Atrapados en la cueva. La odisea y los demonios bailan. El final se acerca
Entrad, pero os advierto que vuelve afuera
aquel que atrás mirase.
La divina comedia
Rompimos fila, cruzando un árbol seco caído en medio del sendero de tierra. Los grillos cantaban a toda emoción y los cactus que tantos había estaban en el contorno de la cueva de ese semicírculo imper- fecto. Descargamos los bolsos a unos diez metros de ella. Sentí desde adentro el sonido de la oscuridad y era tenebroso.
—Lo ha sentido, camarada dice don José.
—¡Sí!, como un escalofrío.
—También me ocurre -habla Michelle.
Rodrigo se acerca y se queda quieto tocándose el vientre de aquel espíritu dentro de sí.
—Es normal, mis amigos, es el ingreso al averno. Hay muchos en el mundo y este es uno -dice Cruz.
Hicimos un fuego y comimos algo en cuanto un zorro en una cum- bre aullaba y escapaba en la penumbra.
—Sepan, tres son las pruebas. El chivo, la serpiente y el basilisco. Deben enfrentarse de manera individual para permitir el ingreso. Luego un puente que se ha de cruzar y luego la puerta de piedra que se abrirá con tocar el símbolo de ahí, el oscuro precipicio al fondo. Escucharán gritos, miedo del miedo mismo. No harán caso, hay que ir por esa caja y salir lo antes posible. ¿Correcto? -dice Fausto.
Todos gesticulamos con afirmación. Terminamos y dejamos fuego a medio encender dentro de un círculo de piedras para evitar incendios. Tomé rápido el libro de mi mochila al abrir. Un dibujo del interior de la cueva. Sus párrafos eran en verso. Han de perderse dentro y los péta-
los marcaran la salida del sueño de la chica a su amado. No entendía, pero ya no importaba. Los bolsos resguardados. Debíamos esperar al horario de las 00: 00 horas que presente estaba, y en filas de dos cami- namos hasta el ingreso. El olor pestilente escapaba junto a un hedor de bestia podrida. La luna llena se exteriorizaba como único ápice de luz. Llevamos las linternas e ingresamos. El pánico de la oscuridad ju- gaba en falso con nosotros, los incrédulos. Alumbraba las paredes con dibujos. Fuimos bien adentro. Unos cincuenta metros. Un aullido se escuchaba del mismo zorro de las montañas. En un costado Michelle alumbra y una parvada de murciélagos huye al interior, ella abraza del susto a don José. Al llegar al fondo una voz de anciana habla.
—Debe pasar primero por el carnero. Para seguir rumbo.
—El chivo -dice Fausto. Se abre un hoyo en bajada y entramos a una sala. En ella se ven estalactitas y estalagmitas. Un cuadrado gran- de, un gemido de oveja como pastando tranquilamente. Territorial como ella sola. Ojos de mastín asesino. Y sus cuernos. Sus dos redon- deles rojos y luminosos se ven. El chivo maloliente. La pútrida sensa- ción de estar en los infiernos y que un guardián diferente al cerbero nos reciba. Haré como Hércules y pasaremos.
El animal se paró con sus grandes cuernos como un toro. Venía en saltos. Me saqué el abrigo que tenía puesto, para estar más cómodo en los movimientos y les dije que fueran, que me encargaría.
—Vayan ustedes, los alcanzaré. Voy a despistarlo para que pasen.
—¡Usted está loco, mi amigo! -grita don José.
—¡Sí! -me dice Rodrigo-, cuídate, mi amigo.
—¡No, importa, es solo una cabra! No podemos perder tiempo, hay tres pruebas que sortear para llegar a la daga.
—Oiga, mijo, tome esto -dice el rojo y se quita el poncho-, esto le va a servir
Michelle me abraza. Don José me mira con miedo, igual que Ro- drigo. Me abalancé hasta la bestia con cuernos y saqué el poncho en- gañándola con movimientos de torero. Esta siguió camino y chocó con una roca partiéndola en pedazos. Los demás corrieron al agujero
que seguía en bajada hasta la segunda cámara. El animal endiablado retomó el ataque y esta vez volvió con más furia nuevamente finteo, pero me empuja su impacto y caigo inconsciente golpeando mi ca- beza. Una nube negra y Milagros que me levanta. La cabra pone sus cuernos en punta dispuesta a clavar a su presa y Milagros me saca de la línea de fuego. Este confundido sigue de largo. Despierto y veo al animal allí.
Don José y el grupo llegan a la segunda cámara. La gran víbora ha de consumir los huesos de quien la enfrente, dice la voz de la anciana. El serpenteo se escucha. Y una boa gigante y peluda se desliza.
—Es mi turno -dice don José que toma un bastón con forma de garrote-, ¡vayan!
—¡Pero, vida -Michelle toma la mano de aquel hombre-, sé que vencerás -le dice y le da un beso.
—¡Ve de una vez!
—¡Pero!
—Vamos -dice Rodrigo-, no podemos esperar, ¡si llegamos a la daga será más fácil!
—¡Vayan! -grita don José-, ¡¡vayan!!
Salen corriendo. Ella no deja de darse vuelta. El portugués se acerca al animal, golpea su cabeza con furia ciega, esta intenta morder y él se corre. La víbora muerde su bastón y no lo suelta hasta quitárselo. Aho- ra don José toma una roca grande y se acerca queriendo golpearla. El grupo se ha ido a la tercera cámara. Don José sigilosamente arremete contra el animal, le golpea la cabeza y lo aturde, vuelve a retomar la tarea y esta esquiva la piedra y se enrolla velozmente en su cuerpo tra- tando de apretar sofocando y erradicando cualquier soplo de aire para asfixiar a este. El portugués se mueve con fuerza, pero los resultados son nefastos y cada vez se debilita más.
En la tercera y última cámara de pruebas un sinfín de piedras se aparecen. En las paredes se ve la sombra del basilisco del tamaño de un humano. Debemos continuar dice Fausto que mira a Michelle. Rodri- go se ofrece, pero lo detiene el rojo.
—Tú no puedes, tiene el espíritu dentro del recipiente, la daga debe ser tomada por ti -dice Fausto.
—¡Yo me quedaré! -dice Michelle.
—Escucha, las pruebas son eso, juegan con el temor, si te- men será peor.
—¿Pero ella no podrá? -le grita Rodrigo.
—¡Ella podrá! Todos podrán. Es la confianza que se tengan la que les permitirá llegar a nosotros.
—¡Suerte! -dice Fausto y le da un cuchillo grande-, solo acierta en su cabeza y esta desaparecerá.
—¡Bien! -dice ella, ya decidida en su destino.
El reptil se desliza con su sombra acurrucado. Ella alumbra con linterna y el movimiento en acto reflejo del bicho no da pie a su des- aparición animal. A paso sigiloso entre vetustas piedras y perdigo- nes de carbón quemado. Observa todo alrededor y ante el menor movimiento refleja con la luz, pero no capta nada. Solo el silencio puede notarse en la bruma de una oscuridad. La sombra aparece y desaparece. La linterna se apaga y queda todo en plena oscuridad. Michelle cierra los ojos ante el miedo. Recuerda, no debes tener mie- do. El pánico es el alimento de estos seres endemoniados. Detrás de ella rompiendo todo a su paso se lanza. El agujero sigue con una úl- tima bajada a un río candente de lava sobre un puente que recorre un largo tramo. Los abismos entre un mundo real e imaginario se fusionan de tal forma que nuestra visión termina en una espantosa o hermosa realidad mentirosa o verdadera. Antes de ingresar, una pa- red se presenta y del otro lado el puente. Al final la caja espera en una subcueva de este.
Michelle esquiva un ataque con la lengua de aquella bestia que ba- rre todo alrededor, y captura una piedra grande y la arroja sobre ella golpeando su hombro. Queda lastimada y el reptil escamoso de modo sinuoso se acerca, y la toma con su lengua pegajosa.
El chivo estaba áspero. Era un animal de un metro sesenta. Con cuernos levantados en punta hacia el cielo. Cualquier cosa que clavase
lo traspasaría, y su olor era imposible. Rancio cada ataque defecaba de manera terrible con el olor nauseabundo. Aún seguía entumecido con el golpe en la cabeza. Un poco de sangre se podía notar en la fren- te, producto de la caída. El chivo estaba como atontado observando como una imagen. Inmediatamente me incorporé. Debía fraguar un plan para traerlo a mí. ¡Tomé el manto! Nuevamente y lo envolví en una mano. Creé esta vez una pantalla, lo haría venir a mí nuevamen- te, me abalancé como queriendo encontrarme. Este se dio cuenta, y rascando la tierra con su pie, tomó carrera y se lanzó contra mí, nos fuimos los dos al choque. Al encuentro. Con sus largos cuernos siguió el engaño, famoso ardid de quien se va ciego hasta un punto. Patino al tocar esa pantalla que se creó con mi brazo extendido, siguiendo de largo. Luego corrí hasta una pared entre dos rocas gigantes que pare- cían cantos rodados. Este me siguió a toda prisa, sentía ya su olor des- de atrás y esas dos lanzas de su cabeza. Arrojé con el poncho contra la pared del lado izquierdo y me lancé del lado derecho al piso, y este se desvió intentando atinar el manto del rojo clavando lo más profundo que pudo el poncho contra la pared. Tan profundo que no podía salir de sí. El animal había caído en la trampa, e intentaba con fuerza e ím- petu zafarse, mientras defecaba, y gemía, y el olor era terrible. Estaba en el piso el sueño de Milagros era extraño y la imagen de ella desapa- reció. Me volteé, el chivo no estaba. Solo un humo rancio, y el poncho en el suelo. Lo tomé y me dirigí al segundo círculo.
Don José intentaba zafarse de la serpiente gigante que apretaba más, y más sus huesos. Estaba casi desvanecido y de su bolsillo tomó una pluma fuente. Todo escritor tiene una pluma fuente. Logró con un poco de fuerza quitar su brazo. La cabeza de la serpiente estaba justo del lado de su oreja izquierda y este con la pluma pinchó un ojo de ella. El dolor del reptil desarticula a esta de tal manera que se abre. Este cae tomándose la garganta por la falta de respiración. La voz de la ayuda le dice que escriba el final de la bestia. Escribe el final de la bestia. En su interior oía tales palabras y no comprendía. El animal se reagru- pa nuevamente y en zigzag se acerca. El portugués corre desesperado a
un rincón lanzando una rama podrida para engañarla mientras ella se arroja creyendo tener nuevamente su preciado cuerpo. Don José toma un papel y escribe rápidamente como todo escritor un párrafo.
La bestia sucumbirá en manos de la punta de una lanza de roca que caerá en su cuerpo, y otra en su cabeza y una tercera en su cola. Y su lengua saldrá de aquellas fauces con una última punta terminando to- talmente su sufrimiento. José Emiliano Sarachago.
El animal repara que del techo caen diminutas piedritas que to- can su cabeza, en cuanto se haya compenetrada queriendo enroscar la rama grande. Gracias a los efectos de las aguas minerales, las esta- lactitas formadas por ello se desprenden, grandes rocas volcánicas se desprenden. Primero una, luego otra, y en su cabeza y como profecía de las palabras de don José, una cuarta en su lengua. Don José, agitado por la respiración, se levanta del suelo. Lo veo y voy en su ayuda.
—Mi amigo, ¿se encuentra bien? -le expreso con asombro de no poder apreciar lo acaecido.
—¡Eso creo!, ¡ese animal era terrible! Serpiente gigante allá -señala casi sin poder respirar don José.
—¿Qué animal?
La alimaña había desaparecido. Una humareda nos lo comprobaba.
—¡Ha desaparecido! -explica encogiendo los hombros.
—¡Debemos seguir!, ¡no importa!
Fuimos a toda prisa a la tercera cámara. Michelle estaba herida por el golpe de la piedra. El lagarto la rodeó. Ella sin poder ver. Caminaba y este cuidadoso en sus pasos proseguía su orden como acechando una presa. De su cuerpo siente la viscosidad de la baba de aquella lengua llena de líquidos adherentes y bacterias. Enrolla todo su estómago y ella grita sintiendo que las fauces del gran basilisco la tragan. No te- mas, no temas, la confianza es más grande que la lanza y la espada. Usa el arma en el tiempo en que tu cuerpo toque su nariz chata. Alguien parecía que nos ayudaba desde lo lejos. Tal vez el general. Ella resistió. En sus manos tenía el cuchillo que Cruz le otorgó, con sus piernas
caminando con intensidad hacia atrás resistía, a veces cedía y otras se vencía, aunque el reptil era mucho más fornido y potente y poco a poco fue cediendo. La criatura la llevó hasta ella, que no podía ver por la oscuridad. Su pecho toca la nariz, y ella con furia expande un grito de guerra y clava la daga en la cabeza del lagarto. Este la suelta y el animal cae al suelo. El suelo parece tragarse aquel espanto de demonio y el humo se presenta. Aparecimos en la oportunidad justa. Michelle abrazó fuertemente como el lagarto a ella. Y lloró.
—Tuve que hacer lo que no pensé que haría -le dice.
—Era lo indicado, ¡eres una mujer valiente! -le dice don José-. Eres una Boudica, una Juana de Arco, ¡eres Michelle!
Ella carcajea y lo abraza nuevamente. Pongo en ellos mis palmas de las manos sonriendo. Esta es la mejor imagen jamás vista.
—¡Continuemos! Ya habrá tiempo de hablar y estrecharnos las ternuras.
—¡Bien! -ríe ella y se seca una lágrima con su mano.
Rodrigo y los demás siguen curso del camino descendiendo muy hondo en un viaje al centro de la tierra verniano. El tramo es intermi- nable. Cada vez parece que el olor a metano se vuelve tan profundo, y eso es un peligro de fugas que se pueden notar en las grietas. Rodri- go palpaba las paredes, y captaba aquel mínimo de gas en diminutos orificios. La lógica humana en la minería dice que el peligro es tal que puede matar en segundos, y lo recomendable es salir a toda prisa de tal lugar. Es por eso por lo que se acostumbraba a llevar pájaros. En especial, canarios, ya que son poco resistentes al metano. Rodrigo pal- paba y atrás de él, el rojo y Fausto Cruz. Nosotros continuamos viaje alumbrando a paso acelerado para lograr alcanzar a nuestros amigos. Rodrigo llega hasta la pared, de ella desprendía otras vertientes de gas. Piensa, Rodrigo, ¡piensa! ¿Qué hacer?
—Del otro lado está el puente -pregunta él a Fausto.
—¡Sí!, del otro lado tenemos el centro en el cual se guarda la caja.
—¡Perfecto!, tengo una idea. ¡Hay metano aquí!, voy a volar esta pared. El problema es que no volemos todos por las fugas.
—¡¿Suena peligroso?! -juzga el tal Fausto al ver los alrededores.
—Otra mejor idea no tengo, pero si intentamos cincelar estos blo- ques -los palpa con su mano- tardaremos semanas, conozco algo de métodos de minería. Volaremos desde el piso. El gas es mínimo, pero puede compaginarse con todo el trayecto destruyendo todo alrededor.
—¡Hagamo la prueba, cthe! Yo me voy a quedar adelante. Total, ya estamos muertos -dice el rojo.
Rodrigo saca de su mochila un cartucho de dinamita de poco po- der con una larga mecha. Pone los cartuchos en medio de suelo de la pared, y ata a aquella una cuerda tan larga como el hilo de Ariadna a Teseo en el laberinto del minotauro.
—Volvamos hacia atrás -les vocifera a ambos.
Cada vez, hasta llegar a la mitad de camino yendo a la tercera cáma- ra. Aquí enciende la mecha que rápidamente se dirige en chispa por el cable. Reza una plegaria mística
"Abre el centro de la pared con tu vara. Pide tu arma. Ha de marcar- me el sitio para poder avanzar. Tu seguidor lo solicita".
Enseguida se cubre de llamas todo el centro, el perímetro, y sus li- mites, al mezclarse el fuego en el aire con el metano. Corramos, dice Rodrigo. Salieron como rayos, con el fuego tras de ellos, la mecha con- tinuaba. En medio de la desesperación nos cruzamos. Corran, grita Rodrigo. Los escuchamos y nos vamos para atrás. La explosión es casi inminente. La mecha llega a destino y el efecto de la dinamita vuela todo el camino en pedazos. El estruendo nos golpea arrojando todos los cuerpos hasta la tercera cámara. Entre polvo y humareda en el aire se levanta Cruz. ¿Están bien?, pregunta. Todos nos levantamos atur- didos por la explosión.
—¡Mi amigo, cuando quiera hacer algo que sea extremista avíse- nos! -se burla don José.
—¡Era un recuerdo de las épocas subversivas! -dice Rodrigo.
—Bueno, tenemos un zapador en el grupo, eso es interesante -su- pone Fausto Cruz.
—¡Sigamos adelante!
Volvemos a lo que queda de camino y el color rojo del fuego se nota a unos cien metros. Nos dirigimos con cuidado. Mucho cuida- do. Todo era una catástrofe de dimensiones terribles. El gas se estaba disipando a otros sectores y avanzamos tan rápido que un calor extre- mo nos tocaba la cara en fusión con el aroma del azufre. Estábamos en terrenos infernales. Lo sabíamos claramente. El puente tenía unos doscientos metros, al interior de la cueva.
—¡Mi amigo! -le manifiesto al Rojo y le devuelvo su poncho.
—¡Gracias, mijo!
—¡Le devuelvo su daga! -dice Michelle a Fausto.
—¡Gracias! - Lo mira al rojo con gracia-. Es hora, mi amigo.
—¡Andemos pue!
—¿A qué se refieren?
—Ustedes continúen. Avancen tan rápido como sea posible.
Llegamos al agujero y nos metimos. Hacía unos cuarenta y cinco grados, tal vez casi cincuenta. Era sofocante. Fausto y el rojo se que- daron detrás.
—Ahora corran hasta el fondo y una vez que pasen el agujero que allá se ve estarán a salvo -señala con su dedo Fausto.
—¿Por qué? -le pregunto.
—Los capiangos, los muertos y esqueletos salen del fuego mismo. No- sotros nos haremos cargo, pero no podemos detenerlos mucho tiempo.
—Pero ¿y ustedes?, ¿qué harán? -pregunta Michelle preocupada por lo que vendría.
—¡Estaremos bien, señora!
—Nuestro destino como almas en pena es este. Terminar nues- tra misión.
—¿La muerte? -pregunta don José.
—¿Ah!? La muerte ya ha llegado y nos acompaña, es cosa nuestra saber que estamos destinados a morir todas las veces posibles hasta desaparecer y esta vez será la última en el infierno.
—¿Muerte, mis amigos? -les digo con gesto resignado a sabiendas de no volver a verlos jamás.
—Son cosas de la vida, señor César, ¡no importa!, lo que vean ustedes no paren de correr. No miren atrás. Recuerden unas palabras que usted por cierto sabrá reconocer. Prepárense para lo peor y esperen lo mejor.
—Es solo una frase de un amigo, de un poeta -asiento con la mirada nostálgica. La saudade como la he llamado en Lisboa. La palabra per- dida dentro del cariño, la amistad y el amor al prójimo.
Al pisar el puente con el primer palmo del pie corrimos como nun- ca. De la lava candente las fieras mitad jaguar, mitad hombre, con es- padas salían en forma de fuego. Los esqueletos caen del techo. Los cadáveres en vida se arrojan. Fausto saca su sable y corta la cabeza del primero que asciende. Luego otro y así, el rojo se quita el poncho y con su facón sigue la retaguardia nuestra arrojando cuanto demonio quiera abalanzarse contra ellos. Cruz lo alcanza y se ponen en el cen- tro espalda con espalda. A luchar con furia ciega. Uno lo estoquea a Cruz que se derrumba herido, pensando en Ana, se levanta y corta a la fiera. Luego se lanza contra la anatomía del esqueleto que cortando hueso por hueso con gritos de odio enseña los dientes y lo desarticula en cuanto otro dispara una flecha certera en su espalda. El rojo lanza a quien se le acerca, pero sus heridas de lepra se queman en sus ampollas como si se derritiera, corta a una fiera y el muerto detrás lo muerde, este se lo saca de encima y lo usa de escudo lanzando diablos que se desploman y regresan. Cubre a su compañero con un poncho en lla- mas. Todas las veces posibles. Una batalla eterna. Se levantan y caen. En infinidades reiteradas. La impetuosidad es hija de la pasión dentro del valor de los fieles que saben que caerán. Ave César los que han de morir te saludan Los dos están armados luchando sin cesar hasta ver que nosotros cruzamos el puente. Una de las fieras intenta lanzar su garra contra Rodrigo que último está y la daga filosa de Fausto es lanzada con precisión dando en el centro de la parte occipital de la fie- ra. Al llegar al agujero nos introducimos rápidamente. El clima mudó repentinamente de los cincuenta grados a dieciocho. De lejos se veía cómo dos guerreros luchaban.
Han de merecer el mayor respeto las almas de aquellos soldados de los
tiempos añejos que han de batallar por el resto de sus vidas. Ahora en su lecho de muerte dejaran de penar y la gloria los alcanzará por siempre hasta el infinito nombre de los héroes
Entramos sin mirar lo que ocurría en el estupor de los gritos de los dos guerreros. Era un hoyo frío, pero en él, una caja. Al entrar defini- tivamente una compuerta selló el ingreso, estábamos como atrapados.
—¡Nos quedamos encerrados! -dice don José-. Michelle y Rodrigo quedan apabullados.
Encendió la linterna y alumbraba. Era tan oscuro que no llegába- mos a visualizar. Solo se oían voces al alumbrar, las paredes tenían formaciones de caras atrapadas como gritando de dolor y las voces se hicieron cada vez más intensas. Tomé mi libro y lo abrí. Seguir derecho al fondo la caja espera enterrada en la piedra, no presten atención a los espíritus que las paredes encierran, menciona en su último párrafo.
—¡Continuemos!, ¡adelante! ¡Nos espera la caja! -aclaro. Adelantamos como pudimos. Ya cansados de tanto alboroto y des-
orden de seres imaginarios y temerarios. Realmente era un lugar de terror con todas las imágenes. Continuando un espacio redondo, tres caminos. Las voces proseguían su sufrimiento. La caja está enterrada en una piedra, expresa Rodrigo, como si supiera por causas extrañas. El libro lo dice y yo lo presiento, expone. Corrió una roca grande e hizo un hoyo con su mano derecha y luego la izquierda. De tanto ca- var apareció llena de polvo ella. La tomó en el aire y sopló limpiando una inscripción. El general.
—La tenemos y ahora debemos salir de aquí -dice Michelle.
—¿Son tres caminos? -pregunta don José.
—Tengo un pálpito de seguir en el de la izquierda -manifiesta Michelle. Abro nuevamente el libro, para ver qué pistas nos daba.
—Tres son los caminos, mas ninguno tiene salida ¡y si la creencia no es fidedigna!
—¿Cómo que la creencia no es fidedigna? -expreso con asombro por lo que el libro cita.
—Probemos. Cada uno entre a ellos -dice Michelle.
—¡Bien!
Cada uno entró, y cada uno de los caminos se sellaba sin salida. Recorrías un metro y un mural terminaba con los pasos. Al salir nos preguntamos. Ninguno tiene salida. Rodrigo golpeó con sus nudillos las paredes de cada sector pensando en una puerta secreta. Lo mismo don José. Michelle cruzada de brazos continuaba especificando que la de la izquierda podría ser a pesar de estar tapada. Estuvimos minutos y minutos queriendo averiguar la clave de la salida. Inmediatamente sentí el olor de unas flores y caminé adonde Michelle mencionó. Al agujero de la izquierda. El que tenía un mural grande a un metro sin nada como los otros. Cerré los ojos y sentí una claridad, un camino de pétalos se desprendían del techo como si infinidad de especies de ellas nos recibieran, mientras mantenía los ojos cerrados, les dije que me siguieran.
—¡¡Vengan!!, ¡¡vengan conmigo!!
Todos miraron extrañados. Al ingresar todos, continué como ciego que se guía por las flores que eran reales, en un camino que se marcaba de ellas y en su magnitud éstas eran amplias.
—Pero estaba cerrada esta entrada. ¡Hay un mural! -dice sorpren- dido don José.
—Aquí todo es sorpresa -le aclara Michelle que cierra también los ojos y huele el rico aroma de las rosas.
—¡No miren!, solo irrumpan ciegos de la oscuridad para poder ver la claridad -les expreso.
Lo que parecía un lugar sellado era una ilusión y ahora teníamos ca- mino y una luz al fondo. Todos como invidentes podíamos ver aquel sendero pacífico hasta dar con ella. Aquella luminiscencia eran los la- tidos de luz de estrellas de la noche que se asomaban desde el centro del otro lado. El lado negro de una dimensión nefasta. Nos dirigimos rápidamente a la salida. Prosiguiendo el paso de los pétalos salvadores hasta llegar en plena noche. El zorro gris aulló nuevamente y desa- pareció. Estábamos fuera de aquel tugurio del tártaro. Abrí mis ojos y todos hicieron lo mismo. La brillantez ya no podía verse. Era casi
horario del amanecer en los cielos nocturnos. Rodrigo tenía en sus manos la caja, pero no tenía modo de abrirla. No tenía abertura algu- na. Ni candado, ni nada. Era una caja con la inscripción del general.
Afuera de los arbustos un hombre con capa sale de la oscuridad de aquellos algarrobos viejos. ¡Se descubre y nos saluda!
—¿Me recuerdan? -nos dice el general La Madrid.
—¿Usted era quien apareció aquella noche? -cita don José.
—¡En efecto!
—¡Deme la caja! La abriré y sacaré la daga. Debo cumplir mi pago.
—¿Cuál pago? -pregunta Rodrigo. Este señala su vientre con el dedo.
—Hay que sacar el espíritu del general. No se preocupe, no dolerá. Solo es un tajo mejor y la herida se sellará inmediatamente.
—¿Por qué usted?
—Porque soy el encargado.
—¡Dale la caja, Rodrigo!, dásela con total confianza. El libro lo mencio- na: quien abrirá desde el filo del acero las entrañas de la cárcel del presunto condenado a una reclusión perpetua. Dale la caja y quedate firme como mi amigo esperando lo inesperado. El hombre debe cumplir. Es un alma en pena. El pago da la fortuna de enaltecer su nombre, y el de su familia.
Asiente Rodrigo, desconfiado ante quien le practicara de forma ex- terna una suerte de seppuku japonés. En medio de la noche las chicha- rras gritan. Este le otorga la caja. El general La Madrid la observa minu- ciosamente. Golpea con su mano. Un toque certero y esta se abre por arte de magia. Quita la tapa y toma de adentro de su tapiz terciopelo la daga. Una hoja doble filo con un mango de madera con inscripciones de una calavera y una espada. Se acerca a Rodrigo que respira hondo. Para- do como los cipreses de la Patagonia de manera estoica. Fortalecido por el valor de sus años de montonero, este se ofrece al sacrificio. Levanta su ropa y descubre su anatomía y la parte baja donde se guardan los ór- ganos del estómago, intestinos, abdomen, y el hombre toca con la pun- ta desde el estómago hasta llegar al ombligo de Rodrigo cuyos nervios reciben el calor del acero de los bajos mundos. Él grita con dolor. Nos
quedamos pasmados sin saber qué hacer ante tal situación. Don José iba a actuar, pero Michelle toma su brazo y hace un gesto negativo. El general dobla nuevamente el cuchillo y lo quita. Este se desvanece con la sangre vertida como la herida de Rodrigo que exhala el aire tomado.
—Mi parte ha sido cumplida, general, he de irme -el hombre salu- dó con un gesto, y retrocedió a los arbustos grandes de algarrobo. La niebla se compenetró en ese sector y un zorro salió escapando de tal lugar al llegar al cerro aulló por última vez.
Rodrigo se sienta unos instantes como débil.
—¿Estás bien, mi amigo? -le expreso con preocupación.
—¡Espero que sí!, ¡solo fue un rasguño! Un daño colateral ante la verdadera herida del Tigre.
—Es hora de retirarnos. De irnos -mira al cielo.
—¿Adónde? A la punta de aquel cerro, nos espera -dice Rodrigo.
—¿Quién?
—¡El general! ¡El único!