todos amigos, es aquí: todos nos saludamos. No estuvo más de diez minutos para expresar que hoy una tormenta se avecina. El misterioso rojo ya había anticipado el estruendo.
La mujer se nos acercó.
—¡Qué tal!
—¡Buenos días!, café para cuatro y dos facturas, ¿y usted?... -Miro a todos que asienten, luego al rojo que se encuentra direccionando la vista a la vidriera del negocio cruzado de brazos. Y gira el cuello hacia mí.
—¿Para mí?, ¿no tiene mate cocido?, ¿mi china?
—Ahora le traigo, ¡pue, don! ¡Ya les alcanzo el pedido!
—¡Gracias! -le expreso.
Michelle le preguntaba a don José sobre el libro que aquel biblio- tecario me diera en Buenos Aires, sobre tal asunto el rojo escuchaba atentamente y Rodrigo lo leía en su apartado indicado. El agujero de la cueva. Trataba de discernir lo que realmente quería explicarnos. Ese libro era un abanico de enigmas e historias de personajes que aparecen como de la nada. Revelaba secretos que nos indicaban el camino. Lo extraño fue la historia del rojo que no figuraba la primera vez que lo leí, como si apareciera por arte de magia. Ya todo era un tanto com- plejo. Me acerco al rojo, y le expreso: "Sabe, su historia es interesante. Ojalá encuentre el árbol". Él me devuelve la mirada y sonríe.
—¿Azi que pudo leer?
Don José se queda atónito con Michelle al escuchar lo que el rojo aclaró. Rodrigo no levantaba el cabeza, hipnotizado en el ejemplar.
—¿Qué quiere mencionar? -objeta don José.
—¡Sí!, ¿por qué encuentro cada vez que leo algo nuevo de lo viejo?,
¿por qué no se puede avanzar a otro capítulo?
—Eze libro fue escrito como memoria de un lenguaraz de la aven- tura del Tigre, su historia. Es la clave pa' salvarnos. En él estamos no- sotros. Ahora ´ste relato debe contarse de a poco, cthe.
—No comprendo.
—Nosotros debemos recrear eza historia. Debemos ir a la cueva y enfrentar lo que allí aparezca. Como el primer episodio. Con la llega-
da del auto averiao de 'ste -lo mira a Rodrigo que levanta la cabeza y corta lectura-, el general apareció.
—¿Entonces nuestro periplo ya está escrito y tiene final?
—¡Azi pue!, pero cuidao, lo que digas no es lo que hagas. ¡Ahí dice una coza!, y si hacemos otra o por cuestión extraña o de los actores se modifica estaremos en aprieto. Si no pasamos el primer tramo, el cuento se modifica.
—¡Claro! -piensa don José-, lo que dice aquí puede que no se cumpla, es solo un posible hecho de tantos. Nos presentan este y qui- zás ocurre algo y cuando volvemos a leer aparece mudado para bien o para mal.
—¡Azí pue!, ¡por eso usté! Don Armando le leyó mi historia de mí, el rojo. El hombre de la mazorca al servicio del general Quiroga en la juventud. El hombre de barba.
Ahora me cierra esta trama, cavilé para mis adentros. Es una locu- ra. Una cueva, un gaucho que se parece al Chacho Peñaloza y al que llaman el rojo.
—¿Y alguien ha de aparecer?
—¡Un enemigo, que jue!, 'e!, 'e amigo. Amigo desertor. De Buenos Aires. Es buino en sangre y experto en el sable. Ha de combatir capian- gos, y lancear cuando por injusticia encarcelaron franceses y piratas ingleses desalmaos. 'e buino en sangre y bien corajudo pa las letras en las cartas.
—¿Y cuándo ha de aparecer?
—Cuando eso con hoja lo requiera, 'e, de las sierras se nos venga
-mira el libro el rojo, y señala apuntando con un dedo machucado-:
¡ja! Lo ha de nombrar al don Fausto. Fausto Cruz.
—Pues espero, venga.
La dama del negocio (panadería) se presenta con una bandeja gran- de en forma de redondel. En ella tiene calculado en peso y geometría la posición de las tazas y en medio una canasta con las masas. La po- sición es una manera lógica de lograr un equilibrio exacto a fin de no generar un desastre de múltiples facciones, logrando infinidad de vi-
drios en el suelo. Deposita las tazas de café y el mate cocido. En medio de la mesa quita de su bandeja un canasto con masas, pan (cortesía de la casa) y las facturas. Era un buen desayuno para proseguir la travesía. Mucho recorrer en este día sin saber bien si debíamos escalar aquellas cumbres borrascosas de tierra, arenisca y cactus endiablados con púas salientes con agujas hipodérmicas. Afortunadamente no se ha cono- cido que lleven veneno. Es menester saber que por cada punto habrá animales esperándonos. Entre ellos serpientes y uno que otro puma. Nos referimos a la fauna de los alrededores. Siendo varios no sucede- rá nada que no podamos manipular. El problema era las víboras que llegasen a escabullirse en medio de los arbustos pequeños o como he mencionado las piedras en resguardo de la humedad por el profundo calor de las sierras de los llanos.
Sorbí del café un poco en cuanto me volcaba en mí mismo. En mis pensamientos. El rojo no quitaba la mirada. De antemano y con certe- za debería suponer lo que estuviese en mi mente. En cambio, los demás no parecían estar atraídos, sino por la delicia de un buen desayuno.
—¡Anda un poco suspicaz, mijo!, è al ñudo pensar tanto. ¡¡Esa an- gurria de querer yegár al general!! -insinúa el rojo, en cuanto en hara- pos mentales nota mi parecer.
—¡Hágame el favor de no leer mi mente! -protesto con resignada mirada-, pequeñas y lúgubres actividades pasan por aquí -y me toco la sien con el dedo índice-, no por razón de declinar este brillante suceso. No, al contrario. El hecho de salvar a nuestro amigo subyace más que so- lamente un alma y eso me inquieta sin dejar de mencionarte a ti, Rodri- go. Algo no se ha dicho, no se ha expresado firmemente, y no sabemos con qué fuerzas jugamos, aunque estoy dispuesto a aceptar y enfrentar a quien se me presente. Sé mezclar dos polos opuestos de indiferencia y pretensión. Heterogéneos en su estilo. Le restó importancia si no fuera por el deber y la responsabilidad de salvar un ser que ya se ha ido hace tiempo. ¿Vale el esfuerzo?, es la pregunta que todos nos hacemos aquí.
—Usted, mi amigo, gesticula demasiado. Su mente debe ser como un arroyo que fluye y abruma los pensamientos. Que se esparzan esas
ideas para ser reemplazadas por otras análogas que adviertan el error de las primeras y así sucesivamente -con media porción de factura en la boca y mascando explica don José.
—No has de tragar y hablar con la boca llena, es mala educación
-reprende a don José, Michelle-. ¿Qué piensa, Armando?
—En todo este extravagante peregrinaje que hemos de realizar. Esta congregación de personas que aspirara a realizar una tarea. Un pecado mal habido de una persona y una misión que nos pesa a nosotros.
—Es nuestro destino, mi amigo. Resolver los conflictos, atenuar- nos al más mínimo para cambiar los mundos posibles de lo que hemos de vivir. Paliar las fuerzas del mal que abundan en la tierra generando infelicidad repentinamente. No vamos a lograr salvar a todas las al- mas, ¡porque el trabajo del bienestar es un proceso de muchos, mu- chos años!, pero, aunque sea, con un poco de buena voluntad y buena fe en las acciones pequeñas, por así decirlo, lograremos salvar las nece- sarias -me explica Rodrigo con el libro en sus manos palpando la suave página que tiene un retrato del general y el piojo al lado de una dama. Su esposa querida, Dolores Fernández Cabezas.
—¡De hecho! -ahora es don José quien explica-. Nuestro destino está prefijado en nuestros pasos. Son nuestras acciones las que dan vida a la existencia. Son las que nos hacen admitir el orgullo sano de sentirnos útiles a la humanidad en la tierra, el infierno, o el cielo. To- dos claman ayuda y nosotros debemos por la buena hospitalidad del ser brindarla. Nosotros también podemos ser unos errantes del dolor, sufriendo día a día. Y el hecho de poder otorgar a la mano a quien nos las pide nos hace tan grandes como los dioses. Nos hace tenernos confianza cuando de peligros se trata. Nos hace apreciar la vida como nunca se ha apreciado. El poder, el odio, el orgullo, la intolerancia, y el ego son males intolerables transformados en guerras, asesinatos, escla- vitud, avasallamiento, genocidios, etnocidios, femicidios, deshonras, vandalismo, violaciones, crímenes sin castigo -la mira a Michelle que asiente con la cabeza gacha-. No podemos cruzarnos de brazos y per- manecer escondidos, y luego huyendo y volviéndonos a esconder y no
participar en esta lucha. El acto puro de rescatar un alma en pena es luchar contra el mal que fortalece estas bien llamadas malas palabras que trabajan en la cabeza del hombre.
—Observo mi nación, y veo alrededor quiénes ganaron y quiénes perdieron. Los buenos desterrados y los malos sobreviviendo. Arman- do, ¿qué quiere para su hijo Rodolfo?, es la pregunta que debe uno hacerse -pregunta Michelle- qué queremos nosotros como ciudada- nos del mundo. - ¿Queremos salvar las almas? ¿Queremos recordar a los muertos que han dado la vida y en vano?, no sé a ciencia y realidad por qué hacemos esto en nombre de un general. Un alma que no des- cansa y lucha por los siglos de los siglos contra el mal mundano. Solo puedo manifestar que hemos de ir búsqueda de esa caja, de esa daga y liberarlo del mal. Es algo pequeño, pero le haremos un gran favor en nombre de los héroes.
—Lo haremos por el hecho de ganar esta guerra que nos ha dividi- do desde Moreno y Saavedra, unitarios y federales, radicales y conser- vadores, peronistas y capitalistas. Lo haremos para equilibrar la balan- za contra el diablo que ya bastante pesada se encuentra por las penas que ha adquirido de todos aquellos que han perecido y han sufrido.
¿No lo creen? -pregunta Rodrigo.
—El Tigre Juan Facundo Quiroga será mi patrón a quien yo he de dar la vida y por eso estoy aquí penando como el Fausto, o La Madrid y su deuda. Hemos de elegir el sufrimiento eterno, podría cortarme,
¡ah!, ¡pero no! ¡Cthe! ¡Sería de chancleta, nomá!, ¡e no soy cobarde, pue! ¡He de liberar a mi general! ¡Y este librar una nueva batalla con- tra el malo pá tapar el agujero de donde sale quemando las mentes de los ciudadanos, cthe! -dijo tocándose su espada y su crucifijo de Dios, el Cristo y todos los santos que lo han acompañado en casi cien- tos de años.
Se rompe el pacto, y la lucha es inminente, esclarece el libro. El espíritu de aquel hombre santificado ha de combatir las influencias malignas de lo oscuro y este sin temerle a la muerte salta en medio de la negra penum- bra cayendo en donde lo esperen los soldados malignos y ha de acabar con
su mito cuando en medio del círculo cruce espada con el mismísimo señor de los bajo mundos antiguos -lee Michelle que tomó el libro, del rincón donde estaba Rodrigo.
—Eza pue é la nota por un daño que ha parido y nosotros los viejos ya carcomidos y enterrados lo seguimos como fieles perros que no han de despeluzarse pa nada.
—¡El hombre que llevo en esencia dentro se ha ganado el respeto!
-dice Rodrigo.
—Al liberar su mente y cuerpo él terminará el propósito en un due- lo. Y de ganar este no solo asegurará su libertad, sino que hay algo más. ¡Su familia!, su mujer, sus hijos viven en el hades, ocultos. Que- mados con la candente desgracia de vivir escapando de demonios que los persiguen día y noche sin descanso alguno. La verdadera razón de su lucha contigua con aquel Lucifer, ¡al que ustedes llaman mandinga!
-cuenta Michelle.
—Ahora entiendo el mayor suceso - sopesé-. ¿Cómo deter- minó aquello?
—Lo vi en mi mente en un sueño. El general desde arriba. En la tierra montañosa los puede ver mientras ellos lloran las lágrimas rojas de sangre. Él pide al Cristo desde el cielo en el cerro la ayuda necesaria, pero los contratos con ese mal son como una desgracia. En mi sueño he visto cómo sufren, cómo gritan y he sentido el dolor. El infierno que he visto como Dante. No es el limbo sobre aquellos que no pueden disfrutar de Dios sin bautismo, no es aquel en el cual Minos juzga y de hecho lo hace de la manera tan hostil posible, no es el de la gula rodea- da de fango podrido en su tesis, no es el de los pródigos, ni avaros, ni el de los perezosos, ni iracundos, nada, sino el sexto. El de los herejes mal castigados y de aquellos que pagan culpas ajenas. Lugar lleno de diablos, y vigilado por las furias Megea, Alecto y Tisifone. Diosas de la venganza. El general había sucumbido en un lugar candente lleno de lava sobrepasando su vida en el séptimo círculo en el cual un minotau- ro que representa la bestia lo custodia, sin llegar a las fosas del séptimo y el octavo, y a un noveno el tártaro. El más oscuro y tétrico sitio. En
el séptimo ingresan los violentos, asesinos, los violentos de sí mismos. Arrojados al río Flegetonte. Un río de sangre hirviente que simboliza la sangre que se ha derramado en vida como primer giro. En general con valor escapo engañando al minotauro con un truco de cartas. A sabiendas de su estilo de trampero. La apuesta era abrir la salida y per- mitirle ver a su familia en el sexto círculo. Primero se jugó el naipe y dando ventaja tiró la carta de la fortuna. ¿Otra mano más? Cumpla su apuesta. El mitad toro y hombre asintió con seriedad. Por su victoria le fue concebida la transitoria ida, y este huyó al primer periquete de descuido de los guardias que le facilitaron sin querer el escape perfecto. Al sexto intentó romper las barreras, pero le fue imposible. Aún tenía el pacto en el cual debería firmar el duelo con el malo, entonces fue hasta el centro a retarlo y este le expresó con malicia "el duelo ha de hacerse cuando tu alma sea liberada con la daga guardada". Los dia- blos capiangos se le abalanzaron y este corrió como nunca. Era rápido y hasta vertiginoso, como el propio viento, como un rayo. Abrió un hoyo de lo más profundo entre gusanos, lombrices y se arrojó hacia las afueras. Las manos de los demonios salían de la tierra y la luz del Cristo los quemó con fuerza. Inconsciente su fantasma que sentía el dolor tirado estaba. Los reflejos de los santos lo alumbraron, un caballo se le acercó tímidamente y lamió su patilla, y tocándolo con su nariz húme- da intentó recuperar lo que del reste. Era el amado piojo que rascaba con su pata la tierra con gemidos. El general desde entonces vaga en un fantasma a caballo. No quería manifestarles hasta estar segura. Aquel augurio surgió cuando arribé a Buenos Aires. Lo presentí y aquí estoy en esta parálisis de tiempo comentando algo que es totalmente ilógico, y es por ello por lo que me debo a esta misión -cita Michelle.
—El mal ha de caer, aunque sea con pequeñas acciones. Los dicta- dores han caído, algunas guerras fenecido, algunos maleantes enjau- lados con un juicio justo y el alma de Quiroga espera nuestra mano salvadora -canta con oratoria y soltura don José.
—Era lo que usted, Armando, ha manifestado. Algo no se ha dicho y me disculpo por guardarme el secreto de un resto de historia, leyen-
da o un sueño áspero y calamitoso. Que no es un sueño, al contrario, una pesadilla de un hombre y su drama. Usted como historiador des- cifra y la calma con que aporta datos históricos es fundamental para la investigación, solo que aquí ya estamos hablando de otra materia. Argumentos que deben ser conocidos dentro de la épica e indómita notabilidad transmutada del general.
—El libro, vea el libro -dice el rojo-, abra eze libro, ¡è vea por sus ojos, cthe, lo que la moza dize!
—En efecto, ahora el enigmático, en un pasaje oscuro y recóndito manifiesta el sueño de Michelle. Como si poco a poco este volumen escrito quizás por un taumaturgo de la hechicería completara todas las piezas. Como si de así decirlo estuviera escrito y se reescribiera en la aventura como supusimos con Rodrigo.
—Mis sueños no son una mentira. O solo imágenes vagas. ¡Han aparecido para describir!, tratarnos de demostrar los caprichos de esta historia.
—¡Cualquier partida se pondrá a mi orden a una voz mía! -expreso poniendo la palma de la mano en la mesa con un golpe-. Hemos de ir de una vez a terminar la misión encontremos lo que encontremos.
—¡Bien dicho!, ¡je, je! Tal vez pueda encontrarme con algún dic- tador y liarme a golpes como dicen los españoles -dice don José que ríe-, para el humor en momentos indicados, es el indicado este señor.
Pedimos la cuenta. La moza vino hasta donde nosotros estábamos. Pagamos y nos levantamos. En la puerta el burro se me acercó a la- merme. Era casi mediodía. Acaricié la cabeza del animal y luego este se alejó, un perro nos escoltó hasta las puertas de la camioneta. Una vez todos dentro coloqué las llaves y en marcha. Tomamos la calle de tierra derecho hasta la salida y luego de otra curva hicimos unas diez cuadras a paso lento. Un lugareño a caballo nos saluda y aprovecho para bajar el vidrio de la ventana y preguntar si estábamos bien ubica- dos en dirección a la cueva de la Salamanca.
—¡Buenas!, y disculpe.
—¡Buenas! -dice el hombre con boina.
—¿Sabe usted por dónde poder tomar camino a la cueva de la Salamanca?
—La cueva, mire, amigo, eze lugar no es bueno y la verdad nadie sabe bien por dónde más las brujas se vienen. Está por allá -señala un cerro escondido en pastizal y piedras. Con un relieve de tierra roja y arena. ¡Siga derecho pue!, pero nadie la ha encontrao, sino que muy pocos. No le recomiendo ir pa' allá.
—No, importa. Es por allá.
—Hable, ñato, no va pazar nada -dice el rojo desde la otra ventana baja.
El gaucho a caballo lo mira y agacha la cabeza con miedo como sabiendo de su leyenda.
—No importa le digo, seguiremos como dijo usted por ese sitio.
¡Gracias! - lo saludo.
—Vaya con Dios,¡ pue!
—Ese chapetón no conoce nada, ¡de naa!, vamos derecho por don- de dijo, pero doble pa la izquierda y de una vuelta por una curva, luego tenemos que ir a pie que ahí yerquita nos espera para ir a la cueva. Mas pa otro lao, e este tiene jabón, ¡por eso ha de decir señalando azi noma!
—¿Entonces?
—¡Vamo derecho pue!
Hicimos el camino que el rojo indicó, y luego una vuelta. Allí una cruz sin nombre, solo una tablilla clavada. No había inscripción. Ni nada, no podíamos continuar con el auto, ya que el camino se cortaba. Ahora era proseguir a pie con los bolsos. Descendimos del vehículo. Abrí el baúl y saqué el equipaje liviano por si debíamos subir una altu- ra media como para resguardarnos si caía la noche. Alimentos y agua teníamos por suerte. Cada uno se puso su mochila. El rojo en su pon- cho estaba bien, ni bolso ni nada precisaba. Un ser de lo más extraño. Solo como los antiguos su facón, un látigo, y un gorro que tapaba su pelo reseco y lleno de grasa que se ramificaban con su barba extensa. El medioambiente en el cual nos presentábamos poseía infinidad de piedras, a la vuelta de un camino que daba a un precipicio un cruce
con árboles cerrado por una roca gigante. Tomé un palo y verifiqué no llevarnos una sorpresa. En efecto, una víbora yarará debajo estaba esperando cazar algún ratón, o que nosotros seres humanos ingenuos cometiéramos el error de pisar sus dominios. Los árboles eran algarro- bos. Michelle me pregunta cómo se llaman.
—Son algarrobos –contesto.
—Son importantes para los riojanos estos árboles. Con ello su ma- dera y del fruto se obtiene una harina con la que se hacen pasta y bebi- das como aloja y añapa -expresa Rodrigo.
—Interesante -Michelle se fascina por la información al conocer los alrededores como si fuera un trabajo de antropólogo y biólogo.
Dimos otra vuelta al pasar por otro camino, llenos de cactus. Y podía verse un cordón serrano bello. Se podían ver cómo crecían talas, brea, pi- chanas, y espinillos de troncos retorcidos. Pueblan un poco más alejado un conjunto de bosques de chañales y cardones de gran tamaño en forma de candelabro. El rojo nos advirtió de los gatos monteses, gatos de pajona- les y pumas, pero la realidad es que no han aparecido. Tan solo un zorro gris que escapó y desde arriba de un cerro alejado. Tres figuras diminutas de guanacos, que se dieron media vuelta para seguir trayecto. Seguimos avanzando hasta dar con un camino de tierra llano sin piedras. Cerca, pa- rado en un árbol, un hombre de un traje de frac azul oscuro y un gorro con un palo de pasto en su boca ahí aguardaba, bigote, un poco de barba. Pantalones de la confederación muy antiguos. Como vestido de soldado. El rojo se adelantó. Me puso la mano en el pecho para que no siguiera.
—¡¡Aguarden cá cerquita, úé cthe!! -sacó su facón.
El hombre levantó mirada y lo vio y caminó tranquilo hasta este. Creímos que era una contienda. Ambos se cruzaron en miradas de malicia y parecía que una riña vendría. Estando a un metro devuelven rostros, y se dan la mano.
—¡Pasó tiempo, mi amigo! -dice el hombre.
—Azi!!, è pue!, gusto de verlo. -El rojo se da vuelta, nos llama con un ademán del brazo extendido como diciéndonos que fuéramos a su encuentro.
Al llegar, nos presentó.
—¡Fausto Cruz! Para servirles -el hombre me ve-, nos volvemos a encontrar, mi amigo, le ha servido el libro -dice con gracia.
—Pero claro!, ¡usted es el encargado del orden de la biblioteca!
—Esto muy patente y confuso, un poco intrigante y extraño, je, je -me río.
—En fin todo es difuso –se burla don José.
—¡Señores!, ¡señorita! -se toma el gorro en la punta para saludar Fausto-, ¿podemos proseguir?
—Totalmente de acuerdo -opino con acierto, por esas conclusiones que me he tomado, saqué de mi bolso el libro y comencé a leer parado. Rodrigo iba a la delantera tomando las riendas con un bastón. Cruz se adelantó para guiarlo y el rojo le seguía atrás sumido en sus cavila- ciones. Don José y Michelle conversaban sobre cuestiones que hacen a los noviazgos tempranos hablando portugués. Una nueva historia vendría, la de nuestro amigo Fausto. Un nuevo dibujo. De un hombre a caballo con sable en mano. Su leyenda es conocida como soldado, sargento fiel a las fuerzas del general Paz y de La Madrid. Años des- pués desertaría… nace su historia.
—Se cuenta en las pulperías que el porteño ha muerto.
—Son solo leyendas.
Era la hora del sol ponerse y ya habían avanzado lo suficiente en esos páramos áridos donde ni una hierba sirve para alimentar al bruto del sargento. Maldita sea la suerte que los metió en la trampa del Tigre de los llanos. No quedó más nadie que él, y su zaino en aquella batalla de la cual el milagro de la vida se hizo presente. Parecían avispas los infantes del muy desgraciado Quiroga. La mayoría se retiraron del combate. El general La Madrid fue vencido y con vida sacó junto a un puñado de hombres el boleto de escape, pero el porteño se quedó a aguantar el terre- no junto a un grupo reducido. No por nada le llaman el mastín. Uno a uno caían los desgraciados unitarios ante la oleada infernal de capian- gos. Este salamanquero y su brujería. No es leal recurrir a las entrañas del averno para vencer de manera desigual un combate. No, señores, no
es digno. Todos muertos por las filosas garras de tigres con ponchos ma- rrones que esconden sus caras de hambre. La sangre vertida en el cuer- po del sargento Fausto Cruz comenzó a caer en chorros por las heridas que no eran de gravedad, sino al honor por ser el único sobreviviente de aquel desastre.
Ahora en medio de un desierto a paso lento camina el unitario venci- do por la noche del cielo estrellado. Las estrellas son su guía, su brújula en los rincones del laberinto nocturno. El mastín descendió de su caballo y ambos pararon en un roble solitario. ¿Estaremos vivos?, se pregunta.
¿Habrá alguien a quien recurrir? Todos han muerto. ¿Estaremos vivos, compadre? El zaino agotado agachó su cabeza por un racimo de yerbas secas que halló en el suelo caliente.
El unitario tomó un poco de agua de un recipiente que traía consigo y dio de beber al manso fierro que no solo era su amigo, sino parte de su cuerpo. Ambos, el porteño y el fierro, como si fueran un centauro mito- lógico con sable en mano. Y ahora los dos como siempre victoriosos en la lucha y unidos en la derrota viajaban quién sabe dónde. La noche era amiga de la oscuridad que invitaba al canto de los grillos y con el peligro de las fieras de montaña que acechaban por un pedazo de carne fresca humana, o de otro animal.
Fausto tomó algún leño y prendió un fuego para levantar el ánimo que tanto hacía falta. Un poco de maíz guardado en el bolso. Algo para cenar y tabaco para calmar la ansiedad mientras atizaba aquella luz que les daría abrigo en el frío nocturno y proveería una suerte de fuerte ante los enemigos salvajes.
Tras la pitada el porteño se detuvo unos instantes a pensar. Se tocaba la herida fresca de aquel zarpazo. Logró acertar en el pecho de aquella bestia, pero otra y otra y otra le arrebató la victoria de aquella muerte cortándolo. Tomó el facón y con espada y cuchillo en medio de un círculo mortal, le quemaban agrediendo su orgullo con la risa de un sable filoso. Por cada asalto, el mastín embestía; prodigioso fue que aquella muralla enemiga se abriera ante un golpe bien dado al corazón del tigre para correr hasta donde el fierro se encontraba. Un capiango quiso manotear
al zaino, pero la baleadora del criollo que prontamente tomó de su lienzo fue arrojada contra las piernas cayendo el paisano que recibió en segundo el filo del mastín. El caballo nuevamente a su lado. Este subió en su lomo. Y retomó hasta el ala derecha del batallón que venía cayendo como hojas secas del árbol del otoño y tapados por el viento de la arena. Y ahora Fausto Cruz espira una bocana de humo del tabaco.
Fierro se echó a las andanzas en apurones, la muerte corrías tras de ellos. Es ahora, pensó. La muerte siempre le había pisado los talones como a muchos. Como a tantos. Entre ellos al rojo gaucho que sirvió a muchos desde terratenientes, gringos y banqueros como mercenario transforma- do desde que lo agarró el Chacho en federal y con Pringles dio leña a los godos y buena hora formaba parte de la tropa de lanceros del Tigre. Y en un futuro al señor de las tierras del interior de Buenos Aires. A tal Rosas luego de Dorrego y el golpe fulminante del plomo en su cuerpo. Y ahora años atrás estamos en su génesis. En la cálida enemistad de hombres las tierras se dividen en caudillos sin determinar la verdad de la razón hu- mana. Ahora él huye del ejército de don Facundo Quiroga. No era hora. La hora llega en la noche en que ese criollo junto a su fiel fierro descan- san. Una última bocana de humo y ahora sí es hora de parar aquellos tétricos pensamientos. El deceso no es un atentado cuando el orgullo de la lucha tiene el claro objetivo de libertad. De algo le había servido batallar allá en años de su juventud contra los godos, contra portugueses, indios y ahora criollos.
El fin se aprecia ante la parca, cumplidos los designios que se nos han mandado. Es ahora cuando la última expulsión de humo se une con el humo de la yesca caliente del fuego que se mantenía prendido como la preponderancia interna de aquel sargento unitario y ahora es hora de cerrar los ojos y dejar las cavilaciones para otra noche eterna. La guerra aún continuaba. Los sueños comenzaban.
Fausto recitaba y sus ojos se cerraban ante el cansancio. Ahora el sueño de los héroes es unánime y en él se encuentra el tal Cruz de pequeño en un campo de maíz de la mano de su padre. Ambos yendo a controlar el crecimiento. Un paisano lo saluda al tal Cruz mayor. El sereno de la
casucha que se encarga de cuidar la cosecha. El padre le indica a su hijo marcando con su mano aquellos maizales.
—¿Vez cómo crecen? Así debe ser la vida. Ser fuerte. El mundo es para quien tenga la determinación y el temple necesario para aguantarlo.
El padre de aquel pequeño tenía la razón del sabio que ha recibido la condena del sufrimiento de paso de los años de ser un peón, un solda- do, y tantos otros designios que la vida le puso en frente. Pequeño Cruz miraba cada tallo crecido, apuntando al cielo. Cada uno demostrando que era capaz de vencer a las fuerzas de la naturaleza, y esa era la medida de quien debe probarse ante el poder externo que no es otra cosa que la mala racha. La obra del demonio queriendo torcer nues- tro destino para que el dolor nos consuma bajo el nombre de la mala suerte, esa que nos pone todas las piedras en el camino, y hasta muchas veces nos obliga a cruzar un río imposible donde las aguas se vuelven interminables olas que buscan tragar nuestros cuerpos y traigo esta me- táfora que es la viva realidad de una pesadilla que acecha al tal Cruz durante muchas noches, sin dejarlo dormir. Al levantarse como toda pesadilla se encuentra agitado, con los fluidos corporales que recorren su cuerpo en toda su anatomía. La secuencia era la misma de siempre. El pobre Cruz está asustado, desnudo como Dios lo trajo al mundo. Un frío recorre su cuerpo. El piso arde como si hubiera brasas. Estas que- man sus pies hasta un calvario y el río lo espera mientras en el exterior de hombre el frío helado lo acaricia y la fiebre de su cabeza aumenta. Calor, frío, frío, calor. No aguanta y debe saltar en las aguas. Con olas interminables que abren su boca desesperadas por aquel individuo. El hombre sin poder resistir más de lo debido se lanza. Intenta nadar con fuerzas, pero la corriente no lo deja. Intenta sin éxito. Algo lo golpea. Una fuerza intermedia que lo empuja hasta un fondo lleno de peces de colores. Pierde la respiración, y los peces de colores redondean su cuerpo, giran en un único grupo de casi cincuenta formando círculos alrededor de él. Él los sigue con la vista al encontrarse en medio de tal grupo. Hasta que uno rompe la fila de aquella carrera circular y ataca en su pecho mordiendo brutalmente la piel hasta desgarrar parte de ella,
luego otro realiza la misma operación y ahora un sinfín de ellos atacan el cuero cabelludo, uñas, miembros hasta quitar las primeras capas. Luego la extensión de los músculos, luego órganos que poco a poco dejan de funcionar. Ahora Cruz observa su cuerpo al rojo vivo con la sangre escapando de todos los poros y observa sus órganos cómo funcionan y cómo esas bestias los devoran y ahora su corazón que poco a poco late es arrancado y es llevado por las aguas. La tortura sigue y solo de lo que fue aquel hombre un esqueleto de huesos podridos yace. Fausto sigue consciente. Los peces cesan su ataque y desaparecen. Una sombra gran- de aparece. Un pez gigante del tamaño de una ballena se hace presente, abre sus fauces. Fausto intenta moverse, pero no puede, solo es huesos y un poco de carne. La bestia traga lo que queda de aquella persona. Fausto grita. Grita nuevamente. Ahora abre los ojos y está entre cuatro paredes de una habitación. No reconoce el lugar. Se siente mareado. Levanta un poco su mano derecha, la cual verifica que tiene una venda a su alrededor. La baja. Su mente está como nublada. Siente la poca visión de los alrededores. Apenas puede mover las piernas. Vuelven a cerrarse sus ojos. Todo se vuelve oscuro nuevamente.
Una mujer aparece sin expresión, era el amor de la bella Ana…
Y no puedo dejar que el recuerdo rompa el esquema del tiempo en que prometí que estaría a tu lado, mi dulce Ana, por la que juré amor. Y te dejé el día del funeral de las rosas. Todas estaban marchitas, y tú en aquella cama postrada con la matrona que rezaba por un segundo más de tu respiración. Al llegar estabas ahí, inmóvil e intangible en todo tu cuerpo, y junto a las flores que en mis manos traía para adornar tu alma te otorgué una tarde del espíritu que me quedaba. Era la cura precisa. Al cerrar las puertas de la casa no quise mirar atrás. Ese había sido el pacto de andar al que la bruja que a tu lado estaba me reclamaba. Y me fui. Canté al cielo una plegaria mientras las lágrimas vertían en el suelo. Ellas quedaron ahí para que algún día crezca de la madre tierra nuevas rosas que puedas querer tanto como me quisiste.
Ahora Fausto Cruz marcha de batalla en batalla en un paraje macabro la pierde por siempre, se acuerda de su padre, de su amada
Ana, de su caballo fierro. La guerra. La muerte. La vida…, su alma pena por siempre del destierro, el malo quiere su cuerpo para formar el ejército.
Al leer estos párrafos No pude evitar acercarme a él.
—Don Fausto. Le prometo que liberaremos a Quiroga, liberare- mos la daga. Tu demonio, Rodrigo. Su pena, Rojo. Los liberaremos.
—Ha escuchado mi historia y le agradezco, mi amigo -habla con fla- queza Fausto-, tengan presente que los peligros de la cueva son eternas trampas que han de sortear. Le explicaré que nosotros no podemos en ninguna circunstancia actuar ante aquellas, solo podemos serles fieles como guardia cuando se abran las puertas, por eso estamos aquí.
—¡Azi è, pue! Los diablos se les van a ir al humo, junto a eze vil sicario de Santos ¡que va pagar como los jotras bestias!
—¡Será una gran contienda! -Cruz saca de un bolsillo de su traje de color azul oscuro seco con hombreras un medallón de su amada Ana, lo frota-. ¿Me hace un favor? -me dice.
—¡Sí, seguro!
—Luego de terminar esta historia, podría enterrar este medallón allá en Buenos Aires, en el cementerio de un pueblo lejano. Se llama Azcuénaga. Entre medio de plantas y árboles hay una lápida de ella. No quiero que pase más tiempo sin poder dárselo. Era un regalo,
¡pero, bueno, me morí! Y ella también y la verdad quiero que lo ten- ga. No sé si volveré a verla cuando esto termine en el otro mundo, pero quiero pensar lo feliz que sería si supiera que un presente mío llega y me haría el ser mas dichoso y afortunado¿Quizás les parezca tonto que un fantasma se ponga feliz? ¿Que sufra? Es mi pena, sabe, y siento un dolor por ello que es difícil de explicar. El amor es el úni- co sentimiento que no muere, que vive por siempre. Podemos irnos, pero él se mantiene impoluto en una carta, en una frase, un cuadro y un medallón. ¡Hágame ese favor!
—Delo por hecho, mi amigo -le expreso con total franqueza-, delo por hecho.
—Yo lo acompaño -dice Rodrigo.
—Y nosotros también -habla don José que posa su mano sobre el hombro del unitario romántico.
Michelle se puso triste a sabiendas y podía ver cómo don José tenía sus ojos rojizos, algo parecido en Rodrigo y mi persona. Fausto podía conmover. No por nada el rojo lo apreciaba tanto en el nombre del valor de la amistad, luego de ser por tanto tiempo enemigos.
Continuamos rumbo hasta dar con un sendero sin camino, ni huellas. Era una multiplicidad de piedras con barrancos un tanto peligrosos en su- bida. Nos movíamos de a uno. Primero Fausto, luego el rojo y después este que escribe y sus amigos. Intentábamos no tentar a la parca que siempre estaba presente entre nosotros a la espera de alguien que se equivoque. Se formaba pues un desfiladero, aquí era el verdadero cuidado. Del lado de la pared salían ramificaciones de yuyos secos, cactus parecidos a pulpos gi- gantes con sus púas. El musgo y el aserrín de la tierrilla. El viento comenzó a hacer sus estragos empujando del lado del precipicio.
—No miren hacia abajo -grita Fausto Cruz.
El rojo continúa adelante y Fausto se queda. Le señala al rojo que continúe, que no hay peligro. Son fantasmas, no deberían sentir mie- do, tal vez lo manifestaban por nosotros. Michelle iba de la mano de don José y Rodrigo atrás de todo.
—Tiren sus bolsos del lado de la pared para generar una suerte de peso del otro lado.
El piso estaba más inestable y cada pisada partía la tierra en peque- ñas rocas que caían al vacío de un abismo.
—Quiero pensar que habrá a la vuelta otro camino un tanto gene- roso, y persuasivo, ¿no? -dice don José.
—No se queje, mi amigo -le comenta Fausto-, los hay peores. Les prometo una llegada y un regreso de paz y, si no es así, que me lleven los demonios -dice irónicamente con un viento fuerte que le toca la cara con su pelo seco.
—Graciosos son los argentinos que se toman todo para la broma,
¡hasta la muerte y el peligro! -aclara el portugués- y nos mira a Ro- drigo y a mí.
—Oiga, no la estamos pasando muy bien que digamos. -El viento tapaba la cara directamente con polvillo de tierra rojiza.
—¡Sigamos camino!, mientras más rápido mejor -dice una audaz Michelle que no siente pánico como nosotros, benditas y poderosas sean las mujeres.
—Continuamos hasta llegar a la cumbre de un punto de inflexión en un costado en el cual se podían sostener los bolsos. Llegamos a un punto en el cual no se veía camino. En el costado derecho continuaba hasta dar con un atajo en subida lleno de malezas.
—¡Cuidado aquí! -dice Fausto-. Podemos continuar o podemos cruzar por aquí -señala el atajo en subida-. Sugiero este, rojo, percatate de que no haya en los suelos serpientes, ni ninguna otra alimaña -y le pasa su sable.
—¡No!, tengo el mío y saca su gran facón. -Corta de a poco como machete la maleza hasta llegar a una cumbre un poco menos hostil.
Cortamos camino y subimos con el último aliento del cansancio. Sa- qué una botella de agua de mi bolso y ofrecí primero a Michelle por cues- tión de caballerosidad y luego a don José y Rodrigo, los más viejos, des- pués a las ánimas. Me parecía increíble que tomaran agua. Que bebieran mate cocido tal vez. Fausto bebe y de leer la mente se encarga como el rojo.
—Somos fantasmas, amigos, pero materializados como muertos vivos.
—¿Zombis? -le digo discurriendo en razones y supuestos.
—¡Algo parecido! No conjeture supuestos no calculados,
¡fluya y punto!
Fruncí el ceño como quien no entiende, como quien nunca entien- de. Continuamos y uno a uno llegamos a la cima. Era bello ver el pai- saje serrano de los llanos. Seguimos hasta una mini bajada. Esta vez podíamos por los menos descansar las piernas.
—¿Paramos por aquí? -dice Rodrigo.
—¡No!, ¡ya casi llegamos!
—¡Pero está cayendo la noche!
-¡Por eso mismo! -dice Cruz-, a la cueva se accede de noche.
En efecto estábamos ahí cerca y el sol se estaba retirando. No íba- mos a armar campamento y el que quisiera comer algo lo haría en el camino, debíamos ir a la cueva. Dimos una última vuelta y el rojo se- ñala extendiendo el brazo putrefacto.
—¡Por allá, mijo!, por allá.
—¡Caballero, damas, hemos llegado! -dice Cruz.
—La cueva de la Salamanca.