en un cuchillo como daga.

Alma-hue, hue Cuyúm. Colu-huer, Buta-cúra, Qürruf.

Lolo, cheú, queley calcu.

Ka Quepadel cuchillo.

—eluel general, montu el huecú huera vey caligl vey huentru.

—¡Ahora entiendo! Debemos ir allá, y encontrar esa caja con el cuchillo.

—Deben dárselo al hombre de bigote y este emprenderá el sacrifi- cio en pro del tigre que guardado se encuentra en la barriga de aquel

-señala a Rodrigo.

—¿Y qué puedo hacer para remediar esto que llevo? -con curiosi- dad pregunta.

—Usted no sufrirá peligro, solo hay que sacar a ese pedazo de es- píritu. Tome este brebaje, es una defensa contra los demonios que los ataquen en los sueños de la noche.

Rodrigo lo bebió entero sacando la lengua en asco de lo que se tragaba.

—¡Tú, mujer!, debes guiar su camino. Tienes los poderes de los destinos.

—Y ustedes son los hermanos deberán asistir al general contra los diablos. Tendrán ayuda de quienes lucharon al lado del Tigre de los llanos. Mantenga su calma, Armando, que el sueño de su mujer lo ele- vará del suelo, y lo mantendrá a salvo.

No discernía en absoluto que me decía aquel hombre. Eran raras sus palabras y lo que denotar quería. Miraba a todos nos miraban.

—¡Abra el libro! - le dice a Don José

Al abrirlo se ve el dibujo de la cueva. Una bruja y el relato de las pruebas. También los guerreros capiangos y el gualicho riendo en un pedestal a lo largo. Quiere decir que es el próximo capítulo que nos incumbe.

-¡La historia! Sí, ella. La historia comienza con el pacto de Quiroga con mandinga. Un juego de cartas. Este trampeaba bien de lo lindo, perdió el primero, ganó el segundo y empató el tercero. Cuidado, le dijo el malo, puede perder más de lo deseado. Solo es un juego. Nada es un juego. Quiere seguir, por supuesto. Borracho el melenudo conti- nuó el ataque sin pretextos. Este pidió ayuda y sin querer se metió en su regazo hasta el pescuezo. El juego solo era eso, la petición otra. Lo mencionó Paz en sus memorias con el ejército de gauchos capiango. Luego el mito de leer la mente. Su caballo el moro como consejero entrañable. La velocidad de la luz para saberse que puede llegar a des-

tino, y su falso cuerpo que creen que está perdido. Pudo escapar a su condena al recibir el disparo en el ojo del tal Santos Pérez. Un sicario de los hermanos Reynafé en la Córdoba dominada por ellos, pero esto lo llevo a vagar por el limbo perdido sin poder escapar del infierno que constantemente lo persigue buscando candidatos para batallar en la contienda del juicio final. Él, sus hombres, su enemigo, han sido elegidos. Por eso el hombre de las heridas no ha muerto hasta estos tiempos que vivimos. Él tomo el cuerpo (lo mira a Rodrigo) y ahora lo llevara a él y al anciano Horacio que enfermo está tirado en su recinto.

—¿Por lo cual hemos de liberarlo?

—El tiempo apremia, señores, apremia. Deben ir al norte a sortear los designios, y terminar con este rompecabezas. Los enigmas son va- rios. Y todo parece un dilema. No se hagan preguntas, solo déjense llevar por el presente que les queda. Ahora sin más que expresarles pueden ir tranquilos. Tomen el camino que les dice el libro. Una raya de tierra roja hasta aquel agujero subiendo por una ladera de un cerro.

Al salir de aquel toldo el viento soplaba sin cesar. El indio se montó en su caballo, un gran ejemplar de cabello amarronado claro, movió con otro zaino, un poco más bajo llevándolo con una soga la camione- ta, destrabando aquel pozo, luego se bajó del animal, y corto los lazos. Golpeó el trasero del segundo que disparó hacia la nada. Me miró con un gesto, el cual devolví agradeciendo. Este se volvió a montar en su corcel, y huyó a trote rápido. El toldo desapareció entre la tierra del aire, todo se desvaneció en el apacible clima que atañe. Era una tor- menta intensa la que nos precedía.

La divinidad del ensueño ha de traerlos de la dimensión en la que estaban. Ustedes pertenecen a otra realidad afable. Este es otro universo. Otro cosmos por el cual no tienen ingreso. Les he dado la pista para llegar a su objetivo. Les doy el saludo fraternal de los viajeros que emprenden los riesgos de la aventura en sus manos. El general se los agradecerá de por vida. Me despido por siempre. La alucinación ha terminado. Las dudas han sido disipadas.

Al despertar por la luz del día, en un ojo me dio por completo como un láser. Era una extensión que provenía del cielo mismo. La tormenta de viento y polvo había aparentemente acabado. Rodrigo despertó al ver que estaba incorporándome.

—Tuve un sueño insólito, mi amigo, había tomado un licor que un indio…

—¿El cacique? ¡Tuve el mismo sueño! Extravagante -le comenté.

—Muchachos -descubre la funda don José-, ¡es hora!, miren.

Al salir ambos el vehículo estaba en su lugar colocado del lado con- trario al cual veníamos, algo de lo más inusitado ante todo lo que has- ta este periquete veíamos.

—Debemos tomar rumbo a camino de cemento, al norte. A la pro- vincia de la Rioja -afirma Michelle.

—¡De acuerdo! -expresé.

Desarmamos las carpas. Guardamos los bolsos y arrancamos rum- bo fijo. Antes de colocar las llaves en el auto tomé el ejemplar y lo abrí, en efecto, el siguiente capítulo era la cueva. Se lo entregué para que leyeran mis amigos. Teníamos una dirección calculada y nos llevaría largas horas de trayecto. Bien lo dijo el cacique. En la caverna de la Salamanca. Con un semblante serio deposité el libro en la mano de Rodrigo. Este asintió con vehemencia sobre el encargo de la lectura prodigiosa de esta historia de caudillos y de un tigre rebelde en una leyenda que comienza a descifrarse. Giré la llave, el motor se encen- dió con ruidos graves. Vamos por otra nueva aventura, en un peligro constante que acecha. En un viaje a un lugar fantástico donde reina el mal para los que indagan en él (un soliloquio de mi mente se expresó).