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Chapter 4 - La reunión. Comienza la investigación

La reunión.

Comienza la investigación

"La historia imparcial espera todavía revelaciones, para señalar con su dedo al instigador de los asesinos".

Domingo Faustino Sarmiento, -Facundo

Al terminar de cenar ambos amigos, el viejo le preparó un cuarto a su amigo. Luego platicaron unas horas hasta llegada las doce de la noche. Ambos estaban cansados, por lo que Rodrigo decidió irse a recostar. El viejo le dijo como siempre.

—No te asustes, son historias y pensé que a vos te interesaría por esa idea que tenés dentro de vos de investigar y esos estudios que tenés vos sobre culturas y religiones.

—¡Gracias! -se ríe jocosamente Rodrigo-, no me asusto, solo que es un poco extraño, mi amigo sabe de estos temas, y dejé de preguntar en los santos del otro mundo hace tiempo, ya sabés que uno quiere comenzar de cero toda su vida.

—Te entiendo, mi amigo, pero ya han pasado los tiempos de oscu- ridad. ¡No hace falta ya esconderse!

—No hace falta, pero hace falta. Nunca se sabe cuándo puede so- brevenir un hecho que estos gobiernos corruptos quieran esconder.

—¡Todavía cthe! ¡Tenés esa anarquía latente, ja, ja!, y de cuando te conocí escapando de provincia en provincia. ¡Qué bueno que no la hayas perdido! -y sonríe el viejo con sus pómulos arrugados y su ojo desviado.

—¡Gracias!, mi amigo.

Rodrigo se retiró a su cuarto a descansar. Se quitó los zapatos y las medias. Estaba agotado para darse una ducha que relegaría para el otro día. Se quita el pantalón y camiseta. Se acuesta boca arriba con las manos colocadas en sus palmas en la nuca. Se queda observado el

foco de luz. Una luz tenue y débil. El silencio comparte con él aquel instante y le susurra ideas hasta que la concentración es quebrada por un grillo que no deja de expresarse con sus ruidos. Se acuerda de su amigo y de la historia que una vez le comentó sobre un viaje a Portu- gal y un tal Fernando Nogueira Pessoa. Hace tiempo que no se ven, pero habían combinado unas vacaciones juntos, cuando Rodrigo lo dispusiera, él sabe que su amigo suele viajar y en un intercambio de misivas se contaron las historias más insólitas hasta que la llegada del teléfono fue una realidad para el pueblo. Él puede ser que sepa del asunto. ¿Qué hacer? ¿Contactarlo? Mañana lo llamaría por el aparato en alguna cabina telefónica de larga distancia. Sería espléndido reu- nirse nuevamente con él.

Persistió en el asunto Quiroga. En cada coyuntura aparecía la ima- gen del general. Cada instante hasta que aquel periodista cerró los ojos. La luz que todavía continuaba encendida reflejó un aura extraña. Rodrigo estaba dormido y entre el sueño y la realidad supo sostenerse de un hilo pequeño que era aquella iluminación franca y ambigua. Ahora comenzó todo a encenderse como si se quemara aquel cuar- to. Él estaba atado a una cama y un agujero se abrió en el centro de aquella habitación. Un agujero de color negro que parecía una puerta tridimensional. Y un ser ascendió de aquel sitio. El hedor de aserrín y azufre hicieron presente que una silueta de color espectral hacía su aparición.

—¿Quién eres? -le dice asustado Rodrigo sin poder mover el cuello. El cuerpo de Rodrigo estaba paralizado, sin poder moverse como petrificado en aquella impertérrita imagen que tomó su mentón con su mano huesuda y acercó la mirada con sus ojos rojos. El fuego cada

vez crecía hasta alcanzar dimensiones abismales

—¡Soy la efigie de quien más temes! Tú has visto a ese quien osó embaucarme y regodearse de mí.

—¡No comprendo!

—Ya lo entenderás. Entenderás que el alma no puede escapar a los pactos.

Solo ese ser lúgubre advirtió a Rodrigo y tomó paso hasta aquel hoyo escondido y se convirtió en humo espeso que se esparcía. El fue- go poco a poco disminuía. El agujero se redujo a nada. No quedó más que solo un aroma del azufre. Una foto del general Quiroga arrojada al suelo con una mancha de sangre. Seca y espesa. Rodrigo se incorpo- ró, y tomó el retrato de suelo. Este dibujo litográfico poseía la mirada penetrante como una lanza fortificada que se disparaba en los ojos de quien viese. Éste realizó con su mano un bollo de aquel papel. Y engulló aquella imagen para morir en su estómago.

Todo comenzó a desvanecerse. Estaba mareado, se sentía mal por deglutir aquella impresión, y cayó desmayado al suelo golpeándose la cabeza contra el piso. La gris dimensión en ella comenzó a desvane- cerse lentamente como el humo de aquel demonio. Ahora ya no había nada. El cuerpo, mientras ladeaba en el otro lado, transpiraba por to- dos los poros de la piel encarnada en temor, y desesperación.

Al llegar la mañana el canto de los pájaros se hizo presente. Un te- nue rayo de luz se filtraba por una abertura de la persiana y señalaba el suelo. Un punto ciego. El ruido incesante de ellos despertaron a Rodrigo que bostezo con elocuencia estirando su cuerpo. Luego pudo destacar que una pesadilla atroz lo consumió. Solo que el dolor de cabeza todavía continuaba. ¿Producto de aquel sueño? Se tocó la sien con sus dedos, anular y medio, y verificó que poseía una anómala fi- gura en ella, una pelotita en aquella parte del cuerpo, un chichón. Se incorporó de la cama rápidamente y fue de prisa al baño. Encendió la luz y ahí estaba aquel bulto. Un moretón que podía verse a leguas. Ya estaba grande para recibir golpes. A lo mejor se había caído de la cama y ante el trance no pudo darse cuenta de lo ocurrido. Volvió al cuarto. Era bastante temprano y el viejo aparentemente continuaba descansando. Aquel periodista que no comprendía bien el asunto re- anudó nuevamente, acostándose en la cama y permaneció un largo tiempo pensando lo que ahora pasaba. Recordaba al pie de la letra la apariencia de ese sujeto, el porte de un ser misterioso con la presencia de una foto, un dibujo amplio del rostro de Quiroga, y después él de-

vorándolo desesperadamente. Tanto era así que parecía que dentro de él había algo que no podía permanecer intacto.

Era tal el aspecto que asumió la condición de retomar a las viejas re- ligiones que en aquel pasado lo llevaron a escapar en diferentes formas llamando al nombre del Papa Legba. En honor al rito vudú. En algo se parecían el general y Rodrigo. Ambos son salamanqueros pues. El canto de los pájaros se hizo incesante. La puerta se abre tímidamente. Un animal de cuatro patas ingresa. Es Demóstenes, el gato del viejo. Un bicho de un pelaje impoluto, con una cara redonda y la simpleza e indiferencia que poseen estos felinos. Observó al hombre y luego volteó a sentarse y lamerse la entrepierna. Posteriormente inquieto in- gresó a la cama de un salto digno de un atleta. Caminó pausadamente hasta el periodista que estaba aún mirando la nada y se acomodó en su pecho que respiraba con el calor del sistema digestivo. Se podía sentir el ronroneo de aquel gato inmenso y tan gordo.

El periodista se volvió a dormir. Ambos seres ahora estaban descan- sando plácidamente. Una hora, dos. Hasta llegar a las diez de la ma- ñana. El horario en que el viejo tocaba la puerta para saber si su amigo estaba despierto, o durmiendo en pleno viaje de sueños; ya había fan- taseado demasiado aquel sujeto venido desde la ciudad de La Falda, Córdoba, para un pueblo desconocido a ver un amigo, encontrarse con un fantasma y ahora ver si un amigo de años puede brindarle ayu- da sobre el asunto.

Golpea el viejo Horacio nuevamente la puerta. El tercer golpe de puño despierta a Demóstenes y también a Rodrigo.

—¡Pasá, che!

¡¡Miau!!, ¡¡miauu!! Demóstenes corre a las piernas de Horacio me- ciéndose en sus pies procurando alguna simpatía de él. El viejo apenas se agacha arrodillándose para acariciar a un gato retorcido entre sus pies.

—¿Cómo ha dormido mi amigo, cthe?

—¡Bien!, un poco convulsionado

—¿Por qué? ¿Qué es ese golpe? Te diste seguro con el mueble que está pegado a la cama. -Y se mofa el viejo de forma burlona.

—¡No digas eso, che! Que duele,

—¡Ja, ja! -continúa jactándose -no te preocupes-, ven, vamos a de- sayunar que el día es largo y de paso te doy un analgésico.

—¡Gracias! ¡Che! Es común que los pájaros canten mucho, ¿no?

—¡Acá canta todo el mundo! Lo raro es que no canten. Aquí hay música de varios estilos

(...)

Las noticias en el mundo corren como agua. Argentina. Está en épocas de crisis tratando de reactivarse. Aquí, FM Lisboa... tudo bom tudo certo, vai dando com as leis dos políticos. A vida segue mesmo assim.

El locutor portugués habla, en cuanto lo escucho, yo, un Armando César que presta oídos en su escritorio, escribiendo algunas notas de historia Argentina. Hace poco la editorial me pidió un fascículo sobre un episodio de la historia. Yo, Armando, el que encontró de forma legal escribir sobre mi país natal; pero hace días que tengo la mente nublada. Tengo un hijo, Rodolfo. que juega, mientras Mirari, mi mu- jer, mi amor, está en el negocio. ¿Y pienso sobre qué podemos narrar? Un infante que aparece de la nada ya con once años tiene en su mano un soldado a caballo, y otro más.

—¡Pa!, ¿jugamos a juegos de guerra?

—¡Claro!, ¡vení para acá! Trae las piezas que lo armamos

El Rodolfo, casi un niño en su inocencia, casi un preadolescente, trae un cuadrilátero cuya base tenía varios mapas con fichas a un padre de cua- renta y siete años. Ambos preparamos las milicias. En formaciones mili- tares compaginadas y ordenadas. Noto que mi hijo los pone como una cuadrilla y lanza como primer guerrero al hombre a caballo. Inteligente y frío. Sabe que la caballería tiene la fuerza compacta. El caballero cual el más valioso. El juego era de estrategia, por cada lanzamiento de dados, las piezas avanzaban. Quien sacaba el mayor número en dos dados le quitaba determinadas piezas al otro jugador. Nos tomábamos muy en serio esta contienda bélica. Hasta el punto de gritar y exclamar por la victoria.

—¡Vamos! ¡Ataquemos!, ¡¡ahora retirada!! ¡¡Retirada!!, ¡salgan de las líneas de fuego!

—¡Diantres, tras ellos!

—¡Retirada! -dice Rodolfo

El hijo de los César mueve sus soldados. Ahora se crea una humare- da espesa que no deja ver, aclama una voz esparcida en el aire pigmen- tada. Las voces son comunes aquí.

—¡Ahora aprovechemos que nos persiguen!!, y a la carga contra ellos.

Me quedé en un método de combate establecido por quien incluso era un digno contrincante en las materias de la historia. Frente contra ataque. Repliegue, retroceso, ¡y volver atacar! ¿Dónde lo aprendió?

—¡Pronto!, se nos vienen, ¡nosotros podemos! -advierto.

¡Varios soldados caen!, otros se levantan.

—¡De prisa!, ataquemos -dice Rodolfo-, ahora convertirse en bes- tias, soldados.

¡Frunzo el ceño!

¿Convertirse en bestias? (¡Qué imaginación tienen los chicos!). Y los grandes. Éramos dos pequeños. La inocencia que no se pierde ja- más. A pesar de la edad nunca dejamos de jugar juntos.

—¡Lancémonos contra el enemigo!

Y el atolondrado con emoción lanza todo su arsenal, con dos nú- meros 6 en sus dados, Armando se emociona, y ¡ríe! -repite la voz de la casa que habla por sí.

—¡Es suerte!

Tira los dados, y saca un cinco, y un tres.

—¡Gané, pa!, ¡gané! Será para la próxima -se mofa Rodolfo.

—¡Bien, querido!, ¡ganaste!, pero juguemos a algún juego más sano, ¿qué te parece? -el padre le dice al hijo victorioso.

—¡¡Mmm!!, ¡bueno!

—¡Y tus guerreros bestias pueden descansar! ¡Ya tendré suerte!

—Los bauticé como capiangos, papá, ¡¡capiangos!!

—¿Capiangos?

—¡Sí, hombre! -¡jaguareté!, ¿no sabés lo que son?

—¿De dónde sacaste eso?

—En tu libro de historia que está en el armario del living. ¡Del ge- neral Paz! (apenas puede nombrar el apellido)

—¡Ah!, ¡está bien! -me quedo taciturno, un tanto reservado.

Continúa ordenando los soldados Rodolfo con el ímpetu de un gladiador aguerrido.

—Lo tomé un día en que estaba solo. Es bastante interesante.

—La verdad hace mucho tiempo que estaba guardado. -Miro al sector en el cual estaba el libro, y me toco la cabeza rascándome en la parte en la cual la caída del pelo era ya un hecho de la realidad. Un sector completamente talado sin que una hebra quiera nacer.

—¡Pa!, ¿nunca lo leíste?

—Para ser sincero, hijo, estoy perdiendo la memoria. ¡No!

—¡Bueno! ¡Voy al cuarto, pa! A escuchar música -Rodolfo le co- menta, mientras recoge el tablero con los batallones, y dados. Orde- nando pieza por pieza. Asiento con un gesto, y me quedo discurrien- do. Ahora podría ser, ¿no? Me digo a mí mismo. Continúo sopesando, y por segunda vez se rasca la pálida parte sin cabello. Ya su hijo se encuentra escuchando The Beatles, y un poco de The Clash.

La voz dice que… Armando camina hasta el armario y con su dedo índice marca todos los libros hasta llegar a uno que dice Memorias póstumas del general José María Paz. Debe ser este, piensa. Esa pa- labra la leí cuando en la batalla de la Tablada el genera José María Paz vence a Facundo Quiroga. Él cuenta un episodio muy certero. El señor César abre el libro y comienza a buscar intensamente como todo historiador.

Dice:

Conversando un día con un paisano de la campaña, y queriendo di- suadirlo de su error, me dijo: "Señor, piense usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña que el señor Quiroga es invencible en la guerra, en el juego", y bajando la voz, añadió, "en el amor". Así es que no hay ejemplar de batalla que no haya ganado; partida de juego que haya perdido; y volviendo a bajar la voz, ni mujer que haya solicitado, a quien no haya vencido". Como era consiguiente, me eché a reír con muy

buenas ganas; pero el paisano ni perdió su seriedad, ni cedió un punto de su creencia.

Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de la Tabla- da, ordené al comandante don Camilo Isleño, (…) que trajese un es- cuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua, porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy corta distancia, y la noche antes de incorporárseme, desertaron ciento veinte hombres de él, quedaron solamente treinta, con los que se me incorporó al otro día. Cuando le pregunté la causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó al miedo de los milicianos a las tropas de Quiroga. Habiéndole dicho que de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses tenían dos bra- zos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones, cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecho concebir a los paisanos que Quiroga traía entre sus tropas cuatrocientos capiangos, lo que no podía menos que hacer temblar a aquellos. Nuevo asombro por mi parte, nuevo embarazo por la suya, otra vez exigencia por la mía, y finalmente, la explicación que le pedía. Los capiangos, según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, "y ya ve usted", añadía el candoroso comandante, "que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento acabarán con él irremediablemente".

Tan solemne y grosero desatino no tenía más contestación que el des- precio, o el ridículo; ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impa- sibilidad, sin que pudiese conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si solo manifestaba dar algún valor a la especie, para di- simular la participación que pudo haber tenido en su deserción: todo pudo ser… ( JMP)

Al leer estos fragmentos de las memorias, calificó en varios térmi- nos la conveniencia tal vez de poder narrar una historia sobre mitos de una época de la Argentina. Allá en la línea de la Confederación Ar- gentina. Él siempre creía en las casualidades. Entre ellas la de un niño

de apenas una edad escasa que lea un libro de historia y tome un epi- sodio tan interesante. La casualidad a veces no es tal, sino causalidad del cosmos que obliga a los seres a cruzarse como aconteció muchos años atrás con su amigo don José y Pessoa y con la mujer de su vida Milagro das Flores. Estábamos en otro segmento de la realidad y tal vez hablar de su país lo haría recordar a Rodolfo (Rodrigo Couto en estos tiempos). Su amigo, que mudó su nombre cuando parecía que fue acribillado por balas de los dictadores. -La voz se aleja en partícu- las de sonido arrojadas por el viento.

Pues es hora de decidirme, creo en una historia. La revista editorial se va a enfadar y no quiero complicar las cosas. Vamos a escribir sobre el general Juan Quiroga, y sus cuatrocientos capiangos guerreros, pero no tengo mucho material sobre el asunto. Puede que tenga que viajar a la Argentina. Si solicito la documentación a las autoridades de las bibliotecas tardarán siglos en llegar con tanta burocracia. Piensa Ar- mando, piensa. Podría solicitar las vacaciones que se me deben.

Suena el teléfono. ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! Rodolfo le grita al padre desde la habitación.

—¡Pa! ¡Suena el teléfono! -aquel intrépido menor era un inca- paz en su floja manera de actuar en la empresa de levantar el tubo del teléfono.

—¡Voy, hijo, voy!

Armando vuela con el libro apoyado en sus axilas. Lo deposita en la mesa del teléfono y levanta el tubo.

—¿Aló? ¡Hola!, ¿hola?

—¡Hola! -Con el señor Armando César.

—¿Sí?, ¡habla él!

—¡Armando, soy aquel religioso que se dice llamar Ti Noel!

—¡Rodolfo! Ja,ja,- ¿sos vos? ¿Perdón, Rodrigo?

—¡Amigo, querido!, el de siempre, ¡el de varios nombres! ¿Cómo has estado?

—¡Bien!, me alegra recibir tu llamado, tanto tiempo. ¿Cómo an- dan las cosas por allá?

—Más que bien, mi mujer en la ciudad y estoy de visita en un pue- blo cercano visitando a un amigo.

—¡Pero perfecto!, sabés estoy pensando en hacerme un viaje para un trabajo.

—¿En serio?, ¡perfecto! Mirá, el motivo del llamado era porque ocurrió un hecho curioso. ¡Y sé de vos y tus experiencias con el miste- rio y la curiosidad! Ja, ja.-

—¡Ja, ja! No me digas eso, no soy un brujo -esbozó una sonrisa discreta-. ¿Qué te ocurrió?

—¡Vos sos historiador! Y sabés más que yo los hechos del país. ¿Te suena el nombre Quiroga?

Me mantengo atónito por lo mencionado.

—¡Aló! ¡Hola!, ¿hola?

—¡Hola!, sí, me quedé mudo, justo estaba pensando realizar un trabajo sobre él. Qué casualidad.

—¿O causalidad?

—Aunque no lo creas, es así, mi amigo. ¿Pero por qué Quiroga?

—¡Porque llegué a ver algo que cuentan por aquí que puede ser real! Y vos tenés experiencia en ánimas, por eso recurro a vos.

—¿Ánimas? ¿Viste un fantasma?

—¡Algo así!

—¿Puede ser una alucinación? -carraspeo por querer lanzar una carcajada.

—¡No seas tarambana, Armando! -se enfada mi amigo.

—Escúchame, voy a pedir mis vacaciones para realizar este trabajo. Voy a estar viajando de aquí a unos días. Ya con tu llamado me decidí. Solo arreglar unos trámites con la editorial.

—¿Y la familia?

— Ellos no tienen problema, Milagros quiere ir a visitar a mi cuña- da y de paso se lleva al pequeño Rodolfo.

—¡Está grande! ¡Me encantaría verlos!

—¡Los verás, mi amigo!

—¡Armando, eres un genio!, voy a colgar porque puede salir un

poco caro una llamada de larga distancia. Escúchame, estoy en un pueblo de la provincia de Córdoba, Paunero. Si has de venir, comuní- cate, nos comunicaremos en un par de días, ¿te parece?

—¡Vos siempre escatimando con gastos! ¡Nos estamos comunican- do, mi amigo! ¡Un saludo grande!

—¡Un saludo para vos, y volveré a llamarte!

Colgó el auricular del teléfono. Rodolfo, mi hijo, estaba tranquilo recorriendo los primeros caminos en la música, ahora escuchando The Kings. Le encanta la música, y rock inglés, sobre todo. Lo observo un tanto nostálgico porque he de viajar, y no los veré por unos días. A cierta edad los que tenemos la dicha de ser padres nos volvemos en- fermizos con el arraigo a nuestros seres queridos. Comienzo entonces a realizar los trámites, primero espero a mi mujer Milagros para darle aviso, y luego llamar a la editorial. ¿Podría llevarlos conmigo?

—Debo pensar que a Milagros no le gustará que viaje solo -calculo con claridad.

La voz retoma en su imagen invisible: Camina, va y viene dando pasos cortos Armando, aquel hombre de historia. Con sus manos atrás tomadas observando todo el cálculo. Típico de una persona estructurada.

—¿Mejor será esperar a que ella vuelva?

El interlocutor habla: Armando por el momento toma sus notas y comienza a leer sobre el asunto de las batallas sobre los unitarios y federales. Entre ellos toma uno particular, la batalla de la Tablada. Intenta subrayar los puntos importantes del tema. Para el 22 de junio de 1829 ambos hombres Quiroga y Paz se disponen a dar batalla. No expondremos mucho sobre aquel acontecimiento marcado en la his- toria Argentina. Solo diremos que ante una llegada de Quiroga a Río Cuarto, provincia de Córdoba, este luego avanza hasta Salto del Río Tercero y una fuerte lluvia detiene su paso. ¡Son casualidades!, ¿o cau- salidades? Estamos siempre a la disyuntiva de lo acontecido entre una y otra razón. El moro por ese momento estaba indomable. Ambos go- bernadores, Bustos (ex gobernador de Córdoba) y Cáceres, goberna-

dor de Catamarca, acompañan al Tigre, entre los soldados. Tenemos riojanos, catamarqueños, puntanos, mendocinos y cordobeses.

—¿Qué piensa, general?

—Creo que debemos avanzar hasta llegar a la ciudad y tomarla des- de ahí. Sargento, reagrupe a la caballería

—¡Sí, mi general!

Bustos se acerca gradualmente con su caballo hacia ponerse a la par de Quiroga.

—¿Si tomamos la ciudad será ventajoso teniendo el río en medio?

—¡El desfiladero!, probemos a campo abierto y retiramos con el polvo del viento en contra de ellos, ¡será fácil!

—¡No creo que Paz caiga en esa treta!

—La hipótesis son solo conjeturas, acá el que gana se lleva el premio. Los unitarios podrían retomar toda la zona del Cuyo si pa- san Córdoba.

—¡Sí!, pero se dice que están bien armados. Ya vimos el destino del coronel Dorrego! El aterrador destino que conlleva estar en contra del sistema unitario, y de esos capitales extranjeros.

—¿Destino? -piensa apaciblemente el tal Quiroga. ¿Destino? (una y otra vez en su cabeza). Es el destino de la guerra morir bajo el fusil enemigo o la bayoneta incrustada en el centro del corazón

Ambos prosiguieron a caballo antes de llegar, ya a pocos kilómetros. (...)

Paz, que no era ningún zonzo, sino un tipo frío y calculador, quizás el estratega militar por excelencia en combate, se entera por las misi- vas que corrían a caballo veloz de los carteros que de pueblo en pueblo iban, o la voz de los pueblerinos. Pueblo chico, infierno grande, un pallador de sepa, saca su guitarra y comienza a canturrear.

... se cuenta por los pagos que una contienda se está por venir, el sol se está poniendo y el manco a toda velocidad está viniendo.

El Tigre está instalado en una ciudad que ha tomado, una contienda se ha de venir y los buenos, o los malos han de decidir el futuro;

¡Y el porvenir de los de por aquí!

Termina el sonido con un toque mágico de sus dedos, el pallador se queda tieso; el viento le da en su cara y aguarda el encuentro.

Los lodazales no ayudan a Paz a llegar a tiempo, eso es seguro, y el tigre se ve compelido a ser paciente. Las brujas del norte le han dicho que no es fácil vencer en medio de tanta tempestad. El manco ante cansancio y penurias ha llegado a Río Tercero, pero su rival no en- cuentra a la vista más que un campo y unas ovejas que pastan. Algo no me parece bien por aquí. Piensa el unitario, en efecto el muy des- graciado se alejó en busca de un lugar estratégico cerca de la ciudad de Córdoba, un vado para ser específico, cerca de aquel Río Tercero. El federal no es tonto, como conclusión tomada de las riendas, se dice el manco. El Tigre irá a la capital. Nosotros, que llegamos hasta aquí, estamos cansados, agotados luego de transitar terrenos inverosímiles y de muchas calañas tramperas, y este hasta por la noche avanza a leguas sin parar como si conociera el campo de memoria. Facundo hace saber su llegada y se apodera de la ciudad, ya que los poco milicianos que andaban por aquí solo eran una defensa en nombre de los montoneros que abundan por las zonas aledañas y periféricas. Ahora el federal está en plena capital haciendo saber su nombre en la plaza central.

Facundo, ante la inminente resolución de su adversario el manco, como le decían, actúa a todo y nada. Sabe que él (un militar intrépido) que no combate contra el ejército de Facundo, sino contra la influen- cia que él arremete. Hay que vencer en su interior para desorganizar su mente, solo así puede arrasar al Tigre de los llanos.

—Hay que flanquear la ciudad -manifiesta Paz a sus subalternos-. Recuerden que estamos a campo abierto. Todo depende de la caballe- ría. General La Madrid, usted cubre el sector desde el punto derecho.

—¡Sí! ¡Mi general!

El general Paz rodea la ciudad por el lado nordeste de la ciudad de Córdoba. Quiroga aprovecha la superioridad numérica y arroja sus gauchos en línea envolviendo a Paz en toda la extensión del campo. La caballería resulta incontenible y destroza el ala derecha de Lamadrid que huye hasta donde la infantería se encuentra. Los gritos de deses-

peración hacen del combate un río de sangre como lo fue Teutoburgo para los romanos contra Germania.

Miles de soldados unitarios caen ante el ataque de los indios y los gauchos que insertan sus facones en ellos, algunas lanzas llegan a herir y los que con su poncho usan una suerte de escudo. Otros lanzan pie- dras, y boleadoras. Pelotudos y boludos. Todos de alguna forma tratan de liquidar rápidamente la situación como si fueran avispas.

—¡Eh! ¡Darles duro a estos gringos!, copetudos -grita un gaucho de rojo, leproso y mañoso. Este con su cuchillo es el orgullo del Tigre que es solo un soldado al cual su familia ha dejado, pero la historia dice que fue abandonado a la suerte de quedarse huérfano por asesinato.

Este rojo se enfrenta a varios unitarios. Es hora se dice, él y sus com-patriotas harapientos, con sed de sangre y malicia. Infectos in- mundos del bajo astral. Sus ojos se ponen colorados. Todo su cuerpo se llena de manchas. ¡Otro igual, se cree!, y ahora otro y otro más, y más. El batallón a pie se acerca y las bestias se transforman de tal manera que rompen las líneas. Esto desconcierta a Paz que por suerte poseía una artillería tan eficaz como duradera, y tecnología para po- der atacar. El metal de filo europeo es diferente, pero las bestias mitad hombre--mitad jaguar son imparables en su velocidad. Un sargento unitario valiente y aguerrido soldado clava su lanza sobre el cuerpo del supuesto capiango. Este la corta y desgarra dejando las marcas de tres uñas incrustadas. Tres líneas de sangre en el pecho. Las líneas del mal son vistas. El sargento camina hacia atrás, otro capiango salta por encima de esta fiera, pero el sargento es vivo y semi caído saca el sable de plata y mata a la bestia. El rojo cortaba y mutilaba al soldado que se metía en su camino. Estaba en su instinto matar. Un unitario sacó su arma para matar por la espalda al gaucho bestia y antes que sintiera la bala llegar su brazo fue cercenado por la cuchilla del rojo que se da la vuelta en un giro de trescientos sesenta grados. Otro capiango muerde el brazo del hombre que grita de dolor. Hasta quedar parte de la carne fuera de lugar. Los unitarios temen a las bestias que no eran tantas, pero parecían muchas. Solo resiste en línea, un sargento gringo con

su sable hasta cruzarse con el rojo. Ambos intercambiaron filos de sus armas al chocar una y otra vez. A campo abierto todo era una confu- sión. Paz no puede creer lo que ve, pide serenidad. Los dichos de aquel hombre sobre las bestias eran una realidad.

Quiroga, que ve lo que ocurre, hace una seña y se retiran. El rojo aquel gaucho es el último en irse mientras combate contra el unitario. Heridos ambos vuelven a sus regimientos. El campo queda entonces vacío, solo la polvareda del viento del cerro puede escucharse. La deci- sión del Tigre era extraña. ¿Algo ocurrió?

Paz hace a su inteligencia, aprovecha y ordena junto con otros jefes la línea rota. Pringles se arroja con la caballería. Se produce un cho- que. Las fuerzas de Quiroga se inmovilizan ante el inminente zarpazo. Este impase le permite el orden a Paz. Piensa qué hacer. El manco des- cubre dónde se encuentra Quiroga y deja al mando a su superior. Reú- ne entonces un grupo reducido como puede. Recordar que dentro de una contienda bélica el tiempo es oro y no hay duda de que el mínimo error puede equivaler a la mayor cantidad vidas perdidas.

—Sargento, ¿se encuentra bien? -pregunta el soldado a Fausto.

—¡Bien!, mi soldado. Me dio justo en el pecho -la ropa desgarrada de aquel unitario era la mayor evidencia.

—Le traigo agua, parece que los salvajes retroceden. ¿Esas bestias de dónde surgieron?

—Soldado, las leyendas son ciertas sobre el tal Quiroga.

—¡Sargento! -lo requiere el General La Madrid.-

—¡Bien!, usted venga y cubra mi ala, -¿qué le pasó?, ¿los ca- piangos, no?

—Sí, ¡mi sargento!

Cruz lo saluda, y se dirige adonde el hombre de cara pétrea y bigo- te lo espera.

—¿General?

—¿Qué le ha pasado, hombre?

—Solo son rasguños, ¡mi general!

—¡Tranquilo, mi amigo! -Más heridas de las que tengo aquí en el

cuerpo no va a tener y con certeza estará vivo para contarla. Tenemos que tomar la ciudad a como dé lugar. ¡Paz nos ha dado la orden!

—¡Sí, mi señor!- (…)

—General, ¿piensa que volverán esas bestias? -le comentan a Paz.

—¡Por nuestro señor espero que no!, ¡no tenga miedo! Poder, po- demos vencerlos.

Paz aún no captaba el porqué de la retirada de las bestias. Rememo- ra peripecias de otras batallas, ni siquiera contra el imperio de Brasil fue esta tan disputada. No nombra jamás los ataques de las bestias, ni sus soldados. No querer pasar por loco puede ser una respuesta fáctica excepcional.

Nuestros escuadrones -dice Paz explicando sus maniobras- eran sen- cillos, es decir, formaban una sola fila para suplir la escasez del personal y pude medio arreglar cuatro o seis, formando escalones, ya por la izquier- da, ya por la derecha, amagando uno u otro costado del enemigo, logran- do que aquel que amenazaba cargar se ponía lentamente en retirada. Entonces se hacía la maniobra de un modo inverso y se conseguía hacer retroceder a los que habían quedado firmes. ( JMP)

El general era de esos jefes de alta calidad que, si hubieran luchado para otros ejércitos, no sé, Roma, contra la avanzada de los godos, el destino del imperio aún prevalecería. Era muy bien actuado el sentido estratégico militar del genio.

La táctica, y habilitada técnica, versus el coraje y el valor. Toda la vida han luchado hasta los confines del universo. Hay quienes eligen uno, u otro, y a veces la historia nos brinda uno con el poder de poder, y otro con el talento del talento.

Dos horas de combate. Dos a puras armas de filo, sin escuchar un solo tiro. Como los guapos a razón de osadía.

—General, ¿por qué retroceden las bestias?

—¡Ya no las enviaremos! Que los capiangos desaparezcan.

—¿Por qué?

—¡Porque así lo digo! No voy a condenar estar tierra, ni a nadie por

una ayuda infernal. Hay que vencer por otros medios que las magias externas del averno.

El hombre miró al general que estaba enceguecido con su impronta personalidad de querer ganar en una batalla en la que se sabía que no tenía el poderío a pesar del gran número de soldados expertos.

—Sargento, de orden de que los capiangos se retiren.

—¡Sí, mi general!

Una masa de cuatrocientos hombres guachos, e indios bravos, queda- ron en la línea de atrás. Mentalmente tales húsares del infierno recibie- ron el mensaje del general que estaba impertérrito en su nigromancia. El rojo supo entonces que ahora era solo una lucha de humanos contra humanos. Solo cabían los recursos. Los bravos guerreros colorados es- taban acallados en su grito de gloria. No pasarían a la historia como el ejército infernal del Tigre de los llanos. Serían, pues, una leyenda más del Cuyo, en una confederación que estaba naciendo. La realidad es que se pondrá caótico el barullo desconcertante de la batalla.

Era fácil conocer el punto que personalmente ocupaba Quiroga, pues allí se contenían los que iban en retirada, y daban frente a los que los perseguían, pero mientras volvían a otro punto, mediante los continuos amagos de nuestros escuadrones, volvían a continuar la retirada. Allí fue donde aquel caudillo atravesó con su terrible lanza a algunos que fueron menos dóciles a su mandato. En cuanto a mí, era seguro que, si yo me desorganizaba, aunque no fuese enteramente, y si permitía que el enemigo volviese sobre sí, era peligrosa mi situación. ( JMP).

(Comenta Paz en sus memorias, sus libros, sus sapiencias).

Ante un desordenado ataque del federal, Paz, calculador de aquel farragoso e imprevisto retiro, ordena desde la ininteligible decisión su bando. Es hora del fuego. El fuego de Prometeo sobre las bestias, si es que aparecen. El fuego es aquel que desencadena con toda disensión la lucha. En pugna huyen y huirán.

Los cañones hacen su aparición, con la bronca de sus ruidos lanzan bolas interminables que llegan al otro lado generando heridas, muertes,

mutilaciones entre sus rivales. Es turno del plomo. Se dispersan los sol- dados de Quiroga en un bosque, por un monte espeso. Paz cree. Real- mente está convencido. ¡Qué falacia! Que su adversario está derrotado, y ordena a las tropas invadir la ciudad de Córdoba. Era el poder del fuego o el poder del señor de los malvados que de su lado se coloca.

Estamos en otro día, después de ayer. El 23 de junio en una madru- gada, avanzan los unitarios descendiendo con lentitud por una pen- diente que desde un campo, La Tablada, conduce al río. De pronto un disparo de cañón. Facundo desde la ciudad ataca. Las tropas unitarias nuevamente se dispersan.

El camino estaba bordeado de cercos por ambos lados y era un ver- dadero callejón que no dejaba otra escapatoria a los que quisieran huir del enemigo.

Paz nuevamente se detiene, piensa, piensa. ¿Y ahora cómo salir de este embrollo?

Ordené al coronel Pedernera que siguiese con su regimiento hasta salir de lo más estrecho del desfiladero y encontrar un lugar donde pudiese medianamente maniobrar y esperar allí; y a los batallones de infantería 29 y 59 que rompiesen el cerco de la izquierda, entrasen en el cercado, desmontasen y formasen, dejando expedito el camino...

La situación parece a favor de Facundo, pero este se detiene. No prosigue algo que desconcierta a Paz. Las tropas reanudan ocupando los bordes de aquel desfiladero. Este proceso lleva a que haya una pa- ridad de condiciones. Las fuerzas nuevamente están equilibradas. El combate continúa. Ninguno de ambos jefes se encuentra vencido. Paz continúa turbado. Los movimientos del federal se hayan interrumpi- dos. Tal dilación es confusa. ¿Como si no quisiera seguir adelante? Se permite atrincherarse y aguantar hasta que llegue la muerte.

La historia oficial cuenta que Quiroga resistía en la ciudad con una guarnición de doscientos cincuenta hombres y compuesta en su ma- yoría de los milicianos gauchos. El campo estaba rodeado de tablas, que formaban un cerco, de aquí el nombre Tablada. A lo mejor las tablas eran una posibilidad de protección para evitar las bajas.

… Hasta ahora me es difícil explicarme por qué el arrojo sin igual con que el general Quiroga había conducido su atrevida operación le faltó en aquel preciso momento. Sea que no quisiese dejar la posición, sea que esperase que fuera más claro el día, él suspendió el ataque, sin lo cual hubiera sido nuestra situación más crítica de lo que era ya… ( JMP)

José María Paz

Finalmente fue decidida la contienda. Paz mandó a una caballería potente. La batalla fue sorpresiva desde los ataques de retaguardia que el general Quiroga lograba, pero La Madrid reunió muchos de los dis- persos soldados. Un error de Quiroga de no continuar constantemen- te el ataque, que había suspendido. El manco envió como ultima estra- tegia, al batallón 5, y el batallón 2 los cuales intercambiaron fuego con los federales infantes que caían, desde aquel desfiladero en una bajada rápida. La caballería de La Madrid, y Pringles resuelven la cuestión de manera unánime. Quiroga y unos cuantos jinetes lograron escapar. La suerte del Tigre no se ha dado en esta batalla, hubo errores; pero también circunstancias, hechos y situaciones. Ni se ganó ni se per- dió por impericia o viveza. Paz decide retomar la ciudad. Ni a campo abierto, ni en regreso sorpresivo al estilo de guerra de guerrillas se ha podido vencer a la línea de este. Tal vez era punto en el cual se encon- traban los unitarios de paz en aquellas tierras altas y complicadas para la movilidad del caballo y del hombre. Quiroga huye a la provincia de Mendoza para luego desembocar en San Juan y reunir nuevos movi- mientos. Bustos es acogido por López en Santa Fe y muere producto de las heridas infringidas en la batalla, Aldao llega herido a San Luis. Los federales han sido derrotados en el litoral, no así en Buenos Aires, donde rosas vence a Lavalle, pero esta es otra historia que no corres- ponde, sino ampliar el panorama del objeto de estudio nuestro. A la editorial no le gusta que se ampliara tanto un artículo.

Esas son las fuentes oficiales en un resumen poco práctico que al- cancé a leer, en cuanto se acercaba la tarde. La llave de la puerta hace un leve ruido como girando hacia la derecha. Se abre la puerta y el

pequeño Rodolfo corre a abrazar a su mamá. Milagros ingresa y he de darle la noticia. Una idea estrafalaria.

—¡Queridos, llegué!

—¡Ma! -Rodolfo saluda a la madre con un beso en la mejilla.

—Linda, ¿cómo estás? -un beso de Armando que lleva un libro en su mano.

—¿Qué tenés ahí?

—Es un libro sobre el proyecto que debo presentar a la editorial. Me decidí a contar un hecho del pasado de la historia del país sudamericano.

—¡Bien!, bueno, al fin resolviste ese asunto.

—Sí, solo que estaba pensando en pedir las vacaciones que se me deben ¡y viajar a Sudamérica!, ¿qué te parece? Es una sorpresa, ¿no?

¡¡Ja, ja!! -ríe Armando.

—¿Argentina? Mmm, ¿cómo es eso? ¿Y tu familia?

—¡Este!.. mi familia, ¡bueno! ¿no querías ir a lo de tu hermana allá, en Coímbra?

—¡Claro que no! -se queda inmutable Milagros.

—¡Pa!, ¡yo quiero ir a la Argentina!

—¡Yo también quiero ir!

—Pero voy a estar trabajando en Córdoba, y voy a reunirme con Rodrigo.

—¿Rodolfo?

—¡Bueno, Rodolfo!, conoces la historia.

—Y, bueno, podemos ir los tres. Nosotros vamos a visitar la ciudad de Córdoba, o ¿Buenos Aires?, en cuanto a ti, ¡puedes ir con tu ami- go! Como si fueran dos niños.

—¡Sí! ¡Perfecto!, ¡por eso te quiero! -y le da un beso mordiendo el labio a Milagros.

—¡Armando! -Je, je -se queda paralizada ella.

—¡Bien! -dice el pequeño y abraza a ambos que se besan-, ¡nos va- mos a la Argentina!

Los tres se conservan pegados, como si fueran unidos en una fu- sión de átomos. La voz los mira y dice: Milagros fue a hacer compras,

Rodolfo a comprar una revista, en tanto Armando realizaba las llamas telefónicas pertinentes en la editorial. Antes de partir la familia César al otro lado del Atlántico. Antes pensaba reunirse con don José Sara- chago, su otro amigo del alma y compañero de aventuras en Portugal.

El viejo y Rodrigo desayunan unas tostadas con pan y manteca y un poco de dulce de leche. Una taza de café. El viejo entre tanto se sirve un té inglés, y le pone un plato de comida balanceada a Demóstenes que maúlla sin cesar por el hambre que sienten los animales.

—¡Así que has dormido muy mal, ¡cthe!! -le dice el viejo a Rodrigo.

—Así es, mi amigo. Las pesadillas son laberintos que conllevan aptitu- des con caracteres de miedo introducidas en el oscuro centro de la mente.

—No me hables con trabalenguas. ¿Dormiste o no dormiste bien?

—¡Descansé mal!, soñé, sabés, ¡con el tal Quiroga!

—¿Con Quiroga? ¡Te hizo mal ver esa aparición! -esboza una leve sonrisa Horacio.

—Es raro, ¡venía un hombre parecía subir a la tierra desde un hoyo!

—A ver seguime contando.

—Subía y yo no podía moverme. Todo estaba en llamas y el calor y los nervios me dilapidaban el cuerpo minuciosamente.

—¡Vos sabes que el tal Quiroga se decía que era un salamanquero!

—¿Salamanquero?

—Eso piensan muchos. En La Rioja existe en Sanagasta, a tres kiló- metros de la Ciudad de La Rioja, la cueva de la Salamanca, un lugar en la cual se hacían ritos para adorar al mandinga.

—¿Al señor de los avernos? ¡Al diablo!

—¡Si te gusta más sí! Y se piensa que Quiroga hizo un pacto con el tal, de forma que su alma estaba condenada. Por eso se dice que lo mataron aquella vez por allá en Barranca Yaco. Tenía que enfrentar al propio diablo con el poder de Dios.

—Se cuentan otras leyendas también -replica Rodrigo.

—Muy cierto, mi amigo, y su ejército de húsares del infierno. Ca- piangos expertos que podían transformar su cuerpo mitad gaucho mitad fiera. Jaguaretés.

—Esa leyenda es conocida entre los indios de muchas culturas en el país.

—En la Mesopotamia, en el Cuyo, los llanos y todos otros sectores. El tal Quiroga no dormía (su descanso era meditar en plena soledad), leía la mente, y su caballo el moro era su fiel consejero.

—Aquí es donde debe estar Armando. El sí que sabría resolver la situación. Yo solo me dedico a la política.

—Es interesante lo que me dice, amigo, pero no conozco de histo- ria como de fábulas, y otros cuentos. Fui, soy y seré un activista de la igualdad, que lucha por los ideales. Solo conozco cuestiones políticas y religiosas

—¡Ah!, cthe! Pero no dejes que esas ideas tuyas te prohíban cono- cer sobre los cuentos de por aquí, allá y sobre todas las cosas, más allá, bien lejos. -El viejo bebe un sorbo de té con ruido como todo un ser un poco descuidado en los modales. Por lo visto se había criado de esa forma, y cambiar a las personas a las alturas de una edad avanzada es un sacrilegio para uno mismo.

Rodrigo terminó su café y con permiso fue a darse una ducha. El viejo se puso a lavar los trastos del desayuno. Rodrigo se muda de ropa. Unos jeans, una camiseta y los lentes. Se dirige a un negocio en el cual tienen teléfonos de larga distancia.

—Tengo que llamar a Armando, él debe saber. Aparte hace mucho tiempo que no sé de él. Él podrá explicar esta situación y darme una opinión clara, concreta y precisa de lo que me ocurrió.

Rodrigo recuerda con su amigo Armando ahí en los sesenta, cuan- do era Rodolfo, su verdadero nombre. Cuando estudiaba y realiza- ba notas para un periódico, a los luchadores de la libertad. De José León Suárez, a los grupos de izquierda montoneros y los anarquistas de vida de Bakunin que idolatran la necesidad de vencer a los males de la sociedad. Hoy se lucha de otra forma. Estamos en democracia y la gran batalla es contra el neoliberalismo y el siempre predicador de las culturas religiosas de los yoruba, candomblé y Haití cree la necesidad de la naturaleza hundida por el terror capitalista de las

corporaciones que en años han querido tirar junto con la corrup- ción a la presidencia de Raúl Alfonsín, con un boicot económico de magnitudes extremas que quiere hacer de la economía un derrotero de crisis y de hambre. Y hoy el mundo se encuentra convulsionado. Oriente Medio, con la libanización, término empleado para definir la guerra civil. La Unión Soviética, y Afganistán, las tropas nortea- mericanas y Libia con un representante nato del poder. Aquí varios del partido peronista se ponen de frente al futuro como un riojano con patillas y pelo largo que se dice que invoca al mismísimo Juan Facundo Quiroga creyendo tal vez que asumirá de seguir así las con- secuencias de forma anticipada. Dos son los gobiernos constitucio- nales que se han de gestar. ¿Constitucionales? Qué novedad, ¿no? Un presidente asume en ley de la carta magna, invocando a las almas y pactando con ellas. Lo cierto es que estamos en 1985. La música ha creado un género diferente a la contracultura del punk y el heavy, ha creado una nueva posición musical con su estilo lento, el muro de Berlín sigue intacto, pero se corren rumores, muchos rumores, y en el país se estrenaba Volver al futuro, e Indiana Jones continuaba su saga en algún templo perdido, esta vez el joven Indy recorre la In- dia. La dinámica de hoy es la democracia, algo que al sistema liberal y a la privatización no le agrada, ya que las empresas dan pérdidas económicas magistrales y se vendrán eventos extraños. La Federa- ción rusa y la Federación yugoslava continúan sus guerras internas también. Rodrigo sale del locutorio en el cual se comunicó con su amigo Armando allá en Portugal, Lisboa. Varios son los números que se tienen que marcar para una larga distancia. Camina por la calle central del pueblo. Clava la vista, entonces, en un viejo paredón perdido de una casa abandonada, la cual se presta paciente para ser escrita con algún grafiti.

Algún día el yunque cansado de ser yunque pasará a ser martillo. Firmado M. B.

Sin duda, si Armando estuviera aquí le gustaría esta frase. Todavía hay un poco de anarquía en el mundo y no en un terrorista, sino en un

pensador. Camina entonces nuestro amigo para meterse en un nego- cio que tiene unas mesas fuera. Se sienta y aprovecha para leer el pe- riódico La Voz que compró en un puesto. Un adolescente de flequillo y una bata de mozo se aproximan.

—¡Hola! ¿Qué le sirvo, señor?

—¡Hola!, ¿una gaseosa si puede ser?

—¿Teen, o Sprite o Coca-Cola?

—¡Teen!, gracias.

—¡De nada!

El chico se retira y vuelve al rato con la gaseosa.

—¿Algo más que desee?

—¡No!, ¡muchas gracias!

Rodolfo, alias Rodrigo, se toma el descanso. Saca una caja de cigarri- llos Camel. Puede verse un gran dromedario como dibujo de los aven- tureros. Ese maldito vicio de fumar que no puede abandonar. Toma uno de la cajetilla, y lo lleva a la boca. Saca las cerillas y enciende la caja. Una gran bocanada de humo de la primera calada, y expulsa hacia el cielo, en tanto sostiene con una mano, entremetido entre los dedos, el cigarrillo.

(...)

Lisboa, 1985, 27 de junio, 15 horas. Estoy saliendo de la editorial. Ya tengo los pasajes para llevar a la familia. Milagro iba a controlar los pasaportes, visto que no teníamos preparado el de Rodolfo. Estaba vencido. Él solo viaja con nosotros por la península ibérica. Le encan- tan Santiago de Compostela, la Coruña y Vigo. Siente un placer como lo siento yo, cuando pasamos el norte de Portugal y nos instalamos en Galicia. A Milagros mucho no le llama la atención. Ella en su per- sona tiene carácter de vanguardista, le encanta Cataluña, dentro de ella, Barcelona. La contempla como una ciudad mágica. Sobre todo, cuando comenzó a escuchar a Serrat y su mítica canción fiesta. Eso la llevó a conocer y a que la acompañe a un recital de este señor. No le guardo rencor, ni celos, es un gran trovador.

Ahora estoy caminando por la Rua Garret, listo para encontrarme en el bar A brasileira aquel lugar de encuentro en donde pasó tantos

años el maestro Pessoa, ¿qué será de su fantasma y sus hijos heteróno- mos? No importa. En adelante, y a título de recuerdo lo clasificamos como lugar para reuniones con don José. Ansiaba comentarle de este viaje y de una posible aventura.

Toda vez que transito por aquí, no dejo de olvidar lo que fueron las andanzas de la etapa salazarista y ver lo que ha mudado la ciudad, me da satisfacción, pero un poco de nostalgia. Se siente como aburrida la vida cuando ya se realiza el mismo trabajo constantemente sin hábitos de un nuevo emblema que nos direccione a otro sitio. El amor, fuera de lo per- sonal, se retrata en lo que uno da durante toda su vida. Y a veces, hago como un jugador que recibe cartas y las juega. Las he jugado con Mila- gros, Rodolfo, don José, Rodrigo, y mi familia, pero el vacío es continuo en mí. En el perenne agujero que mi cuerpo posee, existe un infinito vacío. El vacío que debe seguir completándose a riestra y siniestra, y por eso soy historiador. Para tratar de sorprenderme con ella todos los días de la vida. Valoro a aquellos seres que tienen una rutina estructurada y no presienten en sus cuerpos la necesidad, sino la pereza. No poseen el deseo de conti- nuar realizando otras cosas que sigan dando sentido a las míseras vidas que llevamos. Este asunto debe ser charlado con don José. Él siempre tiene la carta justa. Él es otro tipo de jugador totalmente diferente. Elige bien el juego. Por estos tiempos está conociendo un nuevo amor, sus hijos ya son grandes, y va por el cuarto o quinto libro. ¡Por Dios!, qué mente la mía que no recuerda bien cuántos libros lleva editado su amigo! (Me expresa el yo interno de la conciencia que, de mi interior, un punto exacto entre la unión del hombre, un ser invisible que intenta comprender; comprender es lo que tantos heterónimos como el tal Alberto Caeiro me ha dicho). Perdón, camarada, siempre olvido las fechas, los onomásticos y triviali- dades. Solo Milagros es la única que habita en mis sesos, junto a mi hijo; ocupan la memoria receptiva de largo y corto plazo. Esa calabaza en la cual guardo el cerebro está en función de ellos.

Estoy casi cruzando la intersección de a Rua Serra Pinto en el ba- rrio de Chiado, si Almeida Garret pudiese ver su barrio estaría más que complacido con la elegancia de la poesía junto a don Fernando

Pessoa. Este tranquilo se encuentra en su bronce inmaculado de es- tatua sentado en una mesa en la explanada en las afueras del café A Brasileira donde tanta ginjinha ha sido consumida y tanto talento, y luego de su fantasma descansar, el estado homenajeado desde los años 80 por un querido amigo llamado Lagoa Henriques. Corto mi cami- no justo en un eje central de la esquina. Estoy en medio de la calle, y parecería que fuera arte de una foto que si estuviese en color gris con tonalidades denotaría la Lisboa de muchos años atrás. La razón de quedarse así tan tieso son los cuatro faroles de la iglesia da Nossa Senhora dos Mártires. Lo he mencionado tantas veces, Buenos Aires y Lisboa parecen creadas por el mismo pintor. Si la foto fuera en color gris y un carro pasase y aparcara aquí frente al parque de estaciona- miento y un hombre con traje, saco o un paleto, un pantalón de vestir y zapatos, camisa blanca y moño con un sombrero de ala ancha negro, estuviese impoluto parado firme contra la pared de esa iglesia obser- vando al fondo el río Tajo, mientras el humo de un cigarrillo espira de su punta y tuviera flexionada su pierna derecha apoyando el talón y el metatarso frente a la pared color crema de dicha iglesia. Si la foto fuera de color gris, estaría de nuevo en Buenos Aires, estaría caminando por La Boca y me admiraría a poner la vista frente al Riachuelo para que al contemplarlo crezca ese llamado que la tierra madre otorga cuando se extraña algo con muchas ansias. El arraigo se produce tanto en las personas como en las cosas. Cosas: la mejor definición de un objeto tan genérico que no sabemos cómo expresarlo. La palabra "cosa" ha salvado a tantos en momentos de interrupción lingüística, y acá esta- mos extrañando las cosas de la tierra madre Buenos Aires. Qué modo,

¿no? Uno es hijo del lugar que lo vio nacer a uno desde que salió de aquel vientre y abrió los ojos para ser recibido.

¿Qué más puedo hacer? Mi vista ocular está presente en el tajo un río tan emblemático de Europa que desemboca camino al Atlántico. El apacible río que Fernando Pessoa tanto amó.

El río es una mujer cuyas aguas apacibles significan el amor que tienen para dar. Es ese toque sutil con un golpeteo que choca acariciando la tierra como si

un beso se desplegase de ella. La tierra y el agua se unen toda vez que el viento les hace un favor concediéndoles ese acercamiento tan tenue. Es quizás la mejor implicancia de amor que puede darse en la tierra. Fuera de ello también la violencia de las aguas ante la frustración rompiendo con sus olas la poca digni- dad de la tierra sumisa en culpas. La naturaleza es sabia. No se juega con una mujer jamás… Poetiza Armando César, el historiador, un primer poema.

Voy a romper el equilibrio entre mi postura erguida y el eje en el cual me encuentro parado meditando atrapado en un recuerdo y una imagen. Camino a pocos pasos para tomar asiento en una mesa cerca de la escultura de metal de Pessoa en aquella explanada para esperar al portugués don José. Al incorporarme en la silla lo veo a ese poeta clavando la mirada sobre mí:

—¡Tanto tiempo, maestro!.

—Nunca es tanto tiempo, mi amigo. Nunca

—¿Se ha hecho costumbre estar aquí?

—Siempre es costumbre. Soy parte de la ciudad y la ciudad es parte de la poesía que de mi interior surge cada vez que quiera invocarla.

—Entiendo.

—¿Espera al escritor?

—¡Como siempre!

—¿Y una nueva aventura? En su tierra, en una patria lejos del con- tinente viejo.

—¿Usted qué interpreta?

—¡Creo que algo del otro lado!, ¿y sabe a lo que me refiero?, se encuentra interfiriendo. ¡No es dable!, ¡ni aconsejable entrometerse con ciertas fuerzas!

Al escuchar la voz de Pessoa en mi mente sentí pánico. ¿Qué me querrá decir? Se acerca entonces el mozo.

—¡Buenos días! Don Armando, ¿qué puedo ofrecerle?

—¡Buenos días, Alberto! Un café con azúcar por favor.

—¡Perfecto!, ¿calculo que don José vendrá?

—Así es, mi amigo. Nos conocemos de memoria.

—Listo otro café sin azúcar. Hay que cuidar la salud y la diabetes.

—¡Ja, ja, ja! Estamos viejos.

El mozo se va mientras un rayo de sol toca la frente de Armando. El día soleado ayuda a levantar la moral del pueblo ante tanto trabajo. Psicológicamente hablando podríamos manifestar que el sol y sus vi- taminas son tanto biológicas como anímicas, es por eso por lo que en lugares de la tierra en los cuales la mayoría de los días son de un color grisáceo en el cual no logra el sol perforar las nubes la mentalidad de las personas suele ser increíblemente áspera y ruda con rostros de pie- dra sin expresión, aunque mantienen un calor interior esencial que al sentir los rayos de una estrella como el sol se aclara, y cuando se retira este, vuelven ellos a ser los seres fríos de ánimo.

A diez metros observo al direccionar mi cuello del lado izquier- do, ahí está el portugués que levanta la mano derecha mientras su otra mano está en su bolsillo. Ha tomado de mí la costumbre de en- cubrir sus manos cuando no se sabe qué hacer con ellas en los bolsi- llos de los pantalones. Un uso pragmático de la costumbre humana. Yo digo que es una manera superficial de otorgarle un descanso a las manos agotadas de tanto trabajo en la fábrica de anatomía humana.

El mozo acerca los cafés que deposita en la mesa al quitar de la ban- deja uno por uno. En varios tiempos tenemos una mesa preparada, el portugués estira el brazo y me da la mano, le da la mano a Alberto, palmea con su mano la espalda de Pessoa. Toma asiento. Levanta la cabeza como queriendo estirar el cuello hacia atrás levantando la mi- rada al cielo y comienza.

—¿Cómo está, mi amigo?

—¡Don José!, ¡siempre es grato tener un encuentro con usted!

¿Qué ha hecho últimamente?

—Estoy trabajando en una nueva obra. Algo emblemática y religio- sa también. Ya sabe que la Biblia de nuestro Señor siempre ha dado la enigmática idea de la realidad en las Sagradas Escrituras. -Al mencio- narlo el semblante de don José tomó otro tono. Un tanto misterioso.

—¿No cree que en un país de carácter político-religioso y católico pueda llegar a dar lugar a críticas muy severas?

—¡Mi amigo!, ¿quién no ha sido criticado en la historia por ex- presar lo que uno cree? ¿Acaso cuando estábamos en la dictadura de Salazar? Marchas tras marchas, panfletos tras panfletos y éramos sub- versivos en una tierra maldecida. Nos consideraban a nosotros los co- munistas herejes del mal. No está mal que un derecho tan importante como la libertad de expresión sea una carta fundamental en nombre de la información. Sí, sé que habrá gente a la que no le guste lo que este nuevo libro intente narrar. Una historia dentro de la Biblia. No me interesa en lo más mínimo los pensamientos ajenos. -Don José cierra los ojos y toma un respiro cruzándose de brazos. -Cervantes también ha sufrido con su Quijote, ¿o no, mi amigo? ¿Qué me dice de Nabokov con su libro Lolita?, ¿quién no se pondría de los pelos con el pedófilo Humbert enamorado de su hijastra de catorce años? La sociedad en el año 55 cree que le encantaría para no manchar la buena reputación de muchos hipócritas que dentro del poder quieren un estilo feliz de país dentro de una mentira. Y tantos como La guerra de los mundos de

H. G. Wells, Mi lucha de Adolfo Hitler o ese príncipe maquiavélico de Nicolás. La lista es inmensa ni siquiera se salva Ulises de un irlandés atrevido como James Joyce. Nadie está exento de la crítica y la malicia experta de las compañías y política barata gubernamental.

Al escuchar a don José no podía evitar pensar en el libro que hace unos años se lanzaba de la mano de George Orwell en lo referente a la política gubernamental. Un sistema de control que nos observa y da por enterado de todo lo que sucede alrededor.

—¿ James también? -¿Estos irlandeses? -pensé.

—Son solo repercusiones, la cuestión subyace en el interior de las personas que vislumbren lo que realmente consideren pertinentes al leer y valorar lo que el arte les otorga a través de interlocutores como lo soy yo escribiendo, como Picasso pintando, o Mozart tocando. Cla- ro que no puedo compararme con semejantes artistas, como ellos no pueden compararse conmigo.

—Claro, mi amigo, sin embargo, estamos en otra época. La Gue- rra Fría ya ha terminado, los juegos de video se están reproduciendo

como la raza humana y la música nos sigue deleitando. -Comencé a reírme por tales efectos de la expresión.

Ambos carcajeamos. Don José, a pesar de ser un hombre carismá- tico y de tez seria, sabía reírse con elocuencia ante, no así a carcajadas.

—¡Ahh!, la música rock, el punk, el blues y el jazz. Ya no hay músicos.

—Al contrario, los hay -le dije golpeando la mesa.

—¿Quiénes? ¿Europe? Es música para adolescentes. Phil Collins,

¿quién es él? -expresa con ironía el portugués indignado.

—Le repito que la hay. Escuche tranquilamente los discos, y usted me dirá. Por una vez en su vida aplaque, aunque sea un poco, el jazz que lleva adentro de Dizzy, y Miles Davis. Son genios trascendentales, pero hay que abrirse a nuevos rumbos.

—Le voy a tomar la palabra. -Se niega el portugués, añejo como el vino.

—Luego de mi viaje será un hombre diferente. La música muda como nosotros como un nuevo modelo para seguir.

Don José hace una mueca de expresión dubitativa y taciturna direc- cionando los ojos a un costado.

—¡Si usted lo dice! ¿Cuándo va a viajar?

—¡En estos días!, voy a encontrarme con mi compatriota y amigo. Hay algo interesante para discutir.

—¿Otro fantasma como nuestro amigo aquí presente? -Don José dirige la vista a Fernando Pessoa en la versión de metal.

—Nuestro amigo descansa y no. Ahora tiene que escucharnos aquí. Tiene la desgracia de sentir la plática de dos payasos en una tarde so- leada del verano lisboeta.

—Oiga, él debe estar a gusto con nosotros. Aún recuerdo aquella epopeya de idas y vueltas.

—¿El auto de Quaresma sigue en el taller? -le pregunto con curiosidad.

—El auto de Sarachago sería mejor término -se ríe don José-. Si todavía continúa, el Bugatti Royal se encuentra muy viejo, aunque mantiene la sagacidad y potencia de los carros de hoy como la línea Ford Sierra.

El busto de Fernando Pessoa se mantenía pasivo, intachable en su quie- tud y serenidad. Observa sin decir palabra, solo dos locos que realmente lo conocieron pueden discernir lo que el hombre del sombrero piensa.

—¿Ha vuelto hablar con él? -me expresa el portugués-, me siento indignado por no poder hacer lo mismo.

—Relájese, a lo mejor es por cuestiones personales, he conversado.-

—¿Su viaje?

—¡Sí!

—¿Qué le ha vaticinado?

—Dice que hay fuerzas con las cuales no hay que entrometerse.

Ahora el portugués se apoya contra la silla. Levanta la taza de café y antes de tomar un sorbo hace un ademán de salud en honor a mí y luego dirige su mano con la taza a la estatua de Pessoa. Luego lleva la taza a su boca, y absorbe un poco de aquel líquido negro. Coloca fi- namente la taza en la mesa y se pone las manos en la nuca observando al cielo. Toma un nimio respiro sin mover un solo músculo del pecho, y sus pulmones apenas se inflan en carácter cuantitativo de promedio de oxígeno que ingresa. Lo observo y hago el mismo movimiento apo- yando las manos en la nuca, en cuanto me siento un tanto irresoluto y confuso a la vez sobre lo que deba estar pensando, el portugués estaba inmóvil entonces. Lo conocía tan bien que podía descifrar con una mirada que algo no estaba resultando como debe resultar (si la re- dundancia me lo permite) en un ciclo normal de los acontecimientos terrenales que suelen ocurrirle a uno u otro ser humano. Era una co- yuntura de vacío en el tiempo en que todo se mantiene inmóvil para el ojo que lo ve todo en el ser. Un trance de meditación, hasta que aquel que enfrente de mí se encontraba baja las manos de la cabeza de la parte occipital para apoyar una en la baranda de la mesa.

—Mi amigo, ¿usted sabe lo que hemos pasado?, y sabe bien que las fuerzas de una naturaleza distante merecen descansar. Si él -y señala con el dedo índice de la mano izquierda a la estatua- le ha manifestado sobre las potencias del bajo astral, quiere decir que lo que puede llegar a encontrar tiene relación con aquellos espías que habitan el mundo

del averno. Sabe bien que no es saludable entrar en el mundo de ellos. Sabe Dios lo que pueda llegar a acaecer en caso de entrometerse en asuntos ajenos a este mundo.

—Es solo una manifestación.

—Es solo una verdad absoluta. Le pido que deje descansar a los muertos, y no moleste a los demonios.

—¡Son puras pavadas!

—¡No se lo he dicho yo!, ¡se lo ha dicho él! -vuelve a señalar con la mirada a Fernando Pessoa.

—¿Usted lo cree?

—Sí, lo creo y lo afirmo como he afirmado tantas cosas.

—De todas maneras, no voy por esa razón solamente. Voy por aquel proyecto de historia.

—¿Sobre quién?

—Un punto interesante que nos habla de la trama sobre batallas entre unitarios y federales.

—Historia Argentina -se toca el mentón don José.

—En efecto. Como debo preparar una nota sobre un artículo histórico, se me ocurrió que qué mejor idea que hablar de aquellos acontecimientos.

El portugués se plasma pensativo. Cavila mientras se rasca la cabeza y frunce el ceño al escuchar a Armando.

—Algo me ha comentado sobre la historia colonial. ¿No es un tan- to controvertida? -le dice todavía con el ceño fruncido.

—¡Sí, lo es!, aunque muy interesante para quien guste de una narra- ción de pura aventura.

—¿Y qué piensa?

—Pienso que los datos que pueda obtener allá son concretos, pero me trasladaré a la provincia de Córdoba, Argentina, voy a tomar asun- to en un personaje en particular que me parece interesante en todo este pleito de sangre y libertad.

—Si es lo que pienso, con seguridad, será aquel hombre de pelo ondulado y gran patilla y barba.

—¡El general Juan Facundo Quiroga!

—¡Lo sabía!, no hay momento de su vida en que no hable de él, y el tal Juan Manuel Rosas.- ¿Qué es lo que tienen de interesante?

—Toda una complejidad y misticismo, ¡mi amigo!

—Lo veo muy exagerado.

—Y bueno, son perspectivas.

—Lo entiendo. Sabe, dejé las acrobacias y laberintos de búsqueda hace ya mucho tiempo. Eso no quita que no me gustaría acompañarlo. Cada vez que usted suele creer fervientemente que algo increíblemen- te majestuoso acontecerá. Ocurre y de una forma tan fantástica que ni Dios lo puede discernir.

—¡Ja, ja, ja! -me eché a reír jocosamente-. ¿Usted lo estima así?

—Es una expresión; como un dogma que hay en su capacidad sobre el misterio.

—¡Mi amigo! Usted encajaría perfectamente como compañero de aventuras.

—¡No! Armando, esta vez quiero tomar un respiro, debo abocar- me una nueva obra. Una obra religiosa. Quisiera y me veo tentado en tal historia. Aparte, ¿solo para recopilar información?.

—¡No solo eso!, de fantasmas sabemos demasiado. -Ambos clava- mos la mirada en Pessoa-, ¡sabemos lo suficiente!

—Claro que sabemos -no desvía la vista en el maestro poeta.

—¡Bueno!, hay quienes afirman que Juan Facundo Quiroga no era un ser común y corriente. El llamado Tigre de los llanos era un militar que practicaba la brujería.

Don José lo escucha atentamente. Vuelve su mano al mentón y se fro- ta la barbilla sopesando los tres nombres que ha manifestado su amigo.

—¡Continúe, mi amigo!

—Bueno, el llamado Tigre se comentaba en el norte. Sepa ante todo que el folclore argentino tiene una arraigada suma de leyendas, narracio- nes y fábulas sobre los seres que habitan fuera de lo normal en este espacio.

—Seres fantasmales, espíritus. ¿Como la llamada luz peligrosa?

—¡Luz mala! Le dicen, pero está en lo correcto.

—Mi amigo, son fábulas del interior de los pueblos y campos en los cuales suele crecer el misticismo. En los cuales se forja el paganismo.

—¡No importa!, son historias que pueden o no suceder. Muchos lugareños las mantienen en vilo hasta nuestros días.

—¿Y cuál es la referencia de realidad? -le expresa de forma sarcásti- ca el portugués-. ¿Qué motivo ha de inferir en un relato real?

—¡El motivo es él! -señaló entonces al poeta-. Sabe bien que el maestro solo era una historia de indigentes, ¿o no? ¡Y aquí nos vemos!

—Tiene la razón, mi amigo, no sé cuándo me volví escéptico. Siempre recuerdo las palabras de Ricardo Reis, y ese fecundo apoyo en poesía.

—Lo mismo expresó don Alberto Caeiro como un discur- so prolífico

—¿Álvaro de Campos? Aquel romántico ladrón. Hombre de dolor.

—O Bernardo Soares, el Pessoa en persona.- ¿Me entiende ahora?

¿Cuántas corridas, idas y venidas hemos pasado? ¿Recuerda? Y Lisboa fue nuestro laberinto. Con un Némesis en común. Un enemigo que no era otro que la desconfianza y la falta de comprensión. Hay que dejar de lado la incredulidad y el ateísmo. Estamos otra vez regresando a los vie- jos tiempos antes del maestro Pessoa. No quiero ser escénico, pero así es.

El portugués asiente con la mirada baja sin esgrimir sonido alguno. En su fuero interno comprendía a la perfección que lo que Armando estaba expresándole era cierto y en un cierto punto habían abandona- do todas esas sapiencias que el maestro les había enseñado por medio de los suyos. Sus hijos heterónimos. Por lo que solo se remitió a ratifi- car las palabras de su amigo.

Le pido disculpas, quizás los años me han transformado en un viejo repulsivo -y con un movimiento de músculos impone una mueca bur- lona, pero real y sincera-. Prosiga, mi amigo, lo que estaba exponiendo

-ahora le dice.

—¡No hay problema, don José!, como siempre decimos (hoy tan portugués como argentino), aquí somos todos amigos. Y levanté mi taza de café al cielo. ¡Salud!

—¡Ja, ja, ja! -¡Salud mi amigo!

Ambos ríen nuevamente para no ser repetitivos. ¡Eran amigos!

¿Qué más se podría expresar? El busto de Fernando Pessoa los con- templaba inquietantemente. Quizás quería sumarse a las risas, pero no podía romper su estado inerte. Era una imagen petrificada de un artista y sin embargo Armando podía escuchar su voz toda vez que se sentaba tranquilo a esperar a don José. Nuevamente nuestro historia- dor retoma el relato que comentaba al escritor.

—La cuestión es que la imagen personal de aquel general que le acabo de nombrar es la más renombrada de la historia argentina. Ha sido calumniado por otros personajes, entre ellos Sarmiento, en su libro Civilización y barbarie, Juan Facundo Quiroga, y todo para manifestar el estado de salvajismo que los federales, se decía, poseían. En esos tiempos estaban quienes proponían que una única provincia, Buenos Aires, la cual como verá en los mapas limita con el Río de la Plata y junto a él el océano Atlántico sea quien centralice el poder, aprovechando que las importaciones estaban en el puerto de la ciudad junto a una constitución que establezca dicha organización nacional sobre una base centralista arruinando, claro está, la industria de las provincias y su precario sistema económico. Luego los que proponían formar una nación, pero con autonomía en las provincias. Una copar- ticipación económica, más allá del carácter político--administrativo de cada una. Unitarios por un lado y federales por el otro. Amantes del Viejo Continente, propulsores de poblar la tierra con una raza superior al mestizaje, proclamando en nombre de las corporaciones internacionales y el avasallamiento de la república en manos de paí- ses como Inglaterra o Estados Unidos y los que consideraban que el populismo de las masas nacionales era más importante. Este perso- naje comenzó una revuelta en la zona del Cuyo y el litoral cuando se enteró que Bernardino Rivadavia, quien entonces estaba al mando en Buenos Aires, cedió las minas del cerro del pueblo de Famatina en la provincia de La Rioja a una empresa extranjera. Claramente esas tierras eran de Juan Facundo Quiroga, quien actuaba como principal

accionista. Este no aceptó para nada la usurpación de sus territorios.

—¡Aguarde!! ¿O sea que el hombre arranca las contiendas por aquel episodio?

—Se podría decir que sí; pero hay más.

—Mire, las cuestiones económicas siempre han movilizado al mundo. Como historiador debe saber por qué se generó la Reforma religiosa, ¿no?

—Unos barones alemanes que no querían pagar tributo a Roma. Por esa razón un día Martín Lutero colocó un cartel en la puerta de una iglesia con un escrito. Nuevo dogma. Teología en nombre de la religión.

—Luteranos, anglicanos, calvinistas, y un rey en Inglaterra que se separa aprovechando esta situación.

—¡Tudor! Y la querida Ana Bolena.

—¡En efecto, Marx tenía razón, camarada! El mundo es un sinfín de situaciones que son manipuladas por la economía.

—¡Totalmente de acuerdo! ¡Bien!, la cuestión es que se desató una guerra civil en la Argentina. El riojano era partidario de ideas unita- rias, pero Rivadavia hizo las suyas además de rechazar las ideas reli- giosas que el segundo imponía y desvió ante este rechazo unos fondos destinados a un proyecto. Unas cuestiones políticas y promesas, ¿vio? Encarga entonces al general Lamadrid, el hombre de las ciento diez (porque en todas las batallas resultaba lastimado y hasta varias veces se lo dio por muerto).

—¡Los rumores de mi muerte han sido exagerados, diría Twain!

—¡Cierto! El general unitario era el encargado de suprimir la re- sistencia federal junto a Gutiérrez. Quiroga no obstante organiza un ejército y ataca con dos aliados de otras provincias. Bustos en Córdo- ba e Ibarra en Santa Fe. Quiroga derrota en todas las oportunidades a La Madrid. No voy a hondar mucho en su historia, don José, sino que le diré que, dentro de todas esas batallas y la guerra en su gracia más inmensa, se generó el mito de que Quiroga era un brujo. Que había realizado un pacto.

—¿Un pacto?

—¡Bien dicho!, ¡un pacto!, y aquí entra la cuestión que manifesté al mencionar el folclore del norte y el litoral de la Argentina. La magia y la nigromancia se unen. Existen narraciones de cuevas cerca de un pueblo a unos kilómetros de la ciudad capital de La Rioja, provin- cia del norte de la Republica Argentina , como en otros sectores del mismo país. Algo así como un lugar preelegido para ritos satánicos propios de los brujos malhechores. Se habla de que el general Quiro- ga posiblemente era uno de ellos. Se cuenta también en las memorias del general Paz que este hombre de los llanos adquirió un ejército de almas a las cuales llamaba capiangos. Hombre bestia. Mitad indios, mitad jaguaretés. En las fábulas de los nativos de la Mesopotamia, del Chaco y el norte se los menciona.

—¡Son historias, calculo!, y me recuerdan mucho a los guerreros jaguar aztecas, o guerreros águila.

—¡Sí!, es verdad, en Latinoamérica muchos nativos utilizaban uni- formes y pinturas. Algo representativo.

—Sin ir más lejos, los pictos se pintaban para luchar contra los roma- nos en el famoso muro de Adriano y aullaban como lobos. Y sin ir más lejos el mejor ejemplo lo verá en el norte de Europa en las tierras nórdicas. Los Berseker. Unos hombres bestias que entraban a la batalla semidesnu- dos con una piel de oso bajo un trance psicótico, casi invulnerables al do- lor, que llegaban a morder armas y escudos. Nada los detenía. Entiende, mi amigo. No es posible que sea una brujería ni almas del infierno.

—¡No lo imagino tan así! ¡Las memorias de Paz dicen más de lo que uno se cree!

—¿Y qué veracidad tienen esas memorias?

—Hay relatos y testimonios.

—¡Bueno! Se tendrá que verificar.

—¡No volvamos al escepticismo, mi buen amigo!

—¡Cierto! ¡Cierto! -¡Je, je! -expone una nimia risa don José.

—Y también tener presente que su posesión material tenía un ca- ballo, el moro. De origen, como su nombre, moro. También el piojo.

Un aliado implacable en la victoria y un compañero salvador en la derrota como expresó una vez un historiador argentino de princi- pios de siglo.

—¿Como el implacable e inteligente corcel del César?, ¿veloz e in- trépido como el de Philotas?, ¿y astuto consejero cómo el de Calígula?

—¡Así es, mi amigo! Facundo tiene ese ejemplar cuya predilección a la superstición lo llevan a indicar cuándo y dónde atacar. El bruto es una suerte de oráculo de Delfos. Corre la dicha de quien monte al caballo en su manera y forma dependerá la victoria o la derrota.

—¿Entonces era como un bucéfalo para un magno Alejandro?

—¡Era tal!, usted sabe, un caballo es aliado de sangre. Y mencio- nando nuevamente a nuestro historiador revisionista…

—Un caballo es un tesoro y hay tesoros que no valen un caballo. Si Ricardo III halla a este moro de don Quiroga por dos veces entrega su reino. Sino me equivoco fue David Peña, el que las expresó - le

comento a mi camarada.

—El caballo es un símbolo de la nacionalidad, de patria, de libertad

-mi amigo-- expresa don José.

—¡Y de familia! -agregué-. El tordillo de otro general, Urquiza, quien venció a Rosas, era un miembro predilecto de la familia. Se pa- seaba por el palacio de San José y tenía el atrevimiento de entrar en las habitaciones como su perro o gato. Era una gloria en el combate y un amigo como el moro.

—Sabe, yo tuve de pequeño un caballo en mi pueblo ya hace mu- chos años. Son seres extremadamente inteligentes. No contienen la delicada sutileza de lealtad que delega un perro a través de la confian- za; pero están a un paso de ser tan sinceros y confidentes como ellos. Se llamaba o respondía al nombre de Hermes.

—¿El mensajero de los dioses?

—¡Era más que un mensajero! Si gusta ese término. Ese corcel ha- cía las veces de empleado cargando a mi santa abuela, a la cual su disca- pacidad locomotriz le impedía ir y venir. El paciente animal la llevaba en un pequeño carruaje. ¿Sabe? Este no se podía desprender de ella. Al

llegar la noche en el establo descansaba y luego al otro día relinchaba pidiendo al patrón para salir de aquel sitio. Había que llevar a la abue- la de paseo. Como si fuera un centauro. Él era sus piernas cual Quirón. El maestro de Hércules. Los animales tienen ese sentido de la vida.

Sin duda en cuanto don José me comentaba, asocié la misma situa- ción a un perro muy querido. No es un caballo, es un perro que no se desprendía de mis abuelos. Don José proseguía con aquel cuento de su infancia. En sus memorias guardaba tanta información como fuera posible. Siempre me dice que llegará el día en que deba contar estas anécdotas antes que me despida del mundo.

—¿Y qué ocurrió con aquel ejemplar?

—Luego que se fue la abuela, enfermó. No se dejaba montar, ape- nas pastaba. Hasta que un día llegamos al establo cerca del palenque y él contemplaba el techo acostado como pidiendo a los dioses que no lo dejen fuera del paraíso. Que no lo dejen lejos de la abuela.

Entendía cada palabra de mi amigo. Don José suspira y observa hacia las alturas como tantas veces lo ha hecho y retoma su metódica medita- ción de segundos en la cual la reflexión mantiene intacto al ser humano.

—En fin -dice don José-. ¿Rompí la línea del tal Quiroga? -y joco- samente espira una leve risa.

Compenetramos en su famoso caballo. En la mitificación de un ser diferente al resto. En una historia de guerreros y batallas grandilo- cuentes que parecen no terminar jamás.

—¡Eso lo ha dicho usted!

—Es que de eso se trata, de batallar para no tener que lu- char nunca más.

—¡Sabe! ¡Esas palabras son propias del general Quiroga!

—¡Entonces debemos tener un vínculo ejemplar entre los dos!

—¿No le parece práctico venir en este viaje?

—Mi amigo debo terminar una narración que se dispone a demos- trar que las lenguas romances son de origen indoeuropeo.

—Deje de tanta palabrería. Aparte sepa que podrá practicar su es- pañol como corresponde. Ha mejorado.

—Tan bien que ya puedo decir "hola" sin complicación de expresión.

—No le irá nada mal.

—En broma, mi amigo. Sí, la verdad es que la última vez que estuve en Compostela me he codeado con mucha gente que me ha ayudado. Hasta puedo tener una charla amena, solo el lunfardo latino puede complicar la existencia lingüística con errores de cacofonía. ¿Usted qué observa?

—Está listo para viajar.

—Delo por hecho entonces, pero no iré con usted, sino en una semana.

—Las lenguas romances.

—¡En efecto! ¿Se ha dado cuenta de que seguimos relegando el asunto Quiroga?

—Bien. Y es verdad que voy a dar conclusión a esta figura. Bien, retomemos lo antedicho. Tenemos un hombre aliado de los poderes infernales aparentemente. Que según las historias de los llanos estaba bajo la influencia de los salamanqueros. Un caballo que otorga con- sejos. Que le dice dónde y cuándo atacar. Una guardia personal de ánimas, -mitad hombre--mitad bestia.

—Un ejército patibulario. Como de mercenarios y criminales.

—Cierto. Y algunas historias para finiquitar: no dormía nunca. Adivinaba el pensamiento. Aparecía como teletransportado cuando menos se lo esperaba. Un hombre con una naturaleza salvaje y a la vez civilizada.

—El mito le ha dado vida desde lo alto de la leyenda. Su leyenda.

—Aparentemente, y para terminar, tras su muerte, asesinato. Su cuerpo desaparece o es escondido como el rey Arturo. Asesinato de un balazo en el ojo por sicarios.

—O Federico II Barbarroja.

—Estamos en la misma sintonía.

—¿Y usted va a estudiar ese asunto?

—Y hay mucho más para contar. Como Fernando Pessoa, ¿recuer- da? Quiroga hace su aparición en un corcel que indudablemente es el

piojo. Un caballo grisáceo en medio de los montes. La diferencia es su transporte.

—Podría ser pragmático un chofer que lo lleve en Carris

-ríe don José.

—Es práctico -le contesté jactándome de la risa de aquel portugués amigo-. ¿Qué le parece la historia?

—¡Me convence! Tanto es así de sencillo que a esta edad quiero concluir una buena historia que valga una epopeya . No quiero ter- minar mis días en el atavismo rutinario de un aburrido ermitaño de biblioteca que escribe.

—No recuerdo, ¿cincuenta y cuatro, cinco, o tres y avance?

—Adivínelo usted, mi amigo. No soy un joven.

—No diga eso, don José, cincuenta y pico de años o tantos. ¡No es nada! ¡Nada!

—¡Sí!, ¡es la pura verdad!, pero por eso mismo no me rindo. Ni siquiera el reuma deja que me quede acostado en un catre todo el día y toda la noche.

—¿Lo tratan bien?

—Mi doctor me dice que está controlado siempre y cuando siga los preceptos de Esculapio.

—¡Ay, ay, ay! Mi buen amigo. ¿Ejercicios seguro que no?

—Para nada. ¿Alguien cumple al pie de la letra los mandatos de un médico? No. Vamos cuando estamos ante las súplicas que le pre- sentamos a la enfermedad para que nos deje en paz y luego de pasar por la puerta del consultorio volvemos a ser los hombres de hombría que resistimos todo. No se fije ni en mi edad ni en mis complicacio- nes de anatomía. Quiero, puedo y voy a hacerlo. Voy a hacer ese viaje. Me hará bien respirar aires de Sudamérica y hablar español fluido con criollos y otros seres que habiten el continente, país, ciudad o pueblo.

—Entonces estamos preparados.

—Sacaré mi pasaje en los subsecuentes días y lo voy a telefonear pronto. O, mejor dicho, usted deberá hacerlo. Pasarme dirección y cómo localizarlo desde donde se encuentre. ¿Irá Rodolfo?

—¡Mi hijo y mi esposa!

—¡Ah! Será perfecto ver a Rodolfo, el muy malandrín, está cre- ciendo bien, ¿no?, y Milagros. ¿Sigue enojada con usted? ¿Le comenté que tenía una relación y he terminado con ella? Soledad. Solo quedan cenizas. Era española. Gallega. Su nombre ya ha sido mencionado, su apellido es Francesca. Y bueno, por esas causas no duramos lo que la vida de una mariposa. Era bastante paciente para con este viejo. De eso no puedo citar queja alguna, ¿usted sabe? El amor llega cuando menos se lo espera y se va de la misma manera. Quizás cuando uno no espera la llegada de nadie más, y alguien se nos cruza y ya no es nadie, sino alguien. Metafórico y a la vez una bendición del Dios que me mira para que no haga tonterías. Y luego por una razón humana las hacemos y todo concluye. Una pena, la mejor cazuela española estaba en mis manos -lamenta el camarada

Lo miro con lástima de quien mendiga amor.

—No estaba al tanto. ¡No se preocupe! ¡El amor llega sin aviso! Lo felicito, mi amigo, de todas formas, por intentar. A todos nos ocurre, de eso no se preocupe, y si alguien lo quiso, y otro y otro. ¿Por qué no otro? Milagros suele enojarse, pero luego todo se aplaca. Debemos tener un tiempo, solos. Muchos años de estar juntos y no. Trabajos diferentes. Pasiones diferentes y a la vez somos tan iguales. El pequeño Rodolfo siempre me pregunta por usted. La pasión por escribir y leer historia es algo que lo atrae a pesar de sus once años. Es un rebelde. Casi un adolescente, casi un niño que no quiere llegar a esa base.

—¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos a esos rebeldes, no?

—¿Ya no se lucha, quiere decir?

—Siempre se lucha. Siempre hay un motivo para disputar en comba- te. Hay que encontrarlo. No veo la hora de que nos embarquemos. Ya me sentía listo para internarme en un geriátrico. ¡Ja, ja, ja! -ríe don José.

—¡Ja, ja!... Seremos viejos, pero Lisboa nos conoce, y siempre será nuestra tierra en la cual un café significa un contrato tan respetable como un encuentro de amigos.

—Que así sea camarada. ¿Le parece una ginjinha? Me siento como

un Indiana Jones en una cruzada o en una cacería de arcas perdidas y templos de la perdición.

—¿O un Alan Quatermain?

—¡Ah! Esa película de las minas del rey Salomón y el famoso libro de Haddars, ¿cómo no tenerlos presentes?

—¡Ginjinha por favor!

Era pasada la tarde y la verdad es que consideré que tomar alcohol con nuestro amigo sería la mejor manera, discreta e impoluta, de ce- rrar un pacto de aquel viaje. Como decía un viejo adagio, todos somos amigos en la tierra de lo inverosímil.

—Alberto, ¡dos de esas bebidas que ya sabes!

—¡Perfecto, don José!

—Descuide, camarada. ¡Invito yo! -El portugués estaba tan alegre y ni siquiera había probado alcohol.

—¿Nuestro amigo Pessoa?

—¡No él!, no creo que quiera, igual nunca está de más ofrecerle.

¡Vea cómo nos observa y su cara de felicidad! Qué suerte que usted pueda comunicarse con él.

—Son solo voces. Me estaré volviendo un maníaco esquizofrénico.

—Espero que solo sea de los que no cometen atrocidades.

—Yo también espero lo mismo.

El busto de Pessoa los observaba sin medir palabra con su ambigua facha. El mozo les deposita la bebida, luego los vasos que quita cui- dadosamente de la bandeja. Luego destapa la botella y sirve en cada vaso. Un saludo de buen provecho, amigos, y ambos toman sus copas y levantan en un brindis fraternal.

—¡Salud, don José!

—¡Salud, don Armando!

—¡Salud, Alberto! --dicen ambos

—¡Salud, don Fernando Pessoa! -le dicen ahora a la estatua.

Chocan sus vasos en el aire ante el reflejo del sol en la tarde que cae en Lisboa, Portugal. Un trago. Y luego otro, otro y otro. La botella poco a poco iba reduciendo su esencia. Esta se termina hasta que el

sol cae rendido ante la luna. La noche hace a la presencia. Una luna radiante. Alberto, el mozo, sale del bar. Su turno ha terminado. Llega María, su reemplazante. Una joven de veintitantos años. Famosa por su cordialidad. Don José, tan pícaro, la saluda y ella devuelve el cum- plido. Luego lo mira a Armando. Y devuelve la vista a la forma de la mujer que se coloca el guardapolvo para arrancar su jornada laboral.

—¡Éramos tan jóvenes, don Armando!

—¡Ja, ja! Y lo seguimos siendo, mi amigo. ¡Solo que la mente se opone al árbol de la juventud!

—Si me disculpa, este matusalén se retira a escribir. Los papeles en blanco me llaman telepáticamente. Le encargo a María -- se bufonea el portugués.

—¡Ja, ja! No, mi amigo. Si Mirari se entera, ¡me quedo sin viaje!

—El poder de la mujer -se pone a cantar el portugués medio pasado de copas-, el poder de la mujer, es tan inmenso ese poder -cantando se despide.

—Vaya, mi amigo.

Don José saluda nuevamente a María, y ahora camina en forma de péndulo derecho por la calle que lo vio llegar. Yo continúo sentado haciendo un poco de tiempo para pensar sobre el viaje.

—¡Cuidado, mi amigo!, cuidado. Como le mencioné. Las fuerzas que esta vez enfrenta no son heterónimos de una cabeza que le habla. Nos encontramos ante la verdadera maldad.

—¿Usted lo cree, don Fernando?

—Solo cuídense. La llave está en Rodrigo (Rodolfo tímidamente aspira). El general es la pieza a la cual deben encontrar.

Comencé a sentirme extraño nuevamente ante voces de un perso- naje fantasmal. Iba a cruzar el Atlántico con mi familia y mi amigo para realizar un trabajo de estudio y al mismo tiempo comenzar una nueva búsqueda. Y la voz de mi interior me dice que hay un peligro de que quienes aparezcan no sean las amigables ánimas que solía frecuen- tar. Que aquí solo el general puede resolver el asunto. Y entonces, ¿por qué yo?, me preguntaba. ¿Querrá, como quiso don Fernando Pessoa, que lo encuentre también y cumpla una misión?

—Usted, mi amigo. Es la esencia de una persona que puede encon- trar a quienes erran perdidos y precisan ayuda. No puede ser otra per- sona. El general sabe de usted y de todos los que en su círculo íntimo se encuentran. Solo usted, y nadie más. Quisiera brindarle otra suma de palabras, pero estoy en su interior para guiar el paso. El general me lo ha dicho y la causalidad de los poderes del universo ha complotado todo el encuentro.

—¡Don Fernando! ¡Siempre a su lado mi amigo!, ¡siempre!

—¡Gracias!, y buena fortuna.

Me volteé para mirar el busto del Poeta. Me levanté y me despedí de él y de María. Las cuentas ya estaban pagas. Obviamente don José con su borrachera se había olvidado de dejar parte de la cuenta. No importa, son pequeñeces. Apoyé la mano sobre el hombro de la es- tatua. Palmeé tres veces. Luego me fui caminando tranquilo con la parsimonia de quien tiene mucho para analizar. Replantear una nueva idea de que dentro de la historia estamos desamparados. Las figuras de almas que como había mencionado en muchas otras oportunidades se perdieron escapando de algo. Huyendo. Uno siempre está huyendo. Del miedo, la desesperación, el dolor, el sufrimiento, la muerte mis- ma. Uno huye. Uno no enfrenta, y cuando llega el momento, nos en- cuentran aquellos seres de los cuales nos escapábamos. Porque nunca se fueron, solo estaban escondidos dentro de nosotros en alguna parte de nuestro cuerpo. Y un día se abren a la dicha de querer emerger. Y nos ponemos cara a cara. Ellos se nos ríen y nos dicen. ¡Ey! ¿Así que aquí estás? No guiñan el ojo, se nos burlan. Son como arlequines, bufones de una fiesta a la cual no estamos invitados, y nosotros inten- tamos escapar por última vez. Siempre mencionamos por última vez, hasta que ya es tarde y al final nos localizan definitivamente porque no tenemos adónde ir ¡y nos vencen! Y acabamos como almas. Como tal vez el general, hasta que alguien se presenta para resolver todo el em- brollo. Todo ese sinfín de acontecimientos que nos perseguían. Vaya uno a saber cuántos habrán escapado en la historia queriendo resolver sus asuntos y perecer en el momento. Las intermitencias de una bene-

volente parca podrían salvar estos preceptos en el respeto mutuo hacia la persona que ha recibido los golpes de la vida, para darle, aunque sea, una segunda oportunidad, pero convengamos que no suele ser así de normal. Si no todos seríamos un mundo feliz de humanos que han en- contrado su propósito en la vida. Que han vencido los obstáculos que se nos han aparecido llegando a la cima de la montaña proclamando el poder del valeroso individuo que logró lo imposible para sí mismo. Algo que para otros es posible. Lo elemental será pues encontrar, si es que lo encontramos, al fantasma del general Quiroga. Es un hecho que existe, si no Pessoa no me lo hubiera mencionado. Rodolfo y aun José sin querer. Y luego de ser posible ayudar a resolver una empresa de la cual se ha involucrado este Tigre de los llanos, la cual desconoz- co. Cómo quisiera tener presente los poderes de un detective. Sería más fácil. Un descifrador que use la lógica como el Dr. Abilio Qua- resma. Él sabría cómo arrancar este periplo confuso. No obstante, hay que afrontar lo que se nos presente. No hay otra mejor opción. Huir jamás servirá, sino para prolongar una agonía que un día se nos apare- cerá de golpe para darnos el zarpazo final. Continúo caminando paso a paso. Al tranquilo sonido de una guitarra de fado. Un hombre toca en la calle. Paso frente a él, asiento. Él me saluda. Dejo unos escudos en una gorra que depositada en el piso yace. El señor agacha la cabeza y luego devuelvo el grato agradecimiento con un ademán que hago con mi mano izquierda. Siempre la izquierda. La rebelde. La curiosa. Un nuevo viaje está por realizarse. Una nueva aventura.