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Chapter 6 - La llegada al nuevo continente. Comienza la aventura.

La llegada al nuevo continente. Comienza la aventura.

Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…

Carlos Gardel

El vuelo fue preciso y arribó al Aeropuerto de Ezeiza en el horario indicado. Al descender podía percibir con todos los sentidos ese aire del otro lado del Atlántico. En el hall de ingreso un hombre senta- do con un bandoneón. Una maleta abierta y unas monedas que eran arrojadas al compás del sonido musical de aquel instrumento. Alguna vez pensé que sería harto formidable una mezcla con el fado portu- gués. En toda una instrumentación de ritmos, los latinos solemos fu- sionar todo aquel sistema musical que se preste a crear arte callejero. Candombe del Uruguay, tango argentino, samba brasileña, jazz nor- teamericano y todo el folclore de las naciones. Realizamos el papeleo y fuimos por nuestras maletas.

Veíamos uno a uno los embalajes que venían e iban. Uno debe pro- curar ver dónde van a parar, siempre ocurre la magnífica casualidad de quien se lleva la maleta equivocada. Milagros es un tanto perspicaz para estos negocios y si tiene que guerrear cuando ocurre este tipo de situaciones es la primera en tomar el escudo y la espada cual guerrero que defiende el castillo del rey.

Afortunadamente estaba todo en orden. A la salida del aeropuerto nos dimos pie a la salida. Al primer taxi que vimos le levantamos la mano como es de costumbre para que este parara. Cuidadosamente estaciona en el cordón de la salida. Abre la puerta el chofer para ayu- darnos con las maletas.

—¡Buenos días!

—¡Buenos días!, queremos ir a la calle Viamonte y Pellegrini.

—¡Perfecto!, le ayudo con los embalajes.

—¡Por favor!, ¡gracias!

—¡No son de por aquí! No, aunque a pesar de todo tiene un exce- lente español.

—Soy argentino, pero con mi familia -señalo a mi mujer y mi hijo- vivimos en Portugal.

—La península ibérica -se toca la cabeza, rascándose el taxista.

—Así es, de hecho, la península equivale a España y Portugal más sus islas -corrijo delicadamente al hombre. Todo historiador hace ese trabajo, corregir.

—¡¡Ah!! -frunce el ceño el señor que no estaba muy al tanto de la geografía del Viejo Continente.

Uno a uno se guardaban los bolsos de viaje ya dispuestos para que al cerrar su baúl del auto el taxi nos lleve. Al ingresar me dispuse a viajar delante y Milagros y Rodolfo atrás.

Como siempre sucede nos pusimos a charlar con el taxista. Un hombre del interior de Buenos Aires, de Tandil. Un pueblo a unos 300 kilómetros de la ciudad porteña.

—¡Qué bárbaro!, ¡que vuelvan aquí a esta ciudad convulsionada!

¿Vienen por vacaciones?

—Sí, también para una investigación. Trabajo en una editorial y preciso sacar unos puntos sobre historia argentina, que solo aquí po- dría procurar.

—Está bien -medita el chofer-, la Argentina ha cambiado desde que se fueron esos dictadores, y la guerra.

—¡Muy acertado!, hace años en la llegada de la democracia vini- mos a visitar.

—Entonces saben bien que la economía es desastrosa. No se puede laburar (trabajar).

—¿Por qué lo dice?

—Cada vez somos más. Muchos vienen desde el interior del país tra- tando de encontrar mejores condiciones de vida. Hace años que estoy en la urbe. Crie a mi familia, en estas tierras de asfalto; pero a veces preferiría volver a las sierras. Por lo menos en la naturaleza uno puede estar mejor.

—¿Y qué le impide regresar a su tierra?

—¡Muchas cosas! Vivir, por ejemplo -suspira.

—¡Tiene hijos y mujer!

—¿Es una pregunta? ¿o un hecho?

—¡Un hecho!

—Sí, tengo, como supuso, podría irme con ella. Los chicos ya están grandes, y hacen su vida.

—¡Y bueno!

—Lo que ocurre, y aunque parezca extraño, es que estoy como amoldado a la ciudad. No la quiero y ella quizás no me quiera, pero nos necesitamos. ¿Nunca le pasó estar ligado a algo y formar parte de ese paisaje? Si volviera a Tandil, me haría falta la ciudad. Como si ella fuera una droga por la cual matar.

Inmediatamente pensé en Lisboa. Sentía el mismo placer de estar en una ciudad. La única diferencia que nos separaba de los dichos de aquel señor era que Lisboa posiblemente me quisiera y yo a ella. Enton- ces recordé a mi mujer y mi hijo y la razón de que sí, me quería Lisboa.

—¡Piénselo bien!, hombre. -La ciudad a lo mejor lo aprecia, solo que usted no lo ve. La ciudad le prepara todo en bandeja servida y usted no degusta del plato tan elaborado, le da las fragancias y colo- res violetas de los jacarandás de noviembre, el sonido del tango. Tó- mese un tiempo para verla detenidamente cuando camine por San Telmo, La boca, o Palermo, y verá cuánta razón hay en mis dichos

-le expreso sincerándome con aquel pobre hombre que al volante se encontraba observando adelante un colectivo (ómnibus) de color rojo que no le daba el paso.

—¿Usted cree?

—¡Es simple, haga la prueba! Tómese unas vacaciones y no vaya a Tandil, no vaya al interior del país, ni siquiera cruce el charco (por el Río de la Plata) o vuele al exterior. Verifique usted mismo sus vacacio- nes y recorran la ciudad con su familia, su esposa, para ser un tanto preciso, por los menos unos días y luego siéntese en un sillón (si es que tiene) a meditar sobre lo actuado y viaje adonde quiera.

El taxista, mientras tomaba el volante con la mano derecha, se rascó la cabeza cerca del lóbulo de la oreja con la mano izquierda, dedo índice y del medio. Sopesó sobre los subterfugios que podían esconder esas palabras que le había propinado como razón de la ló- gica visual de lo que la ciudad ofrece. Tal vez en su fuero interno crea que es un hombre gastado por el tiempo. Algo que le ocurre a don José hoy. Tiene la absurda convicción de que el paso del tiempo es una marca en forma de herida que se abre cada vez más con el cum- plir de los años y que no hay lamentablemente manera de parar tal recorrido. Se lo he dicho y se lo diré siempre: el tiempo es solo una línea inventada como la muerte. Nosotros estamos para aprovechar el instante sin pensar en ataduras del pasado, que no dejan vivir el presente y caminar al futuro. El tiempo no existe, sino en nuestra mente. La vejez es una mentira psíquica y la belleza está escondida. Como aquí en la ciudad. Que esté guardada fielmente hace de ella una dama de lo más interesante.

—Voy a agendar esas sus palabras, mi buen amigo -manifiesta luego de tamborilear su sien el chofer-. ¡Estamos llegando!

—¡Gracias!, no se va a arrepentir -le digo-, aquí nos puede dejar.

-Habíamos llegado a destino sobre la calle Viamonte, pleno centro de la Capital Federal (ciudad de Buenos Aires).

El taxista toca su aparato marcador de tiempo para que este arroje la tarifa indicada de diez mil australes. La nueva moneda anunciada por el Plan Austral en junio fue implementada en la práctica, cuatro meses antes Sourrouille reemplazó a Bernardo Grinspun al frente del Palacio de Hacienda, para paliar la inflación con la tablita de desagio, un mecanismo de doble moneda para las relaciones contractuales. Barullos, si los hay, para otorgar una deflación de precios. Pequeños datos de la historia argentina.

—Le dejó, mi buen hombre -le paso un billete de veinte australes-, guarde el cambio.

—¡Gracias!, ¡en estos días con toda la recesión que hay por aquí no sé cómo va a hacer don Raúl Alfonsín!

—Muy complicada la cosa (ya me estaba volviendo a expresar como un argentino modelo de porteño que nunca perdió la lengua).

—Y Y con la democracia, se cura, se come y se educa, pero si te dejan. Estos milicos nos dejaron una deuda terrible y encima el palazo de Malvinas que nos hicieron creer que éramos dioses ¡y nos mataron a los pibes de una manera que no se da una idea! No los mataron con una bomba, tampoco con hambre, los mataron con el abandono y a nosotros los padres nos cagaron la vida para siempre. Perdone la ex- presión burda y cruel.

—¡Descuide! -me quedé meditabundo para no romper esas tristes palabras, Milagros y Rodolfo guardaron silencio cuando aquel hom- bre hablaba-, descuide, hay palabras peores que no deberían existir como guerra, hambre, poder, miseria, no sé -le expreso varias.

El taxista se queda mudo y saca su billetera con una foto de un chico.

—¡Vea a mi Ernesto!

Observo la foto sin decir nada, a veces es mejor no decir nada con las miradas se dice todo.

—¡Ahora es una cruz blanca allá, en esa isla de mierda! -Los ojos vidriosos del taxista podían reflejarse con la luz del sol de Buenos Ai- res-. Sabe que la verdad en la historia es que nuestros hijos deberían enterrarnos a nosotros y los hijos de ellos a ellos y así y acá fue al revés, y ni siquiera pudimos darles un adiós. A veces me parece tan injusta la vida que dan ganas de reventar, por eso quiero irme de esta ciudad. Al Ernesto le cayó una granada de improviso, estaba con dos de sus amigos en un búnker húmedo. Allá la tierra está siempre mojada, los pies de esos nenes se congelaban, pero qué importa si al borracho hijo de mil putas no le preocupaba un carajo. -Se retuerce con los dientes el taxista y aprieta el puño como queriendo golpear algo-. Bueno, no quiero retenerlos más.

—¡Al contrario, mi amigo! -trato de ser delicado, -no podía hacer mucho-. A veces desahogarse es la mejor manera de expresarse.

—¡Gracias por escucharme!

—¡No, gracias a usted, por compartir estas palabras! -Le aseguro

que pagarán quienes lo hayan hecho, ¡pagarán!, aquí, o en otro espa- cio, pero pagarán. -Lo miré fijo y le di la mano cordial.

Poco a poco su mano dura y fuerte se ablandaba.

—¡Nuevamente gracias, y adiós!

Abrimos las puertas y descendimos de aquel vehículo. Levanté la mano para saludar a aquel hombre abatido por el pasado que me de- volvió el gesto sacando su mano por la ventana del lado izquierdo del auto, en tanto este se alejaba poniendo marcha. Como soy el pater fa- milias obviamente tuve que llevar el grueso de las maletas hasta ingre- sar en el hotel, mientras mi mujer Milagros se distraía con una tienda de ropa que justo estaba ubicada al lado de aquel recinto.

—¡Querida, vamos! -le digo con un tono cordial.

—¡Mira qué lindos vestidos! -y me mira sigilosamente con sus ojos inmensos de gusto.-

—¡Bueno!, comprátelo, no sé por qué me pedís permiso.

—No te estoy pidiendo nada, solo te estoy dando mi punto de vista. Y claro que seguro que me lo voy a comprar -me sonríe, y ríe graciosamente.

Las mujeres tienen ese poder extraño de tener una pieza de aje- drez delante, siempre dispuesta a comer las nuestras, que distraídas suponen el pensamiento de que al final de cuentas erramos, como esta equivocación mía creyendo que yo podría comprar algo que puede tranquilamente ella. Eso es lo que me gustó siempre de Milagros, su independencia y libertad de todo ser y material que se le cruce. Nues- tro hijo es un poco de los dos.

Al ingresar al hotel nos acercamos al hombre del mostrador, encar- gado de llaves al cual le presento nuestras reservas. Chequea cuidado- samente cada uno de los papeles y listo tomamos nuestras valijas para dirigirnos al tercer piso, departamento c. El ascensor nos deja justo en aquel piso, abrimos la puerta y descargamos todo el peso de las maletas. Mi mujer abre los bolsos y el pequeño Rodolfo se acerca a un viejo apa- rato, enciende la televisión. La caja de imágenes tiene varias sintonías. Dibujos animados, en un canal, Los tres chiflados en otro y una película de Olmedo y Porcel, dos comediantes de la televisión argentina.

Milagros continuaba desempacando y guardando cada una de las prendas, como buen esposo ayudé como si fuera un quehacer más de la casa.

Pudimos acomodarnos para luego dar un paseo por el centro de la ciudad hasta llegar al Cabildo, en las cercanías de la Plaza de Mayo, aledaña a la Casa de Gobierno. Dejé a mi familia que continuaran realizando un turismo típico e histórico y me dispuse a ir hasta a la Bi- blioteca Nacional argentina (Mariano Moreno), a buscar información sobre la contienda entre unitarios y federales, y de ser posible recopilar información sobre el caudillo federal Quiroga. Pensé en otros lugares, pero no eran tal vez los indicados. Caminé unas cuadras para tomar un taxi en la avenida Leandro N. Alem en sus inicios, ya que estaba cerca y que me lleve a la calle Agüero en el barrio porteño de Reco- leta. Al ingresar el olor a libro podía verificarse a leguas. Ese añejo y candente aroma de la vejez de las hojas de color amarillo, y es que hay tantos libros y documentos nuevos y antiguos en un lugar creado en 1810 por decreto de la Primera Junta, que debe su nombre a Moreno Mariano, por ser su protector junto a Cayetano Rodríguez y Saturni- no Segurola como bibliotecarios.

Al llegar, ingreso por una puerta de madera barnizada elegante- mente colocada en simetría. Se debe saber que todas las puertas siem- pre están colocadas en simetría, tanto es así que el abrir y cerrar es solo un movimiento táctil nimio, hago el comentario innecesario por el hecho de saber que una vez Milagros me pidió colocar la puerta de en- trada y no logré llegar a ese equilibro entre la línea vertical y horizon- tal. Me expresó muy cordialmente que no tenía un equilibrio en mi cuerpo, en mi persona, para ser más exacto, y por eso estaba mal colo- cada la pieza de madera. Le comenté que eran puras patrañas, que fue rápido y no tenía los elementos necesarios, y luego recordé que todo lo que realizaba en mi vida era bastante desordenado y desequilibra- do. Movimientos distorsionados cuando jugaba fútbol o practicaba boxeo en mis años de juventud. Reparar repisas con clavos doblados, y sin el barniz necesario, focos de luz quemados intentando que un

filamento de tungsteno se uniera a otro filamento, o el más absurdo de todos, introducirme a reparar una radio con estaño cuando el mundo de la electrónica era un vasto desierto en mi mente. De igual ímpetu, el hecho de realizar estas tareas mágicas de la vida conyugal nos lleva a mencionar una manía. La manía de, como decimos aquí en Suda- mérica, más exactos en la Argentina: atar todo con alambre o el uso de la viveza criolla, esperteza, malandragem, o tirar un jeito en Brasil. Ahora bien, hay que tener presente que, ante cierta necesidad, ante un intento sagaz de resolver un conflicto, problema o sus derivados, la viveza del criollo ha dado lugar a resoluciones que otros mencionarían como milagros, del cual solo Dios es merecedor de profesar delegando a su hijo o sus intermediarios ya extintos de la historia católica. Con- vengamos que de todas formas la necesidad de realizar una tarea con determinados recursos que escasean o con el uso del talento no tiene que ver con la distorsión de colocar mal una puerta en la mayoría de los casos; pero la gente desordenada suele ser la que aplica ese senti- miento de elaboración en su mayoría, aunque no hay que generalizar, el ser humano ordenado, responsable, correcto también puede, solo que está tan preparado que ya posee los elementos precisos de orden.

Al abrir la puerta ingresé y una mujer de pocas pulgas y cara de no tener amigos porque no los desea me atiende. Nombre, apellido, do- cumento nacional de identidad. Le iba a sugerir al recinto que pidan muestras de ADN, tal vez fuera preciso. No sé por qué tantos datos. Quizás, aún coexistían elementos correspondientes a la época dicta- torial y muchos mantenían esa costumbre errática e inmemorial del banco de datos como un gran ojo que lo ve todo de George Orwell en su 1984. Nos vigilan, nos controlan en la sociedad. Aquí solo por unos libros de historia argentina. Una batalla, y un general.

Luego de pasar por la entrada principal y dejar atrás a la paupérrima señora sin amigos, me dirijo a la sección de ficheros correspondientes a historia argentina de 1810 a 1850. Época colonial. Mi nación es una nación joven, en definitiva. No llegamos a doscientos años. No somos como el viejo continente madre de América Latina. Portugal tiene

tanta historia como España en los albores de la Antigüedad, como lo tienen los bávaros germanos o los galos francos y la Britania sajona de sangre entremezclada con etnias de pictos, escotos y viajeros escandi- navos. Y de tanto mencionar pueblos de los más variados sectores de uno o varios continentes nos encontramos aquí nosotros, la fusión en carne, hueso y espíritu de todos ellos para dar realidad al mestizaje.

Me coloco frente a un fichero. Moreno y Saavedra. Batalla de Caseros. Estamos adelantados. Conquista del desierto. Batalla de la Tablada. El Tala. Esto puede que me sirva. Camino a pasos lentos y silenciosos.

Es una biblioteca sin olvidar, y camino tan efímero mi andar que hasta parece un poema que aflora las sensaciones,

camino sin parar hasta llegar.

Y llegar es el comienzo de la elección de los libros que un hombre de muy lejos con una historia meditó en el inflexivo deseo de averiguar que es- conde en ellos.

Y camino de muy lejos.

Segundo poema me ha salido. Armando César. Su autor.

Al pararme de frente al estante de libro, con el dedo palpo cada uno de ellos. El dedo y la vista leyendo título por título. Freno al primer fascículo, y tomo con cuidado, luego repito la misma operación, una y otra vez. Tres libros que cautelosamente me llevo hasta una mesa vacía en las cercanías de aquel ropero de estantes repleto de editoriales de la historia argentina. Al correr y sentarme en la primera silla (había tres), dos del lado que elegí y uno del otro desparramé cada libro. Y comencé por el primero que se refería a unitarios y federales.

Era sublime saber que las calumnias de muchos autores sobre este personaje estaban a la orden del día. Algunas memorias de La madrid que citaba. Entre mis heridas existen marcas que fueron propinadas por el Tigre de los llanos, aquel jugador empedernido de timbas, esco-

lazo, como citan los criollos y de bravo vencer en las batallas. Nunca pude confrontar con él personalmente y menos mal que así fue para no perder en mi herida ciento y tanto, pues ya perdí la cuenta en la vida que me fue otorgada en gracia divina y que Dios me expusiera en el recinto de quien deberá narrar.

Estas eran algunas palabras de un libro polvoriento del cual tomaré amplios datos sobre el impoluto ser que resultó el general La Madrid, del cual su nombre lleva una calle, una estatua, un equipo de fútbol del cual soy seguidor y enemigo unitario de don Facundo Quiroga. Luego de varias ojeadas a tomos de libros, encontré las memorias del General Paz que mucha información no poseía, en cuanto ya había leído lo suficiente. No se menciona en nada de nada la mitificación que del caudillo riojano se expresa en el folclore de los hombres de las tierras del norte.

Estuve unas horas en que leía con mis lentes, los cuales se empaña- ban en sus vidrios de tanto compenetrarse en las páginas discerniendo información veraz y concreta en la cual determinar el informe y lo que Rodrigo Couto, o mejor dicho Rodolfo Quintela, me había anticipado.

En un instante del cual versifiqué mi pesar en lamentos. ¿Y ahora dónde buscar más información? ¡Oh!, ¡qué voy a hacer! Era un lamento digno de un verso poético. Un hombre de barba y bigote se acerca a la mesa en la cual me encontraba con los pilares de papel forrados de tapas duras y escarchadas por el paso de los lustros, décadas, decenas y tantos otros años que la tierra supiese contar con la línea impertérrita del tiempo.

—¿Me permite, puedo tomar asiento aquí?

Lo veo fijamente al levantar la mirada que baja se encontraba sobre el centro de uno de tantos libros. El hombre traía consigo un ejemplar tan vetusto como los que en mi poder se encontraban. Parecía un libro de narraciones sánscritas.

—¡Claro!, ¡por favor!, ¡no hay inconveniente!

—¡Muy agradecido!, es que mi visión no es de las mejores y aquí puede que tenga un panorama que sea acorde a la miopía que me invade

Al escucharlo, no pude evitar pensar de qué me estaba hablando. No había tanta luz como parecía en este sector, aunque si era más in- dicado para alguien que carece de visualización ocular un lugar có- modo, era para describir. Un hombre de pelo castaño, barba, bigote extendido, lentes, ojos marrones y poseía una camisa color ocre con pantalones pinzados a la moda criolla. Al tomar asiento depositó su libro y lo abrió en la página treinta. Era un libro de historia. No podía no encaminar mis ojos a un dibujo de un soldado de gran melena, con un caballo gris en medio de una batalla.

—Disculpe, no me presenté, soy uno de los encargados del orden.

—¡Un gusto!, ¡Armando César!

—¿Veo que está leyendo historia argentina?

—Y yo veo que está leyendo…

—¡Jajá!, ¡es historia!, pero son leyendas.

—Leyendas en un libro de historia.

—¡Exacto!, es la historia que posiblemente haya o no ocurrido.

—¡Esa foto me es familiar!

—¿De este libro? ¿Familiar?

—¡Asimismo!, ¿quién es el personaje que en ella aparece en esa foto?

—Es don Juan Facundo Quiroga, ¡en una de sus tantas batallas!, veo que usted también está pergeñando un intento de leer sobre el tal Quiroga.

—¡Sí!, es para un estudio que debo realizar. Una nota para una re- vista de la cual soy empleado allá, en el Viejo Continente.

—¡Qué esplendido!, ¿viene de España?

—Portugal, Lisboa.

—Lisboa -se toca la barbilla el hombre-, la tierra de los escritores, la tierra de los cruzados, de poetas, de Fernando Pessoa.

—Veo que conoce bastante de ella.-

—Solo en los libros, me gusta leer -dice el ordenador-, ¿qué cree usted?

—Al recibir la pregunta me armé dentro de mi mente una nube queriendo determinar lo que pregunta aquel hombre.

—¿Cómo qué creo?

—¡Claro, del Tigre de los llanos!

—¡Un héroe!, ¡un caudillo!, ¡un misterio!

—¡Un fantasma endemoniado!

—¡Un fantasma! -digo. Entonces este hombre puede que sepa algo más-, ¿qué me quiere mencionar?

—Solo lo que algunas fábulas citan del jinete de los cerros que se aparece en la sierra de los comechingones, otras veces más al norte en los llanos cerca en villa Sanagasta, en la provincia de La Rioja, región de brujerías, lugar en el cual dio a luz al Tigre, líder de los capiangos.

—Son solo historias del folclore del interior. Es un hombre común y corriente. -Hasta ese entonces ponía a prueba a este señor, no quería mencionar lo que Rodrigo había conversado por teléfono, no quería parecer un loco insano, pues solo eran cuestiones de lo paranormal a las cuales estaba acostumbrado con don José.

—Observe que las leyendas tienen un tanto de verdad algunas veces, un tanto de fantasía otras. Don Quiroga era un caudillo e in- gresa en el patíbulo póstumo de la realidad, con su cabeza y mármol junto al busto de Chacho Peñaloza, Pringles, el general La Madrid, Rosas y otros. Es función vital fijar el concepto de este personaje que fuera catalogado en los albores de la desgracia, no de un certificado de gloria a sus servicios, a sus encargos en nombre de la nación y su vivaz designio cumplido. Hay quienes no tienen amor a la patria, sino de la calumnia y la blasfemia de un mal llamado demonio del norte. Un Atila furioso que impulsó a los godos hasta la mismísima ciudad de Roma. Un Aníbal de Cartago, un solimán el magnífico,

¿por qué esta grandilocuencia de un ser que podría haber sido el héroe de la reorganización nacional?, digamos que su mito fue en- grandecido para salvar el misterio que llevaba dentro ante el aborre- cimiento que de sus enemigos recibió.

—Sé muy bien por Sarmiento en su libro el odio hacia el sistema federal, pero solo era por un sistema y por su líder, el general Rosas. El mito de Juan Facundo fue otro punto aparte referente a su persona.

El ordenador asiente con la mirada y expone:

—Esa ficción quimérica de él fue por medio de la calumnia. Sea- mos sinceros, de las palabras malhechoras a las personas, las injurias que se expresan a otros nacen las fábulas, las historias controverti-das. Si alguien habla mal de usted, entonces su personalidad crece-rá porque todo el universo estará queriendo saber quién es usted. Eso conlleva temer a los enemigos que de ello se hagan. Nadie en una mesa de conversación se va a sentar a hablar bien de Fulano. Nadie. Sí a discutir que ha sido la peor serpiente que Adán y Eva hayan cruzado.

—Teme a los idus de marzo -le expresé.

—En efecto, teme que bruto no clave un cuchillo en tu espal- da, a ti que has sido calumniado y convertido en un ser peligroso para la nación.

—¿Por qué?

—Porque alguien tiene que ser el chivo expiatorio de todo este asunto. Nunca sabremos qué ocurrió y quién lo mató.

—En los libros dice que…

—¡Cierto!, ¡muy cierto!, los libros. El sicario, los hermanos Reyna- fé, Estanislao López, o Juan Manuel de Rosas, su amigo. No lo sabe- mos, como le dije a partir de todas esas vejaciones el Tigre se hizo presente en cada momento de la historia.

—Y entonces, ¿cómo probar, si los libros no dicen más allá de lo que el revisionismo histórico puede aportarnos?

—Con fábulas, historias en cartas, con fantasmas que nos cuenten la verdad. Que nos digan si realmente murió aquella vez en Barranca Yaco o estaba escondido y volvería como el rey Arturo.

—¿Y usted qué cree?

—Supongo que alguien está dando vueltas por esas zonas. Usted está para desarrollar una historia que podría dar lugar a todos los ca- bos sueltos uniéndolos, y hasta quién sabe, dar con él.

—¿Sabe más de lo que parece señor?

—Sé lo suficiente. No es raro que cuando se le presenten estas en- crucijadas se aparezcan personas que piensen en ayudarlo.

—Es solo un rumor de las llanuras, de las estepas y tundras del lito- ral, Cuyo y norte argentino.

—Las leyendas pueden ser ciertas hasta el punto de brindarnos la verdad. La palabra tan importante para un historiador.

Medité en lo expresado por aquel hombre, había un tanto de certeza.

—¿Qué sugiere?

—Córdoba, un pueblo perdido, y las sierras para comenzar. Llévese este libro -cierra el ejemplar el sujeto misterioso, y me lo da en mano.

—¿Pero no es de la biblioteca?

—¡Ya no!, no se preocupe, no le dirán nada, ni siquiera se da- rán cuenta del hurto que no es hurto si promete devolverlo. Lo de- volverá, ¿no?

—Claro, aunque, ¿qué puede tener de información este libro que no posean otros?

—La información que precisa para la búsqueda de la verdad. Nada más que eso y no lo que esos tomos que usted tiene en mano mencio- nar o pueden pensarse que explayan a letra cierta.

—¡Son libros de historia de autores reconocidos!

—¡Sí!, ¡lo son!, y no dudo de su veracidad, de todas formas, para esta empresa de aventuras, y ánimas errantes, se requiere algo un poco determinante en contenido que brinde una eficiente y concreta ficha de pistas fáciles de discriminar.

—Me parece perfecto, ¡si es como dice usted! Y pregunto con cu- riosidad: ¿por qué me otorga ese apoyo incondicional cuando se está frente a un ser desconocido?

—No sé. Tal vez soy un ánima más a la que le da pena que las per- sonas gasten su energía tratando de descifrar enigmas en caminos equivocados. Vea la señorita que se encuentra ubicada en la barra de la derecha.

—Inmediatamente hago un giro de vista con el cuello en los grados que me permite la elongación y una dama estaba lamentándose por alguna cuestión que desconozco.

—¿La vio? -me expresa el ordenador.

—¡Sí!, parece afligida.

—Lo está. Debe tener un examen, por lo que veo, de Derecho. Qué difícil es el derecho, ¿no? Naturaleza jurídica, leyes, doctrinas, fallos innumerables de citas, disidencias

—¿Le va a dar una mano?, ¿o brindar ayuda?

—¡Claro!, para eso estamos.

—¿Es parte de la biblioteca? ¿O un loco que ingresó y nada más?

—Soy parte de ambos. Trabajo aquí, pero actúo como ayudante comunitario y a veces hago el papel de orate que tan bien me ha salido en estos tiempos.

—¡Buena suerte!

—¡No!, buena suerte a usted, la va a necesitar en esa historia real que va a crear y ese fantasma que ha de querer encontrar.

—¡Muchas gracias!

—No hay por qué -sonríe con una mueca burlona y se levanta.

Hice el mismo proceso y tomé todos los libros que podía llegar a sacar de los ficheros y los deposité uno por uno quedándome con el cuaderno que me había brindado, había una nota en lápiz, que decía F... No le presté atención, mientras el señor se sentó en la mesa en la cual estaba la señorita y comenzó a darle charla psicológica. Éste parecía enviado por los hombres sabios celestiales como ángel de la guarda colectivo y comunitario. La mujer no quitaba la vista de él y este tenía en sus manos un libro abierto que, en su tapa, como tí- tulo de obra, podía leerse: Derecho Mercantil. ¿De dónde lo habrá agarrado? Si solo estaba con un cuerpo de hojas en la mesa que com- partimos. Y cuando este se levantó de aquel recinto y se despidió, salvo que mi memoria y mente estén desequilibradas, no fue hasta los muebles que poseen los volúmenes, que están bastante alejados.

Al guardar aquel manual, me dispuse a salir de la biblioteca, espe- raba que no ocurriera evento alguno por llevarme un libro. En efecto no aconteció inconveniente alguno con el texto histórico de cuentos, fábulas, leyendas e irrealidades. La señora de la puerta me saludó con una sonrisa jubilosa. Le devolví el cumplido. Luego el personal de se-

guridad realizó la misma tarea. La amabilidad ante todo siempre. Un mundo de seres amables nos aparta de toda violencia, pensé.

Estaba en las calles de Buenos Aires nuevamente y el sol era tan radiante que golpeaba mi semblante de lleno, iluminando todos los poros que de ella podrían descubrirse sin efecto pernicioso alguno. La vitamina D que los alimentos en su mayoría no proveen, la otorga la estrella solar para la pigmentación de la piel. Los rayos al entrar en contacto con ella estimulan su desarrollo imprescindible para la ab- sorción de calcio y de magnesio en nuestros huesos. Hay que evitar la osteoporosis diría mi abuelo, por eso no hay queja alguna de los días de sol y a comenzar la búsqueda del general.

Determiné la idea de abordar el primer ómnibus que me llevara al centro al hotel en el cual nos hospedábamos, pero desistí. Tenía el ím- petu de mover un poco los pies. Caminé, pues, por la calle Agüero hacia la izquierda dirigiéndome hasta la avenida Las Heras. A medida que iba dando pasos volvía a la tierra que me vio nacer. Siempre es reconfortante regresar al sitio que a uno lo engendró. Las raíces en las cuales se creó, observar el paso del viento qué reseñas nos dejó en la maleta cuando un día partimos de nuestra ciudad de misterios, como Mujica Lainez la llamó. La ciudad de los laberintos de Borges, los cro- nopios del amor y mariposas de Cortázar, el mito fantástico de Bioy Casares, y la epopeya de túneles, informes de ciegos y héroes de Er- nesto Sabato. Pienso que tantos otros de la literatura han quedado en el mueble decorado con todos los vaivenes adquiridos por la lectura en el tiempo. Al continuar mi trayecto de meditación y pasos ininte- rrumpidos tuve el designio de pasar por la Facultad de Ingeniería, no bien se cruza la otra avenida del héroe de la reconquista del Río de la Plata, reuniendo un ejército contra las Invasiones inglesas en 1806, dirigida por el general William Carr Beresford y el comodoro Home Riggs Popham. Estos lo atacaron en chacra de Perdriel y fue venci- do, para retornar con el batallón de Santiago de Liniers y vencerlos. Luego vendría la Revolución de Mayo, el Triunvirato, Directorio en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Historias que las calles nos

cuentan. Ahora frente a mí el cementerio de la Recoleta, en el cual tantas figuras yacen descansando, aunque falta la del personaje a quien estamos queriendo estudiar. Otro fantasma que no está justamente en la ciudad porteña. Al pararme frente a semejante emblema de cadáve- res nacionales, de mi bolso tomo el libro que me dió el encargado del orden. No sé por qué lo hice. Abrí el libro en una página cualquiera en una reseña textual que manifestaba que el general Juan Manuel de Rosas había solicitado que se le envíe el cuerpo del Tigre de los llanos, sin embargo, ante su caída en 1852 deciden esconder su féretro aquí. Al leer esto paré mi lectura. Se supone que el cuerpo jamás fue encon- trado. Continúo leyendo desde la parte en que me había detenido, y cita que desde un hueco tapiado los Demarchi bien lo protegen. Unos capiangos hacen fila de manera estoica con la firmeza de un granadero dispuesto a matar a quien se le acerque. Semejante a los guerreros de terracota del emperador Qin Shi Huang. El primer emperador chino. O la tumba del propio Genghis Khan en la cual nada se sabe ya que quienes los enterraron al regresar fueron degollados para que nadie revele el secreto de un hombre sepultado en las Duras, y desérticas estepas, y desiertos de Mongolia. Tal vez el marido de la hija de Juan Facundo Quiroga, o ella. Se sabe que Mercedes lo escondería en un anonimato de la posible venganza unitaria. Una frase al final de ese texto expresa: "De pie ha quedado el difunto entre cuatro paredes de madera, porque morir de pie es de valientes que no se arrodillan". Aho- ra me explico que se comentaba en leyendas que de pie fue enterrado, Borges lo sabía desde entonces:

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se presentó al infierno que Dios le había marcado, y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,

las ánimas en pena de hombres y caballos ( JLB)

Es mejor regresar al hotel. Visualizo un café y la tentación de probar aquel vicio de nervios y ansiedades vence todos mis quehaceres dele-

gados por la familia. Ellos me estarían esperando, así que no se preo- cuparían por alguna que otra tardanza. Sin más remedio que vencido por las tertulias de la añeja escuela porteña que me piden que ingrese y tome asiento. Es lo que mi cuerpo realiza. Al entrar, era un cafetín, como solemos decirle, decorado con cuadros de ejemplares próceres, unos banderines de fútbol. Entre ellos los de Boca, River, Huracán y Excursionistas. Cada uno colocado sigilosamente para dar estilo a las paredes rancias de color crema y cigarrillos de viejos que tienen en sus rostros bigotes inmensos color amarillo, producto del tabaco. Al fon- do una barra, un mozo charlando con una mujer de unos treinta años sobre cuestiones de la vida. Este me ve y toma la bandeja para llegar a mi encuentro.

—¡Buenos días!

—Buenos días.

—Le dejo la carta.

—No hace falta, solo voy a pedir un café cortado.

—¡Perfecto! ¡Qué acento!, no es de aquí, ¿no?

—Soy de aquí, de Buenos Aires, solo que he vivido tanto tiempo afuera que tal vez mi pronunciación se ubica lejos del lunfardo porteño.

—¡Ja, ja! -Despreocúpese, iba a comentarle si no venía de Brasil. Tengo parientes allá.

—¡No!, pero he estado, vivo con mi familia en Portugal y estoy en Buenos Aires por trabajo.

—¡Perfecto!, aquí, desde que han terminado los años oscuros, sabe a lo que me refiero, ¿no? Tenemos una libertad amplia que da gusto ver en las calles. Ahora la gente puede venir y sentarse y disfrutar sin ser observado, aunque a veces existen células de aquella época esparci- das,- usted me entiende.

—Siempre las hay a la espera de retomar un poder que no les perte- necía. Así son los dictadores.

—¡Usted tiene el semblante del anarquista! -me dice el mozo y lan- za una mueca burlona de esas típicas de la provincia de Buenos Aires.

—Lo soy, pero no lo practico, soy historiador. No se preocupe, no tengo una bomba ni un monte de personas tratando de desactivar el sistema liberal. Estoy casado y con un hijo.

—¡¡Uh!!, buena suerte le deseo.

—¡Gracias!

—¡Ya le traigo su café cortado!

—¡Por favor! -le expreso muy amablemente.

Al desaparecer el mozo, tomé el libro de leyendas, fábulas e historias de las irrealidades y fantasías que pudieran surgir. Tras el hecho de men- cionar que soy anarquista, no quería desarrollar el tema y su significado conforme a los sentimientos de las personas. Mi misión era otra. Reto- mando el libro, este no tenía autor. Era como un anónimo del Lazarillo de Tormes, al cual la Inquisición hasta hoy está tratando de ubicar, como Scotland Yard, a Jack el destripador. El hombre en ese sentido es bas- tante inteligente para engañar a los poderosos. Sus páginas (cada una) parecían forradas de una hoja distinta. No era papel, parecía otra clase de material, no eran como lucen las cosmogonías, mitos y poesías, ni tampoco los cantares de gesta de la Edad Media, ni piedras para tallar de izquierda a derecha o tablillas, sumerias, babilonias, asirias o pare- des egipcias. Ni marfil, ni papiros, nada de eso. Era un libro común y corriente construido con láminas de alguna planta, aquí haré mención a los chinos y el bambú con retoque terciopelo. La hoja mantiene el exquisito retoque fino del papel anaranjado. Un libro de aproximada- mente cien páginas. ¿Sabe quién? Si este no encierra neologismos que se encuentran afuera de nuestro diccionario. Justo al abrir en una azarosa idea, encontré un relato, momento exacto en que el mozo llega con el café. Pongo un papel que de servilleta había en la mesa como señalador, ya que tal cual indiqué, no tiene numeración aquel volumen. Cuidado- samente deposita la taza con su plato y una cuchara. Azúcar me dice. Asiento con la mirada. ¡Que lo disfrute!, le agradezco.

Abro uno, luego dos, tres los sobres de azúcar y vierto en el café para luego batir lentamente. Levanto la taza desde su manija y envío a

mi cuerpo el primer sorbo, haciendo el gesto de satisfacción de quien ha extrañado por la lejanía un café de su tierra.

En este santiamén regreso al libro, a la página indicada, y nueva- mente tomo otro sorbo de néctar. Un cuento, o historia que arranca de la siguiente manera:

(…)

El general está en su cabaña descansado, habían batallado bastante, y en el desierto, el único ser que se atrevía a decir alguna palabra era el silencio. Uno de sus subalternos pidió por él. Eran noticias de la contienda contra el general La Madrid allá en la batalla del Tala en la provincia de Tucumán. Dos de sus capiangos personales montaban guardia. El soldado se acercó. Era un gaucho conocido como el Rojo. Ambos veían la cara marchita, y sin expresión de aquel hombre que luchaba al frente para el general riojano. El Tigre oyó su llegada. Tenía la capacidad aguda de oír los pasos, anticipar los ruidos de los caballos, leer la mente. Así son los salamanqueros.

—¡Traigo noticias, pa!!!, el jefe.

Dejen entrar al soldado -se escucha desde dentro de la cabaña.

La guardia personal del general se abrió. No les quedó más remedio. El rojo solo tenía un parte de los acontecimientos.

—¡General!, le paso los papeles.

—¡Deme, soldado! Está agitado. ¿Por qué no bebe agua? ¿Ha descansado?

—¡No, mi señor! -responde el rojo.

—Pues vaya a descansar nomás, tómese el día, su cara me dice que ha combatido lo suficiente para ganarse una tarde completa en la pulpería.

—¿No precisa mi señor nada de mí?

Descanse, y vea ese poncho, ¡está bastante herido! Cómprese uno de mi parte, ya ha hecho suficiente. Puede retirarse. Veré estos papeles.

—¡Gracias!

El rojo salió de la tienda calmadamente. Se había ganado el día. El Tigre se pone a analizar aquellos recados. Notas de Buenos Aires con un Rivadavia enfurecido con amenazas de deponer las armas. Otro sobre las bajas de aquel combate con el general La Madrid. Dejó los papeles,

y se sirvió un mate. ¿Cuánto durará todo? Esto se decía. Él no quería problemas, sino que los problemas vinieron a él.

Se acuerda cuando se inició en el arte de la guerra. Era un joven. Su padre quería que se dedicase a los negocios. Culto como él solo, le gustaba leer, pero el llano pronto vio la llegada del peligro, y no tuvo más remedio que luchar. Encarcelado en San Luis, defendió a sus carceleros contra la intentona real. Luego en el puesto su primer combate personal contra un Dávila arriesgado que murió en combate. Ya se había metido en este baile.

Las voces se corren en todo el litoral, y al hijo de los llanos le temen porque saben que las brujas del norte le dieron la autoridad para aplacar a las masas con tormentas de vientos, maremotos de ríos, y enjambres de pestes, y la vocinglería del enemigo que se avecina de improviso, no son otra cosa que el miedo en carne propia.

Ahora el general se duerme. En él un sueño terrenal en medio del aver- no que siempre lo llama. Se despierta ya no en la carpa con su mate, y sus papeles. Está en medio de una niebla espesa, llena de visiones que ríen, y él saca su sable, el moro está a su lado como lo está bucéfalo para Alejandro Magno. Es su amigo, y su mayor confidente. Aprendió muchos consejos de él. El caballo está inquieto. Varios soldados aparecen, y él desenvaina su sa- ble corto, el moro le indica con la pata izquierda que no se acerque, el moro siempre tiene razón, pero el general no hace caso, y se lanza contra aquellas almas en pena. La primera lanza una estocada, pero la esquiva, y da justo al pecho, otra arremete atrás, pero nuestro Tigre muestra las garras aga- chándose oportunamente. Desde el cielo salta otro húsar con su espada en ambas manos en dirección a la cabeza del federal, este fintea hacia un cos- tado, y golpea con su puño la cara del demonio para luego enterrar su sable en el corazón de la víctima. El último demonio se estira majestuosamente, y corta con un ataque sorpresa la espalda de Quiroga. El moro se arroja al soldado de la muerte, y lo golpea. Los amigos están para ayudar. Quiroga se levanta mal herido, y clava con un cuchillo que saca de su cintura para dar en la cabeza de aquel miserable. Todos los demonios muertos se esfuman, en un polvo negro que se esparce en el aire candente, y un señor de negro aparece, y aplaude con sus palmas en sonido de sarcasmo.

—¡Bravo!, por usted, general. ¡Bravo! Ha cumplido su desig- nio pactado.

Mi designio -dice Quiroga-, el moro comienza a refunfuñar, y mueve la pata.

Calme a su caballo, o tendremos que calmarlo nosotros.

—¿Qué desea?

—¿Lo que usted desea? ¿Quiere ganar?, ¿y pide ayuda?, y ahora no- sotros se la dimos.

—¡Sí!, ¿y cuál es su petición?

Nuestra petición es que pueda vencer en este pozo. Cada vez que se lo requiera.

—¿Y qué tal si no cumplo?

Mi buen amigo, usted ya ha firmado un pacto. ¡Mis tigres por su alma que luchará cuando lo disponga!

Entiendo. La cueva ha sido la trampa mortal donde me han lleva- do los malos consejos de la brujería.

Usted ha ido solo, nadie lo obligó a pactar por un regimiento.

—Pues sepa que voy a rescindir.

Mi amigo, no es tan fácil.

Eso lo dice usted. Estoy convencido a pelear una sola vez para no pelear toda la vida -sentencia don Quiroga que desenvaina nuevamente su sable.

El Tigre, decidido y con su arma en punta, se lanza contra aquel hom- bre. Este se desvanece dejando una humareda. El moro hace un relin- cho, y detrás del general el hombre golpea con una espada de fuego en su herida producida en el anterior combate contra los demonios. Ahora el hombre ríe, e intenta golpear al general. Este choca con su sable aquella llamarada, y obliga con fuerza bruta a llevar la espada de rojo calor y sangre de mismísimo mandinga al cuerpo del siniestro hombre. El ge- neral tenía ese valor reunido en un puñado de miedo, más el coraje lo llevaba a realizar cualquier hazaña cuando la vida depende de ello.

Tiene agallas -le grita el mandinga.

Usted no me conoce, demonio del Hades. No sabe con quién se mete.

Usted tampoco -ríe jocosamente el hombre.

Ambos haciendo fuerza con sus sables. El general toma con su otra mano el cuchillo y estoquea en la cara del mandinga que de la herida del rostro sale fuego. Una luz grande se hace presente en medio de toda esa penumbra, y neblina, y el siniestro desaparece gritando:

Esta vez estás libre, Tigre, pero volveremos a encontrarnos. El acuerdo no puede romperse como tampoco el orgullo de quien te habla.

La luz se hace más grande y los ojos del general de abren en una carpa semioscura. Estaba todo transpirado aquel hombre por la pesadilla que tenía un tanto de real. Se incorporó de la cama y se dirigió a tomar un poco de agua. Cavilo segundos en lo ocurrido. Él sabe que la felicidad se aumenta con el bienestar, y se amengua con los padecimientos. Este era su padecimiento de haber cometido el error de pedir ayuda a quien no debía y ahora su divina conciencia le comentaba en voz tenue que su alma estaba presa de aquellas palabras, y solo peleando podía lograr esa felicidad plena que siempre anheló. Esa pesadilla lo invitó de manera inverosímil a prepararse. La próxima vez podría ser la última. Tomó las notas y ordenó un poco sus ideas. Los unitarios volverían. La Madrid no se quedaría, impoluto ante una batalla perdida, y mucho menos Ri- vadavia con sus seguidores. En su mente táctica, dibujó una guerra, en la cual sus forajidos y criminales podrían estar en la retaguardia como grupo de asalto. Algunos en este punto de la historia mencionarán su nombre en la barbarie como que solo un aliado de los poderes infernales puede ser parte de tal empresa. Y su estrategia no termina aquí. Los lan- ceros, y por detrás otros grupos de gauchos con boleadoras. No cabía duda de que Quiroga era muy receloso para armar su ejército, y precavido. Aun así, todo este armado militar era producto de aquel aroma de la pesadilla del infierno. No quería volver a incorporarse en la cama para no volver a tener otro encuentro, entonces a puro mate se puso a realizar tácticas, y leer un poco. Los soldados de su guardia personal de capiangos perma- necían parados como centinelas en aquella carpa. Tomó papel, tinta, y su pluma y escribió luego unas cartas a su familia y luego otras notas con reflexiones. Solo un hombre que ha vuelto del averno puede expresarlas. El hombre con el poder depositado en aquel moro, corcel adivino que lo

transformaba en el centauro al entrar en batalla. Las palabras vertían como la sangre en todo el sistema circulatorio. Entre ellas recordó sus dichos al mandinga, una oración que llevaría por siempre sellada en una espada, y en su alma ya putrefacta de azufre candente.

(…) criatura de la profundidad que todo lo reclamas, verás que no cualquiera es cordero en tu matadero de fuego. Y la próxima vez en este mundo, o en otro, estoy dispuesto a pelear una vez más.

La pluma detuvo su movimiento majestuoso de aquel juramento, in- terponiéndose en la plana casi quemada por el tiempo entre la decisión de continuar o no. Se declaró inocente de todo el valor del universo, y pro- siguió de tal forma, para dar fin aquella leyenda. Poco se sabe de la am- bigua e inverosímil batalla interna que luchaba, y de la que seguro todos también tenemos, y no lo sabemos, y solo (si me permiten manifestarme) se supo que aquel hombre atormentado por el reuma (enfermedad del cuerpo como del cansancio del espíritu), jamás volvió a insumirse en el privilegio del sueño que los humanos poseen. Tal vez no estaba preparado aún para ese duelo, hasta que el día llegó por los caminos de Barranco Yaco que a gran velocidad dirigía una carreta, como si el diablo siguiera sus pasos para cobrarse la deuda. De su puño y letra firmó y cumplió en un arrebato para dar fin al mensaje.

(…)

Sin duda estábamos hablando de un pacto con el ser más maléfico del universo. Aquel ángel que fue desterrado de los cielos. El Todopo- deroso entendía bien qué clase de calaña era aquel sujeto. ¿Podría ser que el general Quiroga fuera al final de cuentas un demonio?, ¿había realizado un pacto? Las leyendas serían ciertas. No me atrevo a tergi- versar con una interpretación falaz del asunto. Pienso unos instantes. Tomo nuevamente repitiendo la misma operación otro trago de café, que poco ya queda. El ejército de capiangos del cual hacía mención el general José María Paz podría haber existido, pese a que eran locuras de los lugareños y bien el hombre al comando de un ejército en la batalla del Tala pudiera ante el barullo incesante de ella no vislum- brar claramente quiénes eran los atacantes, no obstante, son dignos

de sus palabras en las cartas escritas por él. Definitivamente tenía que reencontrarme con Rodrigo para esclarecer bien qué es lo que ocu- rría, como también realizar un informe que cumpla los caprichos de la revista editorial, ya que para eso nos encontramos del otro lado del Atlántico.

Miré mi reloj. ¡Eran más de las 18:30 horas!, era mejor emprender la huida al hotel. Llamé con un gesto al mozo, levantando la mano, solicitando la cuenta. Al llegar aboné y le dejé propina. Un adiós, se- ñor, un gusto; el gusto es mío, le respondo. Que viva la anarquía si aún existe, me dice con una mínima risa; que viva, le digo. Aún vive.

Salí rápidamente del café. Quise retener el nombre de tal sitio, sin embargo, la temática del apuro no le dio tiempo a la mente que llevo dentro para tomar nota del manifiesto comercial que en sus paredes de frente lo bautizan. Caminando nuevamente por la avenida del prócer Pueyrredón. Extiendo el brazo para solicitar un taxi que justo venía de la mano que lleva a la otra avenida Callao y con ello hasta Viamonte en donde se localizaba el hospedaje.

Este chofer no era como el otro, sino todo lo contrario. Un rostro de piedra inamovible siquiera por un terremoto. No emitía sonido, tan solo gestos visuales y táctiles, mejor así, no tenía ganas de entablar conversación. Uno, como inconcebible ser que dentro de sí es, tiene la voluntad de socializar (a veces) y no hacerlo. Este sería el perfecto momento por el cual puedo mencionar ecuánime por antonomasia para no expresar nada que de mi mente quisiera expulsarse, ya que ella prefiere meditar sobre lo actuado hasta el momento. Tengo, pues, un libro con historias y una de ellas me cuenta sobre un sueño del gene- ral Quiroga en el cual se vio en el propio averno ante una maldición que lo obligó a crear uno de los primeros mitos de aquel ser humano escondido en las tierras de los llanos del Cuyo argentino. El mito de que su persona nunca dormía. No descansaba. Siempre atento, y en guardia. Custodia de su propio cuerpo; pero sobre todo de su alma, de lo contrario, ¿moriría? Una frase, creo yo, un tanto idéntica a lo que Napoleón Bonaparte le expresó a sus soldados ante las caminatas de

marcha militar en el duro terreno ruso. Ante un invierno eslavo este les expresó: quien se sienta se duerme, quien se duerme se muere. Cla- ro, aquí estábamos hablando de las fauces del propio demonio, aun- que el frío también es un demonio cuando de atrapar vidas se trata.

No le fue muy bien al tal dictador Napoleón y no le fue muy bien al final de cuentas al general Quiroga. En la historia tampoco a sus allegados como Peñaloza, otro personaje asesinado o la dama nati- va Martina.

Es el destino de los caudillos o aquellos que se levantan en armas. Forjarse de enemigos y rodearse de ellos para tenerlos cerca, como también a sus amigos, solo que al final de cuentas estos se confunden y puede que los amigos sean enemigos y entonces los idus de marzo se producen cuando un César ingenuo se dirige al Senado sabiendo de su muerte como lo sabía el general cuando llegó a Barranca Yaco. Al César en un sueño se le avisó, y luego su mujer se lo dijo. ¡Querido, no vayas! El mal te espera; lo sé, pero debo ir, respondió. Quiroga expresó las mismas palabras, sé de lo que voy a encontrarme, pero a una voz mía cualquier partida se pone a disposición. Uno acuchillado con el último punzón de Bruto y el otro con un tiro en un ojo de un sicario de nombre Santos Pérez.

¿Quién manda esta partida? Puedo leer en una de las páginas de este libro que al volver a abrirlo apuntaba siempre en un mismo capí- tulo. Usted no manda, le grita un loco desaforado, solo quien quiere cobrarse un cordero de Dios, y aquí está su mensaje. Nada más dicen las líneas de aquella página. Cerré el libro, cuando percibí que estába- mos llegando a destino. El chofer hizo un ademán con el dedo índice direccionando el domicilio del hotel. Le mencioné que sí. Luego con la misma mano señaló el contador. Aparato para medir los kilómetros y arrojar el precio. Lo miré y le pasé, le expresé que se quede con el cambio. Hizo una mueca de sonrisa, posiblemente la primera que veía en este viaje de aquel señor y posiblemente fuera mudo y por eso no hablaba. Suposiciones. Supuestos de una persona que arroja hipótesis, antes de preguntar. Las conjeturas deductivas son a veces peligrosas,

es mejor quitar esa duda que exista. Lo saludo con un hasta luego y buena suerte. Adiós, me dice a viva voz. Listo nuestro taxista, no era mudo después de tanto meditar. Abro la puerta del lado izquierdo y desciendo del vehículo. Al cerrarla firmemente este emprendió la hui- da. Ingreso al hotel y me anunció con el encargado que me facilita las llaves para ir a la habitación. Tenía mucho que contar sobre el asunto, solo que no estaba seguro de si Rodolfo y Milagros estarían conformes con que les manifieste una historia de un libro y otras fábulas que en él surgen como si este fuera un manojo de hojas creadas por algún folclorista que quiere engrandecer al inmenso personaje con la magia de un taumaturgo.

Al llegar a la habitación me dispongo a poner las llaves y justo la puerta se abre. Era Rodolfo, que estaba por salir a las calles.

—¡Hijo!, ¿cómo estás? -le digo con la pesadumbre de un rostro un tanto cansado. Es que lo estaba luego de tanta lectura.

—¡Pa!, voy a salir a recorrer un poco.

—¿Se divirtieron hoy?

—¡Estuvimos deambulando por Cabildo!

—¡Perfecto!, luego te contaré bien lo que ocurrió en aquel sitio y la llamada Revolución de Mayo. Ahora ve y cuidado, a tal horario quiero que estés devuelta. Buenos Aires no siempre suele tener lugares tran- quilos. No te alejes demasiado.

—¡Bien!, hasta luego.

—¡Hasta luego!

Me despidió con un beso en la mejilla. Al ingresar Milagros estaba mirando un poco de televisión.

—Es increíble -me expresa-, lo aburrida que es la programación aquí.

—¡Mi vida!, aquí tenemos otras maneras de ver las cosas, como us- tedes en Portugal, como los españoles, o los franceses o los sudaneses. Claro que te parecerá chata por así decir; pero no olvides que la forma de divertirse de unos no se condice con la de otros.

—Es cierto, tú eres especial en ese sentido.¡Me haces estallar en ri- sas seas de la Argentina, Brasil, o las Filipinas!

—Estamos en la misma sintonía, puede ser eso -le dije con toda cordialidad, jocosamente.

—¿Cómo te ha ido?

—¡Raro!, no sé si me creerías que un personaje extraño me otor- gó un libro luego de verme sufrir como desgraciado leyendo y rele- yendo ejemplares añosos y arcaicos sobre etapas de la Antigüedad primigenia.

—Si hay algo que adoro de ti, es ese juego de palabras que te hacen único en su especie animal. Es tu evolución.

Nos echamos a reír, mientras la abracé y algunos besos surgieron, en cuanto estábamos en aquel dulce fragor de los abrazos y caricias. Ella me dice:

—¿Y qué tanto de verdad podrá ser ese libro?

—No lo sé, pero lo averiguaremos con el tiempo. Qué tal si ahora nos vamos juntos por ahí, antes que llegue Rodolfo.

—Tu sí que tienes ese deseo intacto del cariño sexual.

—Soy un hombre que ha vivido casi una determinada cantidad desgraciada de lustros, y décadas, hay que aprovechar la vida.

Inmediatamente le di un beso de lengua como una sopapa que absor- be deseos y juntos nos fuimos a un sillón de la habitación. En la tele esta- ban pasando un programa sobre la música argentina y entre ellas sonaba una canción llamada "Seminare". Charly García, Pedro Aznar, David Lebon y Oscar Moro. Un grupo de integrantes del pop, rock, fusión cantaban a viva voz sobre una relación tan fuerte que manifestaba que:

No hay fuerza alrededor, no hay opciones para el amor

¿Dónde estás? ¿Dónde voy? Porque estamos en la calle de la sensación muy lejos del sol que quema de amor.

… Entonces los dos como siempre desnudos redescubríamos una vez más en las calles de nuestra anatomía el amor escondido en los callejones perdidos de nuestras ciudades, la de Buenos Aires y la de Lisboa. Creábamos puentes, por más que existan a veces muros que nos alejen y éramos los chicos que se conocieron una vez en una flo- rería. Beso a beso recorrí cada avenida, cada sector, desde el punto

cero de un recorrido de sus dedos de pie hasta la frente del final de un camino. Ella correspondió al viaje del aventurero al continuar conmi- go. Tocando las partes tan íntimas del sexo, e hizo lo que toda reina hace por su rey, fue la mujer de él y se sintió poderosa en la primera penetración, luego segunda y tercera. Nuevamente intercambiábamos posiciones en las cuales ella mandaba. El sexo oral de por medio para alivianar el placer y acrecentarlo al mismo tiempo hasta eyacular y lle- gar juntos a los orgasmos merecidos de una pareja.

Luego continuábamos inducidos por el éxtasis. Un baño y luego un último beso. Casi estábamos en la noche que se presentaba. Nos vesti- mos a continuación de la ducha que juntos nos dimos como un placer del afecto, y el amor. Ella se preparó para la salida de la cena. Rodolfo llegaba pronto. A los tres nos esperaba algún restaurante porteño.

Pasadas las 21 horas fuimos caminando a un local especial para ce- nar. La bodega de Amadeus. Como si Mozart estuviese con los brazos abiertos dándonos la bienvenida y comentándonos sobre los diferen- tes platos de carnes. Al sentarnos en la mesa, los cubiertos y platos ya estaban en ella. Una moza se acercó muy cordialmente. Cumplimentó con un saludo y depositó las cartas. Muchas gracias, le dije.

Al observar pensé en un plato grande.

—¿Les parece bien un asado para cuatros personas con guarnición?

-comenté a Milagros.

Rodolfo asintió.

—¿No será mucho? -me expresa ella.

—Con el hambre que tengo, tal vez pida achuras para mí solo.

—¡Bien! -se ríe ella.

Encargamos el pedido al llamar a la moza que con pocas palabras nos pregunta:

—Para beber, ¿qué gustan?

—Quiero una botella de Rutini -Malbec. -¿Me acompa- ñas, Milagros?

—¡Por supuesto!

—¿Rodolfo?

—Quiero una gaseosa Sprite.

—¡Perfecto! -manifiesta la mujer que toma nota de los pedidos de la familia.

La mujer se retira hasta la cocina a dejar el papel gastronómico.

—Te irás mañana para Córdoba -me expresa Mirari.

—Sí, bonita, tengo que reunirme con Rodrigo (Rodolfo). -Lo miro a mi hijo, quien lleva el nombre de mi amigo-. Pronto vendrá don José.

Mirari miraba el tenedor, en cuanto le expresé estas palabras telúri- cas y sin excepción de réplica.

—¿Qué ocurre, linda? -me quedo pensativo, un tanto preocupado por lo que en su interior sintiera. Algo empático de mi parte.

—Ocurre que me gustaría ir contigo.

—Claro vida, aunque vamos a estar reunidos trabajando.

—Sí, comprendo.

—La ciudad tiene muchas historias para dar a luz al entretenimiento.

—Claro, ¡si tú lo dices!

—Mira, vamos a hacer lo siguiente. Voy a telefonear en cuanto re- suelva mi trabajo y nos reuniremos y los llevaré a donde ustedes quie- ran. A ti, Rodolfo, te tengo tu partido y a ti un viaje. ¿Qué les parece?

—¿Lo prometes?

—Claro –repito por tercera vez con sarcasmo–, cuándo he fallado

–me rio, burlonamente, mientras Milagros me observa de reojo con una mueca burlona–. Iremos los tres. –Luego le guiño el ojo a mi hijo y me acerco al oído de Mirari–. Después de estas minivacaciones po- demos los dos ir a un sitio especial ¡solamente nosotros!

—La cara de Milagros se dibujó en una sonrisa al mover los pómu- los de rostro que ahora estaba feliz.

—Perfecto, Señor César, es un trato, sin derecho de arrepentimiento.

—¡¡Bien!! Así me gusta.

La moza traía una bandeja grande con la carne, un especial de asa- do. A continuación, en otro viaje depositó el vino, el cual descorchó y sirvió en ambas copas, paso siguiente destapó la bebida de Rodolfo. Los tres hicimos un brindis. Por el trabajo de papá, dice el pequeño,

por el trato de tu padre, por una nueva aventura, expreso. De fondo en La bodega de Amadeus con varios de tenores, su música placentera dejaba de ser frecuente para dar lugar a Julio Sosa y sus tangos en una forma rancia de ver la vida.

(…)

Rodrigo ahora está nuevamente tirado en una cama de aquella casa del hombre que lo esperó cuando en pleno trance, cual demonio, ata- ca estando su presa dormida, esa vez. Es de noche y no puede cerrar la pestaña. Hace días que no puede dormir. Las pesadillas son recu- rrentes. Batallas entre soldados. Muerte y hedor alrededor y él en un sitio oscuro, a la vez tétrico. Teme dormirse por lo que vendrá. Tiene el miedo a la muerte. Pide a los dioses. Él que es un religioso confiado de las religiones. Le pide a su señor de los caminos que interceda por él y su alma ante los superiores que deberán darle oportunidad de oír el rezo que su boca expire, luego se frota sus manos demostrando en ellas que nada ha de tener guardado para que estos le planifiquen el destino, les pide a los santos en sus causas. A los orixas, y las fuerzas de la naturaleza. A todas las criaturas que le concedieran un ápice de paz al cerrar sus ojos. Una tregua en el descanso, y la actividad. Da una vuelta en la cama y se arroja hasta el ala derecha. Pasados los cinco minutos se arroja al ala izquierda.

Repite una, dos, tres y todas las veces posibles la tarea de girar en sentidos la anatomía de su cuerpo. Estaba claro que no podía dormir.

—¿Qué me pasa, sigo en el mismo estado? -¿He perdido el sueño?,

¿o es solo agitación? Todo se vuelve nublado; no son las nubes a las que uno está acostumbrado, no son rojas. El cielo se vuelve rojo. Un páramo desértico. En medio de los algarrobos, una toldería pequeña y sucia, me acerco, aunque los pasos dificultan el andar, una línea en el piso con palabras en un idioma nativo: chafo-longo.

¿Qué ha de expresar?, pensó Rodrigo, si bien era experto en religio- nes y excelente periodista. De repente del toldo sale un indio pampa. Emponchado, con un bolso, y con una daga en su regazo. Un collar con una piedra. El viento pasaba frente a él soplando en dirección al

Río de la Plata que a muchas leguas estaba. Luego modifica y forma remolinos en aquel desierto perdido de pocos arbustos hostiles, algún que otro algarrobo y médanos que confundían el relieve del ecosiste- ma de la zona.

—Suerte, blanco. Lugar es buscar, y buscar es salvación, solo yo es- toy aquí. Otros considerar winca engañoso al blanco.

—¿Qué hago aquí? -replicó Rodrigo.

—Tiene que ir a Chipay-Lauquen.

—¿Adónde? -No entiende nuestro amigo.

—A la laguna, la que se derrama frente al gran cactus.

—¿Por qué? -espeta con análisis diáfano el periodista.

—Porque tiene gualicho en su interior. Su cabeza está chafo-longo. Enferma. Su viaje es espiritual, debe buscar el hecho que lo lleve por donde se encuentra el Eltún. Sepultura del general.

—¿Han de darme un proyecto?

—Voy a explicar lo que el blanco ha de entender. Que en su interior habita la verdad para dar descanso a quien lo encomendó.

—¿Y qué tengo que ver?

—La nobleza de sí mismo. No cualquier persona ha de presentar los espectros que surgen de usted. El general busca la paz dentro de ese grande Meulen (remolino de vientos). Usted es quien puede liberar junto a las destrezas que vendrán este problema. Hay veces en que uno no elige el destino que se encomienda a los pies, sino que el destino lo elige a uno sin preguntar, solo con tocar con el dedo índice el corazón de aquel que posee la carga y responsabilidad de cumplir el mandato. Usted, que tanto ha temido a la libertad, que ha relegado a la muerte engañándola con un nombre falso. Es usted a quien eligen para entrar en la oscuridad, dar un gran brinco y en- contrar en ella una minúscula luz. Un espacio al cual marcharse. La salida de sus pesadillas. ¿Y usted elige qué, cómo y cuándo?; pero este destino es suyo y con ello romper los maleficios que desde su llegada al mundo lo han crucificado. De lo contrario (dibujar con una vara en el piso arenoso un redondel) continuará perdido dentro

de aquí (marca con la punta del palo, el círculo en su interior) y es una mentira a escondidas.

El indio se da media vuelta, da unos pasos y vuelve a voltearse a Rodrigo, se acerca a este, y le muestra una manta que de un bolso saca. Un poncho marrón con líneas que contornean formando aves libres, y dibujos de montes cercados y un agujero.

—Debe dar aquí para liberar al general. -Señala el agujero del poncho.

—¿Quién es el general?

—¿Usted sabe bien quién es? Lo sabe el anciano, lo sabe el tal via- jero de lejos que responde al nombre de Armando, o ese extranjero al que llaman don José. ¡Lo saben bien! -cita con clara vehemencia el nativo-. Solo que desde su interior disfrazan la respuesta fraguando negativas ambiguas. Es tan maliciosa la mente humana que no quiere con rodeos indirectos asumir riesgos.

—Circunloquios - esgrimió Rodrigo. Asiente el indio.

—¡He de retornar! -y se retira este, dando media vuelta camina hacia su toldo. El viento se volvió tenebroso y comenzó a soplar con extrema cólera tapando la visión de Rodrigo. Todo se volvió oscuro.

Un giro desesperado del lado izquierdo al derecho hizo voltear a ese que dormía. Al despertar transpirado por todos sus poros, se dijo a sus adentro que era solo una pesadilla más de esas. Evidentemente se había quedado dormido sin poder pegar la pestaña.

Al observar todos los alrededores de la habitación, se dio cuenta de manera locuaz que el poncho estaba ahí dibujado en la litografía colgada en la pared y Quiroga lo presentaba gloriosamente. El gato que entra por la ventana para hacer su rutina y ve en aquella manta un sitio en el cual plasmar su cuerpo y dormir. Al rato, golpean la puerta. el anciano llama para desayunar. El Periodista le dice que ya irá. El sol de la mañana otorga los primeros rayos y el gallo da su aviso.

Era de día y Aquel soñador de pesadillas era responsable por una misión.

Se incorpora de su cama. Abre la puerta y se direcciona al baño, se mira al espejo y todo está tan normal como de costumbre, solo por una marca en el cuello. Como una línea roja. Al salir camina hasta el living.

—Buenos días -le comenta a su amigo.

—Buenos días, mijo santo -le dice el anciano que prepara el café-. Cthe! ¿Qué es esa marca que tenés en el pescuezo?

—No lo sé -tal vez apareció sola.

—Puede ser culebrilla. Andá para lo de la Clara. Es la matrona del pueblo, a que te vea.

—¿Médico?

—No, es una especie de bruja, o algo así.

—¡Me vendría bien!

—¿Qué ocurrió, más pesadillas con el tal Quiroga?

—Esta vez un indio. -El periodista por vergüenza no le comentó del poncho que tenía puesto el Tigre en el dibujo y el extraño sueño.

—¿Un indio? ¡Pucha! Estás frito, mijito. Tener pesadillas con in- dios no es buen augurio, dicen algunas fábulas. -Le sirve café en la taza al periodista-. ¿Tu amigo va a venir?

—Sí, hoy en la tarde -contesta en cuanto da un sorbo grande de su bebida sin azúcar-. Él es un entendido en el asunto.

—Ojalá se pueda encontrar resolución, mientras andá a lo de la bruja -le reclama el anciano-, ¡esa línea se puede agravar!

—¡Perfecto!, pero no creo por el momento inmiscuirme con ello y asuntos de medicina.

De hecho, Clara, como otros en los pueblos, era la médica naturista de aquel poblado. Por ella pasaba todo tipo de enfermedades, que fue- ra de toda lógica medida, eran sanadas por ella a través de productos naturales y filosofía. Mal de ojo, culebrilla, empacho, mal de amores, y todo otro encanto terrible. Conocía el pasado, el futuro y el presente y cada momento de la vida que cada uno de nosotros tuviese. Sabía quién vagaba en el otro mundo y si el mandinga estaba cerca.

El micro ómnibus está en pleno viaje y he dejado a mi familia en Buenos Aires. Luego de cenar recorrimos de noche la ciudad. Les ex-

presé que los extrañaré. Milagros y mi hijo son lo único que impulsa mi vida y acá en medio de un asiento replegable de un ómnibus me dirijo a encontrarme con Rodrigo (Rodolfo), mi compatriota. Aquel que una vez burló a la muerte sin dejar pistas. Luego llegará don José y veremos que la sapiencia de la vida está en reunir a los amigos. En crear vínculos, en compartir felicidades como lo he hecho hasta el mo- mento con mi familia. Solo así podemos decir, cuando encontramos un instante grato delante de esos seres que confrontamos diariamente con ese calor fraternal, que somos felices y el hecho de sus nombres me ayuda a rememorar lo que el pasado me ha regalado. No solo de malas experiencias y vivencias sigue su camino el hombre. Lo bueno ha de formar parte también del camino.

Estoy casi completando el viaje, llegando a la tarde calurosa de las sierras de los comechingones. Estoy en tierras de guerras civiles, de nativos combativos, de gauchos atrevidos y errantes. De fantasmas, de leyendas y de gracias. El micro me deja cerca de un cartel viejo que dice Paunero. Un pueblo escondido, detrás de él un serrucho de mon- tañas de color verde semioscuro. Un montón de vegetación completa en algarrobos. Del otro lado la provincia puntana de San Luis, con su color característico. El lugar en el cual fue preso el general Quiroga y ante una rebelión de españoles presos este evitó con audacia que se salieran con la suya condecorándose al presente por su lealtad y ayu- da. Así era el tal Quiroga en su naturaleza, dando la mano a quienes lo apresaron. Repetiré la frase "que así era el tal" siempre a lo largo de mi viaje.

Desciendo del micro, y espero que el chofer pase las maletas. Una estación ferroviaria puede notarse. Algo consumida por la vejez del desgaste, y el descuido. Rieles oxidados, un caserón de chapas casi sueltas desde su techo, una puerta de madera recalentada por el sol y mofada por las lluvias venideras. Algo vetusta y como escondida entre la arboleda.

Llevé mi valija hasta el camino aledaño que indicaba el ingreso al pueblo. Un hombre emponchado a caballo observa de reojo al

turista que llega, pasa cerca de mí y saluda. Le devuelvo el cumpli- miento. Es de deducible sapiencia saber, ¿o no?, quién es oriundo de un pueblo. Los baquianos son expertos en terrenos y personas. Son un mapa de geografía viviente como de anatomía para enterar- se si la persona es de Córdoba, San Luis, La Pampa, Buenos Aires, Bruselas, Porto Alegre, Cómala o Lisboa si se quiere ir más lejos. Conocen la topografía de los caminos, las huellas, los senderos mar- cados por animales. Un citadino, como quien comenta, solo sabe a ciencia cierta lo que citan los libros; pero la verdadera experiencia se encuentra en la naturaleza misma como un dato tan nimio de sa- ber que siempre que se esté perdido en cerros y campos lo mejor es seguir el camino del excremento de los animales domésticos que es bastante fácil de reconocer. Tanto en un caballo, una vaca, o una cabra, son pistas sencillas de discernir -sustituir a la hora de tener el embrollo de perder la dirección y no poseer una brújula. Pues la mierda es la mejor brújula, y es barata de conseguir. La naturaleza es sabia cuando de indicar los caminos se trata.

Veo una silueta de un metro setenta. Cabello un tanto largo y lacio. Una silueta que estaba desaparecida hace algún tiempo atrás. Ágil y pícara, capaz de burlar a cualquier dictador y entre esas burlas a la parca en una intermitencia de tiempo. Capaz de conseguir llaves para abrir puertas de casas diferentes de calles perdidas y asoladas. Estoy aquí, allá y nunca me encontrarán. Tengo un nombre, otro y otro y he de ser un fantasma en tiempos tumultuosos…un verso salió de mis adentros y comencé a silbar. La silueta se dio media vuelta y se acercó. Un perro cuzco (raza indefinida) lo seguía. Son los guar- dias pretorianos de los pueblos argentinos y del mundo, cuando de protección se trate.

Extiende sus manos. Mi cara es de júbilo. Luego de tanto tiempo nos volvíamos a encontrar. Arrojé la maleta de viajero que tantas his- torias tenía para él y nos dimos un fraternal abrazo como en las viejas, antañas, pasadas y tantas otras obras de nuestra vida y andanzas. Le dije al oído: ¡Rodolfo, querido, sí que ha pasado tiempo!

—Ha pasado, mi amigo, ha pasado. Soy Rodrigo Couto. Transmu- té -ja, ja-. Se ríe enfáticamente, con pesadumbre de tener que haber mudado nombre y apellido.

—Para mí es lo mismo Rodrigo Couto o Rodolfo Quintela, no dejas de ser el amigo mágico y misterioso que de periodismo se trata.

—¡Ven, Armando, hay mucho de qué conversar!, ¡vamos a la casa de mi amigo!

Tomé la maleta con la mano izquierda.

—¿Es pesada o me parece?

—¡Tiene mi mundo! -le explayé.

—¿Y es muy complejo?

—Como todos los objetos, ¡sí! Está plagado de interrogantes, in- quietudes, historias reales y fantásticas y un poco de misticismo.

—El mío se encuentra un poco extasiado. No he podido dor- mir en noches.

—¿El general?

Rodrigo asiente con la mirada, con un ademán positivo.

—Ay, mi amigo, hay mucho que hablar. Vendrá don José, de quien te he platicado. Él es experto.

—¡Lo sé!, será un gusto conocerlo.

—Nos fuimos caminando. Dos hombres y de repente dos jóvenes como en los viejos tiempos. Nuestra escolta cuidaba de los pasos que dábamos. Todo guardaespaldas tiene el deber de cuidar las espaldas de sus protegidos. Ladró a un gato que se apareció de la nada, haciendo de las suyas con su responsabilidad.