Intento volver a meter el cristal en el cajón de mi mesita de noche, pero Selene se adelanta rápidamente, su cuerpo serpenteando entre mí y el mueble como un ariete peludo. Con un resoplido de frustración, retiro mi mano, aún con el cristal apretado en mi puño.
—Selene, abajo —la regaño, pero ella permanece resueltamente en mi camino, esos ojos azul pálido fijos en el objeto que sostengo.
Dándome cuenta de que es una batalla que no ganaré, meto el cristal en el bolsillo de mis vaqueros, ignorando el peso incómodo que parece asentarse en mis entrañas con su presencia. La cola de Selene se agita, y camina de vuelta hacia la cocina, pausando cada pocos pasos para mirar hacia atrás, como asegurándose de que la sigo.