En la sala de maternidad, Kiba deslizó sus dedos en la mano de Agatha cuando ella empezó a sufrir el trabajo de parto.
—¡Aplica más presión! —instó el médico jefe—. ¡Tú puedes hacerlo!
Agatha asintió e hizo lo mejor que pudo mientras el médico comenzaba a traer al mundo al hermoso alma incipiente. Sintió un dolor que torcía y apretaba, que la hizo gritar y clavar sus uñas en la cama y en Kiba.
Kiba parecía sufrir.
No por sus uñas, sino por entender la intensa agonía que ella estaba soportando. Y sin embargo, a pesar de todo, no se detuvo. Su persistencia, coraje y determinación lo asombraron.
—¡Todo estará bien! —dijo Kiba, sin saber si estaba asegurándola a ella o a sí mismo.
Agatha forzó una sonrisa en el momento de intenso dolor. Podía sentir que él estaba mucho más nervioso que ella.
—Él podría no saberlo, pero ¡se convertirá en un gran papá! —pensó Agatha antes de concentrar su fuerza para empujar hacia abajo.
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