Ernesto se acercó al cuenco de barro que reposaba en una esquina de su humilde cuarto, el único lujo en su vida de carencias. El cuenco, desgastado por el uso, apenas podía contener la fría agua que derramaba de la jarra de barro agrietada a su lado. Con manos temblorosas pero firmes, sumergió sus dedos en el agua y la llevó al rostro, limpiándose con lentitud. El frío mordía su piel, pero le ofrecía un alivio momentáneo ante la ansiedad que crecía en su pecho. El silencio de la mañana apenas roto por el canto lejano de los gallos le recordaba que la tranquilidad de ese día sería fugaz.
Al levantar la vista, observó su reflejo en el espejo roto, un fragmento apenas suficiente para devolverle una imagen parcial de sí mismo. Su rostro, ajado por las privaciones, tenía una dureza que no le correspondía a sus escasos 18 años. El tono cobrizo de su piel, más claro de lo habitual en su región, hablaba de ancestros de tierras lejanas que se entremezclaron con las raíces indígenas de su gente. Sus ojos, de un castaño profundo, guardaban el peso de años de trabajo forzado y sueños no cumplidos. Al tocarse el rostro, sintió la aspereza del ligero vello que comenzaba a poblar su mandíbula, como si intentara aparentar una madurez que aún no sentía. Su cabello, siempre rebelde, caía en mechones desordenados sobre su frente, y por un segundo, pensó en lo insignificante que era ese gesto de arreglarse ante lo que venía.
Suspiró profundamente y, con movimientos automáticos, secó su cara con una toalla vieja y rasposa, un paño que había visto mejores días. Sabía que lo que realmente lo esperaba era la incertidumbre, esa que lo rondaba desde que había recibido la orden de presentarse en la plaza para el reclutamiento. "Pa' qué", murmuró, casi con desdén, mientras se vestía con la ropa que había seleccionado cuidadosamente la noche anterior. Sabía que no importaría en unas horas, pero igual se colocó un saco marrón de lana gastada, cuya textura rasposa le recordaba su realidad, sobre una camisa blanca que había logrado mantener limpia a duras penas. Los pantalones, a juego con el saco, y los zapatos de cuero, cuarteados por el tiempo, completaban su atuendo. A cada prenda la colocaba con una parsimonia calculada, como si su cuidado fuera un acto de rebeldía ante el destino que lo aguardaba.
Antes de salir, dio una última mirada a su habitación. El catre de madera, la ventana pequeña que apenas dejaba entrar la luz, la mesita coja donde reposaban sus pocas pertenencias… Era su refugio, pero también una prisión. Los años trabajando para su patrón en esa posada lo habían forjado, no solo físicamente, sino mentalmente, endureciendo su carácter y amargando su juventud. Sabía que, si era elegido para el servicio militar, dejaría todo eso atrás, pero ¿a qué precio?
Cerró la puerta detrás de él, el sonido de la madera envejecida resonó como un eco en su mente. Con pasos pesados, comenzó a caminar por las calles empedradas del pueblo. El aire de la mañana era fresco, pero Ernesto apenas lo notaba. A su alrededor, los demás jóvenes de su edad también avanzaban hacia la plaza, sus rostros reflejando una mezcla de miedo, incertidumbre y resignación. Algunos intentaban mantener conversaciones nerviosas, otros simplemente caminaban en silencio, igual que él. Cada uno llevaba sus propias historias, sus propios miedos, pero al final, todos iban al mismo lugar, y todos estaban condenados a una misma suerte.
Mientras avanzaba hacia la plaza, Ernesto no podía apartar de su mente los relatos que había oído sobre el Fuerte San Roberto. Los veteranos hablaban con tonos sombríos, llenos de advertencias: "Ahí te arrancan lo poco que te queda de hombre pa' volverte una mera máquina", decían, sus voces teñidas de amargura. "Te vuelves parte de un engranaje que no tiene alma, ni conciencia... ni siquiera miedo". Esos hombres, curtidos por la guerra y endurecidos por la disciplina implacable, describían jornadas interminables, el frío que calaba hasta los huesos como cuchillos invisibles, y una alimentación que apenas mantenía a los soldados vivos, pero nunca satisfechos. Lo peor de todo, según contaban, eran los castigos. "Por cualquier cosa te revientan", decían, "y no hay piedad en esos cuarteles". Ernesto se preguntaba si él tendría la fortaleza para soportar todo aquello. Había tenido una vida dura, pero esto era diferente. La guerra… eso era otra cosa.
El trayecto hacia la plaza lo llevó por calles empedradas que habían resistido el paso del tiempo y las inclemencias de la historia. A cada paso, los ecos de sus botas resonaban contra las fachadas de los edificios antiguos, cuyas paredes estaban manchadas por la humedad y el polvo de décadas. La plaza del pueblo era un espacio amplio, un rectángulo de piedra rodeado por edificaciones coloniales que se alzaban como guardianes del pasado, sus fachadas desgastadas por los años y la falta de cuidados. El aire estaba cargado de una tensión palpable, y el murmullo de las conversaciones de los otros jóvenes se mezclaba con el sonido de los pasos sobre el suelo adoquinado. Había algo en el ambiente, una especie de vibración sutil que emanaba de las piedras mismas, como si ese lugar hubiese sido testigo de demasiados destinos truncados y sueños rotos.
Ernesto se detuvo un momento antes de cruzar el umbral de la plaza, observando el escenario ante él: un mar de muchachos, todos compartiendo la misma incertidumbre, el mismo miedo callado. Respiró hondo, como si ese suspiro le fuera a dar la fuerza que necesitaba para continuar, y luego se adentró en la multitud. A su alrededor, algunos intercambiaban miradas ansiosas, otros trataban de disimular su nerviosismo con conversaciones vacías. Pero todos, sin excepción, sentían el mismo nudo en el estómago.
Entonces, los vio. Los hombres de las Serpientes Negras montaban guardia en el centro de la plaza, como sombras imponentes a lomos de caballos oscuros, con sus imponentes uniformes que exudaban autoridad y poder. Eran la élite de Eztac, y su mera presencia era suficiente para imponer un silencio reverencial entre los presentes. Sus atuendos eran impecables: trajes negros ajustados que abrazaban sus cuerpos fuertes y musculosos, decorados con detalles en rojo y dorado, rememorando a los héroes revolucionarios de antaño. Cada pieza de su vestimenta estaba diseñada no solo para protegerlos en combate, sino para intimidar. Las chaquetas, ajustadas y con intrincados bordados dorados en los hombros y puños, resaltaban la elegancia y brutalidad de su formación. Los pantalones negros, ceñidos a sus piernas, caían dentro de sus botas de cuero pulidas hasta brillar bajo el sol inclemente de la mañana. Sobre sus sombreros anchos, adornados con cintas rojas, el sol proyectaba sombras que ocultaban parcialmente sus rostros, haciendo que sus miradas fueran aún más enigmáticas.
Sobre sus hombros descansaban los fusiles Modelo Eztac 1896, con el cañón de acero brillante y el cerrojo reluciendo como si nunca hubieran sido usados. Ernesto sabía que esos fusiles eran mortales, más precisos y poderosos que cualquier otra arma en el continente. Había escuchado historias sobre ellos en las tabernas, de cómo los ingenieros de la Gran Federación habían perfeccionado los diseños extranjeros, haciéndolos más eficientes, más letales. Además, llevaban rifles de palanca Montaña 1888 atados a sus sillas de montar, y las escopetas de bombeo Fénix 97 descansaban al alcance de sus manos, listas para ser accionadas con una velocidad mortal. A sus cinturas, dos revólveres Oront Serpiente colgaban en fundas de cuero negro, armas tan elegantes como mortíferas. Y, por si fuera poco, un sable de hoja curva, con una empuñadura ornamentada, brillaba amenazante en cada uno de ellos, evocando imágenes de batallas cuerpo a cuerpo, de una violencia cercana y personal.
Los cinturones de cuero negro que cruzaban sus torsos estaban cargados de municiones, herramientas y cuchillos, cada pieza cuidadosamente colocada, como si fueran parte de un ritual. Las Serpientes Negras eran la representación física del poder del gobierno de Eztac: implacables, entrenadas, y absolutamente letales. Sus ojos oscuros recorrían la plaza como si fueran águilas cazando, vigilando a los jóvenes que se amontonaban frente a ellos. Nada escapaba a su mirada aguda, ni los nerviosos movimientos de las manos, ni los intentos de algunos de ocultar su miedo.
La reputación de esas armas no pasaba desapercibida para Ernesto. Había oído hablar de ellas en las charlas entre los hombres mayores. Decían que eran las mejores del continente, inspiradas en los modelos del vecino del norte y del poderoso Imperio Völkerreich, una de las potencias de Ouret. Eztac no solo copiaba; mejoraba, perfeccionaba. Y ahí estaban, como símbolos de esa modernidad, de ese poder incuestionable que representaban las fuerzas armadas del país.
Ernesto tragó saliva y apartó la mirada de los hombres de negro. Por alguna razón, su presencia no solo lo intimidaba; también lo fascinaba. Había algo en ellos que le hablaba de un poder que él nunca había conocido, de una disciplina que rozaba lo inhumano. Eran, en el fondo, el producto más acabado de ese sistema que lo había atrapado. Sabía que, si era seleccionado, esos hombres serían sus superiores, los que dictarían su destino a partir de ese día. Sus pasos se volvieron más pesados, como si cada paso lo acercara inexorablemente a un destino sellado.
Ernesto no era un entusiasta del ejército, eso lo tenía claro. Si bien el uniforme de las Serpientes Negras lo impresionaba como a cualquier otro, el destino que implicaba no dejaba de causarle un nudo en el estómago. Sin embargo, había algo en la forma en que esos hombres se presentaban al mundo que lo hacía imposible de ignorar. La imponencia de sus vestimentas, la elegancia en la coordinación de sus movimientos, y esa fría precisión con la que manejaban sus caballos y armas, despertaban en él una mezcla extraña de fascinación y miedo. Era como si el simple hecho de observarlos lo absorbiera, invitándolo a imaginarse a sí mismo dentro de ese mundo riguroso y letal.
De pronto, el agudo sonido de una trompeta rompió el silencio de la plaza, y la reverberación metálica de la nota recorrió el lugar como un látigo invisible. Ernesto sintió que la vibración de ese sonido le calaba hasta los huesos. Su mente, antes perdida en divagaciones, volvió de golpe a la realidad, y sus ojos se enfocaron en el despliegue militar que se desarrollaba frente a él.
Las Serpientes Negras, con una sincronización casi sobrehumana, enderezaron a sus caballos con un leve toque de las riendas. Los animales se alinearon en filas perfectas, sus cascos golpeando el empedrado de la plaza con un eco profundo. Parecía un solo cuerpo, una máquina de precisión. En un abrir y cerrar de ojos, se formaron con una disciplina que solo podía inspirar respeto, y esa exhibición de poder militar inundó la plaza de un silencio reverente. No había murmullos, ni susurros; solo el pesado latido colectivo de corazones ansiosos.
No pasó mucho tiempo antes de que los soldados regulares de la federación comenzaran a llegar también. Ernesto los vio marchar hacia el centro de la plaza con el mismo aire de coordinación que las Serpientes Negras, aunque su apariencia era ligeramente diferente, más práctica, más terrenal. Los uniformes de estos soldados, aunque igualmente negros, llevaban detalles en rojo que delineaban con sutil elegancia sus figuras, como si cada hilo de sus vestimentas estuviera pensado para resaltar una mezcla de autoridad y brutalidad. Los sombreros de ala ancha, típicos del ejército, protegían sus rostros curtidos del sol, pero también añadían un toque amenazante a su aspecto.
Sus uniformes estaban cargados de armas que relucían bajo el sol de mediodía. Cada uno portaba un Modelo Eztac 1896, con una bayoneta de tres filos en el cañón, que parecía más una extensión de su brazo que un mero instrumento de combate. Las carrilleras que cruzaban sus pechos estaban llenas de peines de balas, y sobre sus hombros descansaban los Rifles de Montaña 1888, listos para disparar a la primera señal de peligro. Ernesto no pudo evitar imaginarse el sonido de esas armas en acción, los ecos de sus disparos rompiendo la calma de cualquier valle o montaña donde los usaran. Y eso no era todo. Cada soldado llevaba un Oront Serpiente, ese revólver icónico que era el orgullo de la federación, junto con una Escopeta de Mano Eztac 1890, más corta y letal a corta distancia.
Pero lo que más llamó la atención de Ernesto fueron las ametralladoras Tezcatlipoca M1901 que algunos de los soldados cargaban. No todos, claro, solo los más robustos, los más fuertes, aquellos que parecían haber sido tallados a mano por algún dios antiguo de la guerra. Estas máquinas de muerte añadían un toque siniestro al ya imponente arsenal de las fuerzas federales, dejando en claro que la federación no escatimaba en recursos cuando se trataba de prepararse para la guerra.
A medida que los soldados ligeros se unían a la formación, Ernesto observó que sus uniformes, aunque similares a los de los regulares, eran más simples, menos adornados. Pero eso no los hacía menos letales. Cada uno llevaba consigo un Rifle de Montaña 1888, sus carrilleras llenas de municiones que brillaban como espejos bajo la luz del sol. Estos hombres también portaban la famosa Escopeta Fénix 97, una herramienta tan peligrosa como útil en los combates cercanos, donde no había tiempo para apuntar con precisión, solo para disparar rápido y certero.
El aire en la plaza se volvía más denso con cada nuevo grupo de soldados que llegaba. Ernesto sintió que el peso de la militarización lo aplastaba, como si las sombras de esos hombres y sus armas crecieran a su alrededor, absorbiendo cualquier esperanza de un futuro distinto.
En medio de aquel despliegue, un hombre mayor emergió entre la multitud, abriéndose paso entre los soldados y los jóvenes reunidos. Su figura destacaba, no solo por la edad, sino por la autoridad que irradiaba con cada paso firme. Tenía la piel curtida por años de sol y guerra, su cabello, ya gris y corto, brillaba bajo el resplandor del día, y un bigote espeso le daba un aire casi paternal, aunque en sus ojos oscuros no había rastro de ternura. Vestía un uniforme de gala impecable, que resplandecía con el brillo de medallas y condecoraciones que pendían sobre su pecho. Cada insignia era un testimonio mudo de su experiencia y valentía en el campo de batalla, como si cada fragmento de metal llevara consigo una historia de sangre y victoria.
A su alrededor, otros oficiales lo flanqueaban, hombres igualmente bien vestidos, aunque sin la misma imponente presencia. Eran como sombras del hombre que lideraba, instrumentos silenciosos de su poder, listos para ejecutar cualquier orden sin dudar. El anciano oficial avanzó hasta el centro de la plaza y, tras una pausa calculada, alzó la mano, haciendo que el lugar entero quedara en absoluto silencio. Cada joven, cada soldado, cada civil, incluso el viento que antes soplaba ligeramente, parecía detenerse bajo su mando invisible.
El sol golpeaba con fuerza sobre el empedrado polvoriento de la plaza, haciendo que el aire vibrara como si estuviera a punto de estallar en llamas. Entre la multitud expectante, un hombre se destacaba, y no era cualquier hombre. Era el general Felipe Santiago Pérez Mendoza, una leyenda viviente en la historia militar de la nación y del continente entero. Su fama lo precedía, como una tormenta en el horizonte, cargada de respeto y temor. Era conocido por su dureza implacable, esa que moldeaba hombres de carne y hueso en soldados de hierro, y su fiereza en combate era tan legendaria como sus estrategias en el campo. El general había llevado la bandera de la Federación a lo más alto, logrando cuarenta victorias y solo una derrota en toda su carrera, y había repelido una invasión conjunta de tres imperios de Ouret, con tan solo un puñado de hombres.
Cuando su silueta se alzó en el centro de la plaza, todos guardaron silencio. Vestía su uniforme de gala, negro como la noche, y sus condecoraciones brillaban bajo el sol, como si cada medalla tuviera la intención de reflejar el peso de sus victorias en los ojos de quienes lo miraban. Su mostacho espeso y cuidado adornaba un rostro curtido por años de sol, polvo y sangre, y su mirada, aguda como un cuchillo, parecía atravesar la carne y llegar hasta el alma de los presentes. Pérez Mendoza era un hombre de pocas palabras, pero sus gestos hablaban de una autoridad que no requería de discursos para ser comprendida. A su lado, un séquito de oficiales menores lo seguía de cerca, como sombras obedientes.
La leyenda del general no era solo por sus victorias. Era por su disciplina de hierro. En el Fuerte San Roberto, el cuartel a su mando, se decía que la voluntad de los nuevos reclutas era sometida al fuego más duro. "Aquí te forjan o te quiebran, no hay de otra", repetían los veteranos a los nuevos conscriptos, susurrando el nombre de Pérez Mendoza como si fuera una deidad que vigilaba desde las alturas. Muchos decían que era un hombre capaz de moldear ejércitos con sus propias manos, y que si levantaba la voz, hasta las montañas temblaban.
Ese día, su presencia en el kiosco del centro del pueblo dejaba claro que el reclutamiento no sería una mera formalidad. No, sería algo mucho más serio, más decisivo. El general miró a los presentes, y su mirada era un juicio en sí misma. Ernesto sintió que ese par de ojos lo había visto, aunque estuviera a lo lejos, entre la multitud de jóvenes. El aire parecía cargado de electricidad, como si una tormenta estuviera a punto de caer, aunque el cielo estuviera despejado.
El general se detuvo un instante en el centro del kiosco, dejando que el silencio creciera. Luego, con una voz profunda, que resonó como el trueno mismo, se dirigió a la multitud.
—¡Soldados y ciudadanos de la Federación! —tronó su voz, como si cada palabra golpeara el aire con la fuerza de un martillo—. Hoy nos reunimos para cumplir con nuestro deber patriótico. Es un honor para mí estar aquí, ante ustedes, en este día trascendental.
La plaza entera pareció contener el aliento. Los murmullos, antes persistentes, se disiparon como humo, y solo quedó el eco de la voz del general.
—Como encargado del Fuerte San Roberto, es mi deber asegurarme de que ustedes, nuestros jóvenes, cumplan con su deber hacia la patria. Hoy, algunos de ustedes serán seleccionados para servir en las fuerzas armadas de la Federación. Otros serán reservistas, y algunos, solo unos pocos, serán liberados de este deber patriótico. —El general hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo en cada uno de los presentes. Su voz no dejaba lugar a interpretaciones—. Es una responsabilidad que no tomamos a la ligera.
Los ojos del general recorrieron la multitud con una intensidad que era difícil de soportar. Ernesto sintió que su corazón latía con más fuerza. Cada palabra del general caía como una sentencia. No era solo el peso de la obligación lo que pendía sobre ellos, era el juicio de un hombre que no conocía la vacilación ni la duda.
—Confío en que cada uno de ustedes cumplirá con su deber con honor y valentía. Que su servicio a la Federación sea motivo de orgullo para sus familias y su comunidad —continuó el general, su tono sin atisbo de duda—. Ahora procederemos con el reclutamiento. Que Dios nos guíe en este día importante.
Con esa última frase, el general hizo un ademán y varios oficiales menores comenzaron a moverse entre la multitud con listas en mano. Ernesto tragó saliva, sintiendo el peso de lo que estaba por venir. Aquellos que serían llamados tendrían que dejarlo todo: familia, hogar, juventud. Serían moldeados por la brutalidad de la disciplina, el agotamiento físico, y el rugido de las armas. No todos sobrevivirían el entrenamiento, pero los que lo hicieran, se convertirían en algo más que hombres.
La fila de jóvenes se extendía frente al kiosco, y uno a uno, los nombres fueron llamados. Los oficiales, fríos y mecánicos, seguían leyendo la lista sin expresión alguna en sus rostros. Para ellos, este proceso era rutina, pero para los jóvenes que esperaban su destino, cada nombre que resonaba era una sentencia irrevocable.
El proceso de selección comenzó con una solemnidad que parecía pesar en el aire como una losa. El sol, implacable, se mantenía alto sobre la plaza, bañando la escena con una luz cegadora. Ernesto y los otros jóvenes, de pie en filas rígidas, esperaban bajo el calor inclemente. La tensión era palpable; el sudor les recorría la frente, no solo por el calor, sino por el nerviosismo que los oprimía. La realidad era dura: aquel día decidiría su destino, y no había escapatoria. Los soldados de la Federación, con rostros inmutables, comenzaron a repartir papeles entre los presentes, cada uno marcado con un número que resonaba como una sentencia silenciosa. Ernesto sintió la aspereza del papel en sus manos y, al mirarlo, el número 81 lo observaba, amenazante.
Al frente, sobre el kiosco adornado con banderas y símbolos patrios, el general Felipe Santiago Pérez Mendoza sostenía una urna de madera oscura. Con movimientos meticulosos, extraía papeletas numeradas, cada una más pesada que la anterior. Los jóvenes apenas respiraban, sus cuerpos tensos, sus almas flotando entre la esperanza y el miedo. A lo lejos, se escuchaba el susurro del viento acariciando las hojas secas de los árboles, un contraste inquietante con la quietud expectante de la plaza.
—¡Número 27, exento del servicio! —anunció el general con una voz firme que cortaba el aire como un cuchillo.
Un joven de aspecto menudo, casi pálido de nervios, dejó escapar un suspiro de alivio, mientras sus compañeros lo miraban con una mezcla de envidia y desesperanza. Así, uno tras otro, los números de los exentos fueron llamados. Ernesto contenía el aliento con cada número que escuchaba, su corazón acelerado palpitando en sus oídos como tambores de guerra.
Cuando los diez números de los exentos fueron anunciados, y el 81 no estuvo entre ellos, sintió cómo una oscura sensación se apoderaba de él. Un nudo en su garganta comenzaba a formarse. La urna aún contenía más papeletas, cada una destinada a decidir quién sería reservista y quién se convertiría en soldado de pleno derecho.
—Número 81, soldado de la Federación. —La voz del general resonó como un eco en la mente de Ernesto.
El tiempo pareció detenerse por un instante. El calor, el bullicio, incluso los murmullos a su alrededor desaparecieron en un silencio ensordecedor. Sentía el peso del número en su mente, el número que lo había marcado para la vida militar. Su destino estaba sellado. El 81, ese número que ahora no era solo un dígito en un papel, sino una condena.
El proceso continuó, con los números llamados uno tras otro. Cuando el último, el número 715, fue anunciado, el general guardó silencio por un momento, dejando que la gravedad del momento se asentara en la plaza. 282 hombres serían soldados, 423 reservistas, y solo 10 afortunados volverían a sus hogares libres del servicio. Ernesto observaba el rostro de los demás: algunos con lágrimas en los ojos, otros apretando los puños con frustración. No era el único que sentía el golpe del destino, pero eso no aliviaba el peso que cargaba sobre sus hombros.
El general Pérez Mendoza, con su porte imponente, se dirigió nuevamente a los reunidos. Su voz, profunda y autoritaria, cortaba el aire como el filo de un machete.
—Muy bien, los reservistas y los soldados de la Federación deben prepararse adecuadamente. En dos días serán enviados al fuerte para comenzar su entrenamiento. Tienen dos días para despedirse y arreglar sus asuntos personales —declaró, sin un atisbo de compasión—. Recuerden, la patria es nuestra madre, una nación forjada en el fuego de la lucha y el sacrificio. Nuestro deber es protegerla y honrarla con nuestro servicio.
La plaza, que antes bullía de expectación, se tornó en un mar de rostros sombríos. Algunos jóvenes rompieron en llanto, otros permanecían en silencio, inmóviles como estatuas, asimilando la magnitud de lo que acababan de escuchar.
Ernesto, aún aturdido, se apartó del grupo y caminó hacia una vieja banca de madera al borde de la plaza. Se dejó caer sobre ella, el cuerpo pesado, como si el destino le hubiera golpeado con un mazo. A su alrededor, el pueblo comenzaba a moverse de nuevo, pero él solo podía mirar al horizonte, donde el cielo comenzaba a teñirse de un naranja pálido por la proximidad del atardecer. Las emociones se arremolinaban en su interior como un torrente incontrolable. Frustración. Rabia. Desesperanza. Había sido elegido, no para vivir, sino para sobrevivir, para pelear por una patria que, en ese momento, le parecía lejana y ajena.
Se llevó las manos al rostro, apretando las palmas contra los ojos, como si eso pudiera sofocar los pensamientos que lo devoraban por dentro. Quiso gritar, soltar todo el enojo que sentía, pero todo lo que salió fue un suspiro ahogado, casi un gemido de impotencia.
—Chingada suerte... —murmuró entre dientes, con el ceño fruncido. Esa misma suerte maldita que lo había mantenido atado a una vida miserable en la posada, trabajando para un patrón abusivo, y que ahora lo arrastraba a la guerra. El ejército, pensaba, no sería más que otra jaula, más grande y más cruel, una que lo separaría de su vida, de sus sueños, de sus deseos más íntimos.
Ernesto se encontraba atrapado en un torbellino de recuerdos y emociones mientras avanzaba por las polvorientas calles del pueblo. El sol, en su lento descenso, pintaba el cielo con pinceladas de naranja y rosa, arrojando sombras largas que parecían alargar las casas y las figuras que se movían silenciosas. Ernesto apenas prestaba atención a su entorno, perdido en sus pensamientos, sus pasos lo llevaban de forma automática por un camino que conocía demasiado bien. El peso de su futuro militar lo agobiaba, y la amargura de no haber expresado nunca sus sentimientos lo quemaba como el fuego del tequila que anhelaba.
Valentina, la mayor de las nietas de Don Pancho, el hombre más poderoso de la región, aparecía nítidamente en su mente. Ella siempre había sido la luz que iluminaba sus días más oscuros, una joven de inteligencia rápida y bondad sin límites, que se destacaba no solo por su belleza, sino por una amabilidad y compasión que Ernesto solo podía admirar de lejos. Valentina tenía una risa que parecía hacer que hasta los días más grises tuvieran un toque de esperanza, y su presencia era como una brisa fresca en el caluroso pueblo. Siempre había sido su "Vale", su compañera de juegos en la niñez, su amiga en la adolescencia, pero la distancia entre sus vidas creció a medida que ella comenzó a formar parte del círculo de su abuelo, quien se esforzaba por modernizar el pueblo. Don Pancho era un hombre visionario, sus manos construyendo nuevas oportunidades para la gente, y Valentina, con su porte elegante y educación superior, se había vuelto parte de esa maquinaria de cambio. ¿Cómo podría alguien como Ernesto, un simple trabajador de posada, compararse con alguien que aspiraba a cosas tan grandes?
Pero su corazón también estaba dividido. Isabel, la hermana menor de Valentina, era una figura completamente distinta. Si Valentina era la suave luz de la mañana, Isabel era el destello de una estrella fugaz en una noche oscura, fugaz y vibrante. Siempre había sido una muchacha juguetona, con un brillo travieso en los ojos y una sonrisa que podía desarmar a cualquiera. Aunque Valentina poseía una gracia reservada, Isabel era como un remolino de energía, y su risa, un poco pícara y encantadora, siempre lograba arrancar una sonrisa de Ernesto. Sin embargo, había una pureza en ella que él no podía dejar de admirar. Isabel tenía la inocencia de una monja, mezclada con la picardía de una joven que aún disfrutaba de los juegos y travesuras. Él nunca había tenido el valor de acercarse lo suficiente a ninguna de ellas para confesar lo que sentía, y ahora, esos sueños parecían más lejanos que nunca.
Mientras las sombras se alargaban y el sol caía, Ernesto llegó a un pequeño puesto de cigarros. Las manos le temblaban mientras encendía uno, la primera bocanada se sintió áspera y ardiente, como si fuera la única forma de quemar el dolor que llevaba dentro. Caminó lentamente hacia los barrios más antiguos del pueblo, donde el paso del tiempo parecía haberse detenido. Allí, las casas eran más bajas, las fachadas descascaradas por el viento y la lluvia, pero para Ernesto, ese rincón del pueblo tenía algo de mágico. El silencio lo abrazaba como un viejo amigo, permitiéndole ordenar sus pensamientos.
Pasó frente a las viejas tiendas, los mostradores cubiertos de polvo y las puertas que crujían al ser empujadas por la brisa. El olor de las tortillas recién hechas y el humo de las chimeneas viejas se mezclaba con el aroma del tabaco, envolviéndolo en una melancolía que lo hacía sentir más solo que nunca. En la distancia, el canto de unos gallos desorientados marcaba el cierre del día, y Ernesto sabía que ese sería uno de los últimos atardeceres que vería desde las calles de su querido pueblo.
Llegó a la cantina que tanto conocía. La fachada era vieja, el letrero colgaba torcido, pero la cálida luz que se filtraba por las ventanas le hizo sentir un alivio pasajero. Empujó la puerta y fue recibido por el murmullo de conversaciones y el sonido suave de una guitarra que sonaba en algún rincón. Se dirigió directamente al mostrador, donde el cantinero, un hombre mayor con rostro curtido, le sirvió un tequila sin mediar palabra.
—Por lo que sea —murmuró Ernesto, levantando el vaso y brindando en silencio. El licor bajó como fuego, quemando su garganta, pero también trayéndole un calor momentáneo que lo reconfortaba.
Buscó una mesa junto a la ventana, desde donde podía ver a la gente del pueblo, y se sentó. Sacó otro cigarro, lo encendió con manos ya menos temblorosas, y dejó que el humo ascendiera en espirales lentas hacia el techo de la cantina. Afuera, la vida seguía. Los niños corrían entre las calles, y las mujeres regresaban a sus casas cargadas con cestas de pan y verduras. Pero para Ernesto, todo parecía detenerse. Con cada bocanada de humo, su mente volvía una y otra vez a Valentina e Isabel.
¿Cómo podría despedirse de ellas en solo dos días?. La idea de no volverlas a ver lo aplastaba, y no sabía si tendría la fuerza de enfrentarse a sus ojos sin sentir que el alma se le rompía en pedazos. ¿Qué les diría? ¿Cómo podría explicarles que se iba, no por elección, sino porque el destino se lo había impuesto?. Se imaginaba el rostro de Valentina, serio y compasivo, probablemente ofreciéndole palabras de aliento, diciéndole que servía a un bien mayor, mientras Isabel tal vez le sonreiría de forma pícara, haciéndole una broma para aligerar el momento. Pero todo eso solo eran sueños, fantasías que no podían llenar el vacío que sentía.
El tequila comenzó a hacer su efecto, aflojando sus pensamientos y enturbiando sus emociones. La cantina, que antes era un refugio de paz, ahora parecía un espacio en el que las sombras se movían inquietas, y las risas y conversaciones de los otros hombres le parecían lejanas, como un eco difuso. Volvió a llenar su vaso y, con otro trago, intentó espantar la sensación de desesperanza.
Pensó en las historias de los soldados que volvían del Fuerte San Roberto. Cuentos de brutalidad, de entrenamientos que quebraban hasta al hombre más fuerte, de días interminables bajo el sol y noches heladas sin un techo donde resguardarse. Ernesto sabía que su vida, como la conocía, había terminado, y lo que vendría sería una batalla constante por sobrevivir, por no perderse en ese nuevo mundo de violencia y obediencia ciega.
Pasaron las horas, y la cantina se fue vaciando poco a poco. Ernesto se quedó solo en su mesa, observando cómo el humo de su cigarro se desvanecía en el aire, como sus sueños, como su vida antes del servicio militar. Sabía que el tiempo se agotaba.
Ernesto terminó el último cigarro, el papel consumiéndose en un susurro crepitante mientras lo aplastaba contra el suelo polvoriento. El sabor amargo del tabaco se mezclaba con el ardor del tequila, creando una mezcla inquietante que lo dejaba en una especie de trance. Sus manos temblaban al pagar al cantinero, deslizando unas pocas monedas sobre la barra de madera astillada. Apenas intercambió una mirada con el hombre que lo observaba con algo entre lástima y resignación, como si ya hubiera visto a demasiados hombres en la misma situación.
El aire nocturno golpeó su rostro al salir de la cantina, fresco y cortante, arrastrando consigo el olor a tierra seca y humo de leña que siempre impregnaba el pueblo. Caminó tambaleante por las calles desiertas, las luces de las casas parpadeando débilmente antes de apagarse una a una, como si el propio pueblo estuviera quedándose sin vida junto a él. Las calles de adoquines eran un reflejo de su estado interno: rotas, desordenadas, como si todo estuviera a punto de colapsar. Ernesto avanzaba sin un rumbo claro, guiado más por el peso de sus pensamientos que por la lógica del camino.
El aire y el paisaje del pueblo
A medida que se alejaba del centro, el bullicio de la noche —si es que alguna vez hubo algo de ello— se desvanecía. Los grillos cantaban con fuerza, acompañados por el croar ocasional de alguna rana escondida en las orillas del río. El cielo estaba tachonado de estrellas, y la luna, apenas creciente, lanzaba su luz pálida sobre las colinas que rodeaban el lugar, dándole a todo un aire fantasmal, como si estuviera caminando a través de un sueño.
Ernesto sentía cómo el aire nocturno empezaba a despejar el entumecimiento del alcohol, dejando a su paso una mente más clara, pero también más pesada por la certeza de lo que debía hacer. Llegaría el momento en que tendría que despedirse de las dos mujeres más importantes de su vida, y la simple idea lo aplastaba. Valentina e Isabel. Las dos hermanas no podían ser más diferentes entre sí, pero ambas habían ocupado su corazón de maneras que nunca supo explicar del todo. Sus sentimientos, siempre contenidos, eran ahora una presión insoportable que necesitaba liberar antes de partir hacia el Fuerte San Roberto, ese infierno del que todos hablaban.
Camino hacia la colina
El sendero hacia la colina era familiar, un recorrido que había hecho incontables veces en su juventud. Cada piedra, cada árbol seco que bordeaba el camino le recordaba su vida antes de que todo cambiara. Caminaba despacio, arrastrando los pies, como si al alargar el trayecto pudiera postergar lo inevitable. Las palabras se le agolpaban en la mente, pero ninguna de ellas parecía tener sentido o la fuerza suficiente para lo que estaba a punto de enfrentar.
La brisa soplaba desde el campo abierto, cargada con el aroma de la tierra arada y los primeros rastros de la cosecha de maíz que algunos campesinos todavía mantenían. Ernesto inspiró profundamente, tratando de calmar el remolino en su pecho. Recordaba cómo de niño venía a jugar en esta colina, a veces acompañado por Valentina, cuya risa parecía resonar aún en el viento, y otras veces por Isabel, con su energía desbordante, persiguiendo mariposas o inventando historias que siempre terminaban en alguna travesura.
Se detuvo en la cima de la colina, y desde allí, el pueblo parecía diminuto, casi irrelevante bajo la vastedad del cielo nocturno. Las luces parpadeaban como pequeñas llamas a punto de extinguirse, y el silencio de la noche le ofrecía una tregua momentánea, como si el universo le diera una pausa antes de enfrentar su destino. Se sentó en el suelo, dejando que la fría tierra absorbiera parte de su tensión.
La encrucijada emocional de Ernesto
Ernesto sabía que debía hablar con ellas, pero cada vez que intentaba imaginar la conversación, las palabras se le atascaban en la garganta. Había algo profundamente injusto en el hecho de que lo obligaran a irse sin haber resuelto ese caos en su corazón. Valentina, siempre tan digna, siempre tan lejos de su alcance, había sido una especie de faro en su vida, una presencia constante de bondad y razón. Isabel, en cambio, era todo impulso, todo sentimiento puro, pero también inalcanzable, aunque por razones diferentes. ¿Cómo decirle adiós a algo que ni siquiera tuvo la oportunidad de comenzar?
Con cada pensamiento, el dolor se profundizaba, y Ernesto casi podía sentirlo físicamente, apretándole el pecho, haciendo que el aire le costara un poco más de lo normal. Se levantó de golpe, impulsado por un nuevo tipo de determinación. "Ya basta", se dijo a sí mismo. Si iba a marcharse hacia el Fuerte San Roberto, al menos lo haría sin cargar ese peso encima. Bajó la colina, sus pasos ahora más decididos, guiados por la luz pálida de la luna y el eco lejano de los grillos.
Frente a la casa de las hermanas
Llegó a la finca donde vivían Valentina e Isabel. La casa, una imponente estructura que reflejaba el estatus de su abuelo, Don Pancho, estaba bañada por la tenue luz de una lámpara de aceite en la entrada. El corazón de Ernesto latía con fuerza en su pecho mientras se detenía frente a la cerca. Todo estaba en silencio, y por un momento, pensó en regresar. Pero ya no podía. El tiempo corría en su contra, y si no lo hacía ahora, quizás nunca tendría la oportunidad.
Con un suspiro pesado, empujó la vieja cerca de madera y caminó hacia la puerta. Los tablones crujieron bajo su peso, un sonido que, en la quietud de la noche, se amplificaba, casi como si las paredes mismas estuvieran reprochándole por lo que estaba a punto de hacer. Se detuvo frente a la puerta, levantó la mano para golpear, pero una vez más, el miedo lo paralizó. Las palabras que había practicado en su cabeza se esfumaban como humo ante la posibilidad real de verlas.
—Ándale, Ernesto… no seas cabrón —susurró, apretando los puños para darse valor.
Finalmente, Ernesto, con los nervios a flor de piel, dio tres golpes suaves en la puerta de madera. El eco de esos golpes parecía rebotar en el silencio de la noche, como si la misma oscuridad aguardara una respuesta. Tragó saliva con dificultad, su aliento se condensaba en el aire frío. Con un suspiro cargado de dudas y temor, volvió a golpear, esta vez más fuerte, rogando que Valentina e Isabel estuvieran en casa. Sus pensamientos se enredaban mientras intentaba reunir el valor para decirles lo que había mantenido enterrado en su pecho por tanto tiempo. El tiempo pareció alargarse, cada segundo se volvió una eternidad, hasta que finalmente escuchó pasos pesados acercándose desde el interior.
La puerta se abrió lentamente, emitiendo un quejido bajo. La luz titilante de una lámpara de aceite iluminó apenas el umbral, revelando la figura de un hombre mayor. Don Pancho, el abuelo de Valentina e Isabel, se presentó ante él. Su rostro curtido por los años y las preocupaciones se mantenía serio, y su cabello plateado, peinado hacia atrás, brillaba tenuemente bajo la luz amarillenta. Los ojos del viejo, aunque cansados, destilaban una autoridad inquebrantable. Llevaba una camisa de manta blanca y unos pantalones de lino gastados, propios de un hombre que no necesitaba lujo para imponer respeto.
—¿Quién es? —preguntó Don Pancho, su voz áspera y firme como el viento que soplaba en las montañas.
Ernesto tragó saliva, sintiendo cómo su garganta se cerraba y sus manos temblaban. El olor a alcohol aún colgaba en el aire a su alrededor, una sombra que lo delataba. La mirada de Don Pancho se tornó más severa al notar el titubeo en la postura del joven. Para Ernesto, enfrentarse a ese hombre era como enfrentarse a un juez implacable. Sabía que Don Pancho consentía mucho a sus nietas, y más de una vez había escuchado historias de cómo había amenazado a muchachos bien plantados, incluso de familias de renombre, con machete en mano o con la escopeta cargada cuando las cosas no le gustaban.
—B-buenas noches, Don Pancho… soy yo, Ernesto, Ernesto Garza —tartamudeó, sintiendo que su propia voz lo traicionaba—. Necesito hablar con sus nietas… con Valentina e Isabel. Es… es urgente.
Las palabras salieron arrastradas, como si le costara trabajo unir las sílabas, y el viejo lo notó de inmediato. El ceño de Don Pancho se frunció más, su mirada taladraba a Ernesto, como si tratara de medir hasta qué punto el muchacho iba en serio.
—Muchacho, ¿y qué carajos haces a estas horas aquí, y en ese estado? ¿Cómo que quieres ver a mis nietas? —respondió, cruzando los brazos sobre el pecho, una postura que cerraba cualquier oportunidad de desdén. Don Pancho ya había visto demasiadas cosas en su vida como para tolerar tonterías, y menos cuando involucraban a sus adoradas nietas.
Ernesto trató de enderezarse, como si ese simple gesto pudiera borrar su tambaleo y el desorden que su cabeza parecía albergar. Luchó por ordenar sus pensamientos mientras el mundo se le antojaba borroso, como si lo rodeara una neblina impenetrable.
—Don Pancho… sé que no está bien que llegue así, pero es algo importante. Me han reclutado hoy… el ejército me lleva en dos días, y yo… necesito hablar con ellas antes de partir. Por favor, Don Pancho, le ruego, déjeme hablarles —imploró Ernesto, su voz quebrada entre la vergüenza y la urgencia.
El rostro del viejo hombre se suavizó por un instante. Aunque la situación no le agradaba, algo en la mirada de Ernesto le hizo comprender que no podía ignorar lo que el muchacho llevaba consigo. Suspiró, mirando hacia el interior de la casa, como si buscara alguna señal.
—Está bien, muchacho —dijo finalmente—. Pero que quede claro, no me gusta que andes así de briago. Ya veo que traes un peso encima, pero cuida cómo te portas.
Se giró y llamó hacia el interior con una voz profunda que resonó en las paredes de la casa.
—¡Valentina! ¡Isabel! Vengan, que este muchacho ha venido a buscarlas. ¡Rápido!
Unos momentos después de que Don Pancho las llamó, aparecieron las dos mujeres que tanto ocupaban los pensamientos de Ernesto. Valentina e Isabel, inseparables como siempre, se materializaron bajo el tenue resplandor de la lámpara de aceite, sus sombras proyectándose en la pared como figuras etéreas. El viento nocturno acariciaba sus cabellos negros, que caían como ríos de tinta sobre sus hombros, ondulantes y brillantes bajo la luz. La sorpresa y la preocupación se dibujaron en sus rostros al ver a Ernesto en tal estado, pero fue la mezcla de ternura y aprensión en sus ojos lo que lo golpeó más fuerte, como un puñal directo al corazón.
Isabel, la menor de las dos, se movía con la gracia de quien sabe su propio poder de atracción, con su camisa blanca ajustada que dejaba poco a la imaginación, resaltando sus curvas naturales. Su falda larga, de un azul profundo, ondeaba con cada paso que daba, ceñida a su cintura como una segunda piel. Tenía esa belleza radiante, casi despreocupada, propia de la juventud. Siempre había sido la más vivaz, la chispa que iluminaba cualquier rincón, y aun así, su rostro reflejaba una genuina preocupación por él en ese momento.
Valentina, por otro lado, con esa elegancia innata que parecía heredada de alguna antigua nobleza, lucía una camisa negra que contrastaba con su piel pálida. Su figura era esbelta, pero sus caderas redondeadas y el sutil contorno de sus pechos bajo la tela oscura atraían una atención involuntaria. Su falda larga, también negra, le daba un aire de sobriedad y distinción. Pero lo que siempre lo había cautivado de Valentina eran sus ojos grandes, café oscuros, que ahora lo miraban con una mezcla de dulzura y gravedad, como si pudieran leer cada emoción que hervía en su pecho.
Ernesto tragó saliva. Su visión estaba nublada por el alcohol, pero no estaba ciego a lo que tenía enfrente. El dolor en su pecho era palpable, una mezcla de culpa, desesperación y deseo contenido que lo sofocaba. Sentía que, si no decía lo que llevaba tanto tiempo guardando, explotaría ahí mismo. Pero antes de que pudiera articular una palabra, las dos hermanas se precipitaron hacia él.
Isabel fue la primera en alcanzarlo, rodeándolo con sus brazos esbeltos y fuertes. Apretó su cuerpo contra el suyo en un abrazo cálido, sincero, casi impulsivo, mientras su voz, normalmente juguetona, adquiría un tono más suave, más vulnerable.
—Ernesto, ¿estás bien? —preguntó, su rostro mostrando un leve puchero—. Estás muy frío... déjame traerte un cafecito, anda. ¿Cómo te fue en la ruleta del ejército? Queríamos ir a verte, pero el señor Daniel nos dijo que no estabas y nos cerró la puerta... fue bien grosero.
Ernesto, aturdido por el contacto, apenas pudo esbozar una respuesta. Antes de que pudiera decir algo coherente, Valentina también lo abrazó. Su toque era diferente al de Isabel, más firme, más seguro, y sin embargo, había en él una suavidad que siempre lo desarmaba. Sus dedos delgados y delicados acariciaron su rostro con una ternura que lo hizo temblar por dentro.
—¿Estás bien, Ernesto? —repitió Valentina con voz baja, su aliento tibio acariciando sus oídos. Sus manos, delgadas y cuidadas, se deslizaron con suavidad por su mejilla. No era un toque maternal, como el de una madre preocupada, pero tampoco era frío. No, este era el toque de una mujer que, sin ser suya, parecía conocer cada rincón de su alma. Ese roce, firme pero suave, tenía una intensidad que lo desarmaba—. Estás helado, Ernesto. ¿Qué pasó hoy? Anda, cuéntame.
Ernesto apenas podía procesar lo que sentía. Entre el mareo que le provocaba el alcohol y el torrente de emociones que le revolvía el estómago, Valentina y su presencia eran lo único que lo mantenían anclado a la realidad. Su abrazo, fuerte pero con ese cuidado propio de una mujer que entiende el peso del dolor, lo mantenía de pie. El aroma de su cabello, una mezcla de lavanda y algo terroso, quizá hierbabuena, le recordó a tardes de verano bajo el sol, cuando los problemas parecían mucho más simples. Pero hoy no había sol, solo la penumbra de esa noche densa, cargada de incertidumbre.
—Necesito hablar con ustedes… —susurró, sintiendo cómo las palabras se deslizaban de su boca con dificultad, su voz temblorosa, como si cada palabra le costara una parte de su ser—. Hay algo que debo decirles antes de irme al fuerte... No puedo dejarlo para después.
Isabel, que hasta ahora lo había mirado en silencio, se inclinó hacia él. Sus grandes ojos marrones lo escudriñaban, llenos de una preocupación genuina que a Ernesto le partía el alma. Isabel siempre había sido la más impulsiva, la más vivaz, y verle ahora con ese rostro serio, casi sombrío, le hacía todo aún más real. Ella se mordió ligeramente el labio, un gesto que siempre hacía cuando estaba nerviosa.
—Ernesto… —murmuró ella, mientras Valentina permanecía cerca, su mano aún en su mejilla. Su voz, normalmente ligera y juguetona, tenía ahora una gravedad inusual—. ¿Qué nos tienes que decir?
En ese momento, Don Pancho, que había permanecido en la puerta, se acercó lentamente. Su rostro curtido por los años y el sol, con arrugas que contaban historias de luchas y triunfos, lo miraba con una mezcla de sabiduría y aceptación. Sabía que ese no era su momento, así que, con un leve resoplido, dio media vuelta y entró en la casa, pero no sin antes echar una última mirada, como asegurándose de que todo estuviera bajo control.
Valentina le tomó la mano, guiándolo hacia una pequeña banca de madera bajo el alero del porche. Sus pasos eran firmes, pero cargados de esa delicadeza que solo ella poseía. Era como si supiera que estaba a punto de desmoronarse, pero lo sostenía, como el eje de una rueda que no dejaba de girar. Isabel, por su parte, se acomodó a su lado en la banca, sentándose en el brazo del mueble, dejando que sus piernas colgaran despreocupadamente. Pero sus ojos seguían fijos en Ernesto, llenos de preguntas.
Por unos instantes, el único sonido que llenaba el aire era el murmullo lejano del viento entre las ramas de los álamos y el croar de los grillos que se intensificaba a medida que la noche avanzaba. El cielo, ya pintado de un profundo azul oscuro, se veía salpicado de las primeras estrellas que comenzaban a brillar, pequeñas luces titilantes que parecían observarlos desde lo alto. El crujir de la madera bajo sus cuerpos parecía acompañar el latido del corazón de Ernesto, fuerte, implacable, como si fuera el tambor que anunciaba el inevitable momento de la verdad.
—Entonces… —rompió el silencio Isabel, con un tono más suave pero directo—. ¿Qué es lo que nos tienes que decir, Ernesto? ¿Por qué te ves así, tan…?
Él respiró hondo, tratando de ordenar sus pensamientos. Sabía que las palabras que estaban a punto de salir cambiarían todo. Sentía el peso en su pecho, un nudo que le apretaba la garganta. Miró primero a Isabel, luego a Valentina, y algo dentro de él se quebró. No podía seguir callando.
—Me voy en dos días —dijo, finalmente, su voz apenas un murmullo—. Me reclutaron hoy. Para la Federación… No sé si voy a regresar. No sé cuándo… si es que vuelvo.
El silencio que siguió fue abrumador. Las dos hermanas lo miraban con los ojos muy abiertos, llenos de una mezcla de sorpresa, miedo y preocupación. Ernesto apartó la mirada, sintiendo que el temblor en su pecho crecía, volviéndose casi insoportable. Era ahora o nunca.
—Valentina… Isabel… —empezó, su voz quebrándose un poco al decir sus nombres—. No sé ni cómo empezar. Las conozco desde hace tanto, y desde el primer día han sido lo más importante para mí. No puedo irme sin que sepan lo que llevo dentro… lo que siempre he sentido.
Isabel frunció el ceño ligeramente, sus labios se entreabrieron como si quisiera decir algo, pero se detuvo. Valentina, por su parte, mantenía su mirada fija en él, su rostro inmutable, pero sus ojos brillaban con una emoción contenida. Ernesto continuó, sabiendo que no había vuelta atrás.
—He estado guardando esto durante mucho tiempo —dijo Ernesto, su voz temblorosa, apenas sostenida por el peso de las palabras que se le atoraban en la garganta—. Y no quiero que se queden sin saberlo. Ustedes... las dos… significan todo para mí. No puedo imaginarme la vida sin ustedes. No puedo callar más.
El silencio entre los tres era como un abismo que crecía, pesado, cargado de una tensión que les apretaba el pecho. Ernesto sentía cómo su corazón martillaba con fuerza, golpeando con furia mientras las palabras seguían fluyendo, como una presa rota.
—Las amo... —confesó finalmente, casi en un susurro, como si la propia confesión le robara el aliento—. Estoy enamorado de ambas. Son la única razón por la que pude seguir adelante en los momentos más oscuros de mi vida.
Sus manos, temblorosas, se apretaban sobre sus muslos mientras trataba de mantener la compostura. Las lágrimas, que no sabía que estaba reteniendo, comenzaron a escapar, deslizándose silenciosamente por sus mejillas, mojando su piel curtida por el sol y la fatiga de tantos días sin dormir bien. Valentina lo miraba, sorprendida, su rostro pálido en la penumbra, mientras Isabel parecía contener la respiración, como si cualquier movimiento pudiera romper la frágil realidad de lo que estaba ocurriendo.
—Ustedes fueron unas de las pocas personas que me mostraron compasión… cariño… —continuó Ernesto, su voz entrecortada—. Siempre parecían tan alegres de verme. Siempre… siempre iluminaban mi día con su presencia.
Cada palabra era una herida abierta, pero una herida que necesitaba sangrar, que necesitaba ser expuesta para que al menos el dolor fuera genuino, para que no quedaran más mentiras.
—Me siento como un idiota… —continuó, apretando los dientes, sus ojos fijos en la tierra bajo sus pies—. Un idiota por enamorarme de ambas… Patético por ni siquiera poder elegir a una. Pero no puedo negar lo que siento. No quiero fingir que no existe este amor que arde en mi pecho cada vez que las veo, cada vez que pienso en un futuro sin ustedes a mi lado. Pero soy realista… —su voz se quebró al decir esas últimas palabras—. ¿Qué les puedo ofrecer? ¿Qué puede un cabrón como yo darles que otro no les pueda dar? No tengo mucho dinero, ni soy el más guapo… ni el más inteligente. Soy ridículo… pensar que alguien como yo, un hombre como yo, podría…
Antes de que pudiera terminar, Valentina lo calló. Su dedo, delicado y suave, se posó sobre sus labios, deteniéndolo. Ernesto levantó la vista, sorprendido. Ella lo estaba mirando con los ojos llenos de lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza. En ese momento, se dio cuenta de que Valentina también estaba llorando. Sus ojos, brillantes como el reflejo de la luna en el río, lo miraban con una mezcla de compasión y algo más, algo que Ernesto no podía descifrar del todo.
—No digas eso, Ernesto… —dijo ella, su voz apenas un susurro, rota por la emoción—. No sabíamos que te sentías así. No sabíamos lo que llevabas dentro.
Isabel, que había estado en silencio, rompió el espacio entre ellos y lo abrazó con fuerza. El impacto de su cuerpo contra el de Ernesto fue como un golpe de realidad, pero uno reconfortante. Sintió su calor, su cercanía, y eso lo desmoronó por completo. No pudo evitarlo, el nudo en su garganta finalmente cedió, y sollozos silenciosos escaparon de sus labios mientras Valentina lo acariciaba suavemente, sus manos temblando tanto como las suyas.
—Ernesto… —continuó Isabel, su voz ahogada contra el pecho de él, su rostro escondido en su camisa—. Me duele que no te valores… que pienses tan mal de ti. Tú… tú eres el hombre que amo, y no puedo soportar que te veas como un fracaso. Siempre fuiste mucho más para nosotras.
Valentina asintió con lágrimas en los ojos. Se inclinó hacia él, tomando su otra mano, apretándola con una firmeza que casi le dolió, pero que le devolvía la vida.
—Yo también... —murmuró Valentina, su voz apenas un hilo—. No sabía que sentías todo esto por nosotras. Siempre pensé que éramos amigos, que nos veías como hermanas… pensé que solo estaba siendo una niña tonta… demasiado apegada a ti.
Ernesto sintió como si su corazón estuviera siendo estrujado dentro de su pecho. Las palabras de Valentina le llegaban con una intensidad que lo desbordaba. Levantó la vista y las miró a ambas, las mujeres que habían sido su luz en los momentos más oscuros, las que habían llenado sus días de esperanza sin siquiera saberlo.
—Ustedes... —susurró—. Son mucho más que amigas para mí. Son lo más importante en mi vida. En los momentos más difíciles, cuando no había nada más que me empujara a seguir, pensar en ustedes me daba fuerzas para no rendirme. Sus sonrisas, sus risas, la forma en que siempre estuvieron ahí para mí… todo eso me dio esperanza. Me dio una razón para vivir.
El viento soplaba suave, como una caricia que envolvía a los tres en ese pequeño porche, bajo un cielo plagado de estrellas. Las ramas de los álamos se agitaban levemente, y el olor a tierra húmeda llenaba el aire, un recordatorio de que la vida, por difícil que fuera, siempre seguía adelante. Las palabras de Ernesto se perdían en ese viento, pero no antes de haber dejado una huella imborrable en las dos mujeres que lo miraban ahora con una mezcla de amor y tristeza.
—Ernesto… —comenzó Valentina, su voz temblando por la emoción—. Esto es… mucho para asimilar. Pero quiero que sepas que también significas mucho para nosotras. No sabemos qué pasará mañana, no sabemos qué depara el futuro. Pero siempre serás parte de nuestras vidas.
Isabel, sin soltarlo, levantó la mirada hacia él. Sus ojos, llenos de lágrimas, reflejaban la luz de la lámpara en el porche. El brillo de sus lágrimas se mezclaba con una sonrisa tímida, una que Ernesto no había visto en mucho tiempo.
—Yo también te amo, Ernesto… —murmuró Isabel, su voz temblorosa, como si cada palabra fuera un esfuerzo titánico—. Siempre tuve miedo de que solo me vieras como una hermanita, alguien que estaba ahí… nada más. Pero yo… siempre quise ser más para ti.
Ernesto sintió que su corazón se aceleraba al escuchar esas palabras. Levantó una mano temblorosa y la colocó suavemente sobre la cabeza de Isabel, acariciando su cabello oscuro con ternura.
—Nunca te vi solo como una hermanita, Isabel… —respondió con voz quebrada, sintiendo cómo las emociones que había reprimido por años finalmente salían a la luz—. Nunca fuiste solo eso para mí.
El abrazo que siguió fue largo, cálido, lleno de esas emociones que se habían guardado en lo más profundo, las que las palabras ya no alcanzaban a expresar. Las tres figuras se fundieron en una sola bajo la mirada indiferente pero eterna de las estrellas. El viento soplaba suave, casi como si susurrara secretos que sólo la noche entendía, llevándose consigo las últimas lágrimas y las palabras que habían quedado colgando en el aire, como si las promesas tejidas entre los tres fueran escuchadas por un poder mayor.
—Ernesto —dijo Valentina con voz firme pero llena de ternura, su mirada clavada en la de él, como si quisiera que cada una de sus palabras se impregnara en su alma—. Tú no eres ni patético ni menos que nadie. No nos importa el dinero, ni las cosas que no tienes. Eres suficiente tal como eres, ¿entiendes? Si tan solo te vieras como nosotras te vemos…
Las palabras resonaron en el pecho de Ernesto como una campanada en el silencio de la noche. Él tragó saliva, sintiendo cómo su garganta se cerraba nuevamente, pero esta vez no por el miedo o la inseguridad, sino por el peso de lo que Valentina acababa de decir. Era como si, de repente, el mundo se hubiera detenido. El aire, que antes le pesaba, ahora se sentía ligero, pero cargado de todo lo que no se decía. Isabel, aún abrazada a él, no apartaba su rostro de su pecho, como si el calor de su cuerpo fuera el único lugar seguro en ese instante.
Las estrellas brillaban más intensamente, como si fueran las únicas testigos del pequeño drama que se desarrollaba en el porche, bajo el manto del cielo nocturno. Ernesto levantó la cabeza, buscando en las alturas un poco de claridad, pero todo lo que encontró fue el vasto e interminable océano de oscuridad. Sin embargo, esa misma oscuridad, por alguna razón, ya no lo asustaba tanto.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó finalmente Ernesto, su voz apenas un susurro. Sabía que la pregunta cargaba todo el miedo e incertidumbre que sentía sobre lo que vendría después. Su partida al servicio militar estaba a la vuelta de la esquina, y ese pensamiento lo carcomía por dentro.
Valentina e Isabel intercambiaron una mirada rápida, llena de la misma preocupación que rondaba en la mente de Ernesto. Ninguna de las dos tenía una respuesta concreta, pero en ese momento, con las manos entrelazadas y el calor de sus cuerpos tan cercanos, parecía que el futuro, aunque incierto, lo enfrentarían juntos. Y esa certeza, por fugaz que fuera, le dio a Ernesto una chispa de esperanza.
La noche continuaba avanzando, pero para ellos el tiempo parecía haberse detenido. Las luces del pueblo, a lo lejos, empezaban a apagarse una a una, y el murmullo de la vida cotidiana quedaba en silencio, como si el mundo se hubiera retirado, dejándolos solos en ese pequeño rincón del universo para enfrentar sus emociones.
Valentina, con la voz aún temblorosa, se acercó más a Ernesto y se unió al abrazo con Isabel.
—Ernesto, nosotros también te amamos —dijo, su voz rota pero sincera—. Siempre hemos sentido algo especial por ti. No importa lo que pase, queremos que sepas que nuestros sentimientos son verdaderos. Siempre lo han sido.
Ernesto cerró los ojos, dejando que las lágrimas finalmente fluyeran libres. Sentía el amor y el apoyo de las dos mujeres que, sin saberlo, habían sido su ancla en los momentos más oscuros. Todo el dolor, las dudas, los miedos, parecían desvanecerse en ese instante, reemplazados por una calidez profunda y reconfortante. El aire, antes cargado de tensión, ahora parecía envolverse en una extraña calma, como si todo lo que antes dolía hubiera encontrado su lugar.
—Gracias... Valentina... Isabel... —murmuró, su voz apenas un murmullo en la noche tranquila—. Esto significa todo para mí. Más de lo que puedo decirles.
Por un momento, se quedaron así, abrazados en silencio, dejando que la intensidad de sus emociones los envolviera. Ernesto sabía que su partida era inevitable, que el ejército lo llamaba, pero ahora tenía algo por lo cual luchar, algo que lo esperaba al final del camino. Y aunque no sabía qué les depararía el futuro, el amor que compartían sería su faro, su guía en medio de la tormenta.
Valentina se separó ligeramente del abrazo, sus ojos brillantes por las lágrimas que no dejaba de derramar. Lo miró intensamente, como si tratara de memorizar cada línea de su rostro, cada detalle de sus facciones que había aprendido a amar con el tiempo. Sus labios temblaron antes de que hablara.
—Ernesto... —susurró, acercándose lentamente a su rostro, la emoción evidente en su voz.
Ernesto sintió el calor de su aliento tan cerca que su corazón comenzó a latir con más fuerza. El tiempo pareció detenerse cuando Valentina cerró los ojos y, con suavidad, sus labios se encontraron con los de él. Fue un beso tierno, lleno de la promesa de un amor que, aunque incierto, era verdadero. El contacto de sus labios fue como una descarga que recorrió el cuerpo de Ernesto, una confirmación silenciosa de todo lo que había sentido por ella.
Isabel, que aún abrazaba a Ernesto, los observó con una sonrisa triste pero llena de comprensión. Sabía que ese momento era importante para ambos, pero también sabía que su amor por él era igual de profundo.
Después de unos segundos que parecieron eternos, Valentina se apartó ligeramente, sus ojos aún cerrados, como si quisiera alargar ese instante un poco más. Ernesto, sintiendo la oleada de emociones que lo invadía, levantó una mano temblorosa y acarició la mejilla de Valentina, con una ternura que no sabía que podía tener.
—Te amo, Valentina —murmuró, sus palabras llenas de una sinceridad que no dejaba lugar a dudas.
Valentina abrió los ojos, sus labios temblando en una sonrisa que era tanto de felicidad como de tristeza.
—Y yo te amo a ti, Ernesto. Siempre lo haré.
Isabel, sin soltar la mano de Ernesto, se inclinó hacia él y lo besó también. Su beso era diferente al de Valentina, más apasionado, más urgente, pero igualmente lleno de amor y promesas. Ernesto sintió su corazón acelerarse nuevamente, pero esta vez, en vez de miedo o dudas, lo que lo embargaba era una extraña paz, una sensación de completud.
—Yo también te amo, Ernesto —dijo Isabel cuando se separaron—. Y no importa cuánto tiempo pase, te esperaré.
El aire estaba impregnado del aroma de las flores del jardín, el suave perfume de la tierra mojada por el rocío, y el sonido distante de los grillos llenaba el silencio entre ellos. Ernesto cerró los ojos, permitiéndose disfrutar plenamente de ese momento, de la suavidad de sus palabras, del calor de sus cuerpos. En ese instante, supo que, pase lo que pase, no estaría solo.
—Las amo... —susurró, con la voz cargada de una emoción que lo desbordaba—. Nunca dejaré de amarlas.
Valentina e Isabel lo miraron, sus ojos llenos de lágrimas pero también de una luz nueva, una esperanza que no habían sentido antes. El vínculo entre los tres era más fuerte de lo que jamás hubieran imaginado, y aunque el futuro era incierto, ese amor sería suficiente para enfrentarlo juntos.
El viento, como un testigo silencioso, continuaba soplando suavemente entre ellos, llevando consigo los últimos vestigios de las palabras que ya no necesitaban ser pronunciadas.
—Nosotras también te amamos, Ernesto —dijo Valentina, su voz quebrada, con una emoción que se desbordaba en cada palabra—. No importa lo que pase, siempre estaremos contigo, aunque sea en espíritu.
Isabel, que hasta entonces había permanecido en silencio, asintió suavemente. Sus ojos brillaban con una luz cálida, pero también había algo de dolor en su expresión, como si ya estuviera sintiendo la ausencia inminente de Ernesto.
—Te esperaremos, Ernesto. Pase lo que pase, aquí estaremos —añadió Isabel con suavidad, pero con una firmeza en sus palabras que no dejaba lugar a dudas.
El aire alrededor de ellos se sentía denso, cargado de esa clase de sentimientos que pocas veces se ponen en palabras. Un silencio pesado cayó sobre los tres, pero no era incómodo, era uno de esos silencios que lo dicen todo. Entonces, Ernesto respiró profundo, dejando que el nudo en su garganta se deshiciera lentamente. No había tiempo para esperar más, ni para ser cobarde. A lo lejos, en el horizonte oscuro, la vida seguía su curso, y él no sabía cuántos días más tendría para estar con ellas.
—¿Quieren casarse conmigo? —soltó Ernesto, de pronto, su voz temblando ligeramente—. Si algo me pasa, mis pagos del ejército serán suyos. Las amo, y aunque sea solo por un día, quiero que sean mías... mis esposas, mis mujeres. Y yo quiero ser suyo, ser su marido, su hombre. Sé que ni siquiera es común… —Se detuvo un momento, tragando saliva, nervioso, consciente de lo que estaba pidiendo—. Pero sé que no es tan raro en este país.
El silencio que siguió fue abrumador, pero el corazón de Ernesto martillaba en su pecho. Valentina e Isabel se miraron, sus ojos llenos de lágrimas. Era como si el aire se hubiera vuelto más pesado aún, como si el universo entero hubiera dejado de girar por un segundo. La luna, alta en el cielo, derramaba su luz plateada sobre ellos, casi dándoles su bendición. Valentina fue la primera en romper ese silencio cargado de emoción.
—Ernesto... esto es tan inesperado —susurró Valentina, su voz temblando—, pero es hermoso. No sé qué decir... —Sus ojos se llenaron de lágrimas nuevamente, y un pequeño sollozo escapó de sus labios.
Isabel, quien hasta ese momento había contenido sus propias emociones, no pudo más. Dio un paso adelante, tomando la mano de Ernesto con fuerza, sus dedos temblando al contacto.
—Siempre he soñado con estar contigo —dijo Isabel, con una intensidad en su mirada que hizo que el corazón de Ernesto saltara—. He soñado con formar una familia... pero nunca pensé que sería así, de esta manera. Te amo, Ernesto, y no quiero perder esta oportunidad. Si este es nuestro destino, quiero abrazarlo con todo mi corazón.
El viento sopló de nuevo, levantando un suave susurro entre los árboles que rodeaban la casa. Era como si la naturaleza misma se uniera a ese momento, testigo silencioso de lo que estaba por suceder. Valentina e Isabel intercambiaron una mirada más, una de esas miradas que sólo las mujeres que comparten algo profundo pueden entender, una conversación muda llena de amor y entendimiento. Finalmente, Valentina asintió lentamente, una sonrisa radiante comenzó a formarse en su rostro, a pesar de las lágrimas que seguían cayendo.
—Sí, Ernesto —dijo Valentina, su voz temblorosa pero decidida—. Queremos casarnos contigo. Queremos ser tu familia, tus esposas. Pase lo que pase, enfrentaremos el futuro juntas.
Isabel también asintió, sus lágrimas cayendo libremente ahora, pero había una luz de esperanza y determinación en sus ojos que no podía ocultar.
—Sí, Ernesto. Seremos tus mujeres, y tú serás nuestro hombre.
Ernesto sintió cómo todo su ser se llenaba de alivio y felicidad, como si el peso del mundo se desvaneciera de sus hombros. Las abrazó con fuerza, como si ese momento pudiera durar para siempre, como si en ese abrazo pudiera encapsular todo el amor que sentía por ellas. Acarició el cabello de Valentina e Isabel, sus labios murmurando una y otra vez palabras de agradecimiento, susurros llenos de promesas que solo ellos tres entendían.
Pero antes de que pudiera sellar ese momento con otro beso, una figura apareció en la puerta de la casa. La luz de la lámpara de aceite apenas alumbraba al hombre mayor que emergía del interior, pero la silueta del machete que sostenía era inconfundible. Don Pancho, el abuelo de Valentina e Isabel, caminaba hacia ellos con pasos firmes, su rostro endurecido por una mezcla de enojo y preocupación.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —gruñó Don Pancho, su voz rasposa pero cargada de autoridad—. Ernesto, muchacho, ¿qué crees que estás haciendo con mis nietas a estas horas de la noche?
Ernesto dio un paso atrás, separándose de Valentina e Isabel, sintiendo un nudo formarse en su estómago. El brillo del machete en la mano de Don Pancho reflejaba la luz tenue, añadiendo un toque amenazante a la escena. Valentina se levantó de inmediato, interponiéndose entre su abuelo y Ernesto, mientras Isabel se mantenía cerca, aún abrazada al brazo de Ernesto en un gesto protector.
—Abuelo, por favor, escúchanos —dijo Valentina, su voz temblorosa, pero determinada—. Ernesto, Isabel y yo… él nos acaba de pedir matrimonio. Él se va a ir al ejército pronto, y quería asegurarse de que supiéramos cuánto nos ama antes de partir. No ha hecho nada inapropiado, te lo juro.
Don Pancho, aún con el machete en mano, miró con severidad a Ernesto, luego a sus nietas. Sus ojos pasaron de una a la otra, buscando alguna señal de que le estaban mintiendo, pero solo encontró la verdad en sus miradas. Finalmente, suspiró, bajando el machete lentamente mientras se rascaba la cabeza con resignación.
—¿Es eso cierto, muchacho? —preguntó, su tono grave y autoritario—. ¿Matrimonio, dices?
Ernesto, con el corazón todavía latiendo con fuerza, asintió con firmeza, aunque el miedo y el respeto hacia Don Pancho lo mantenían cauteloso.
—Sí, Don Pancho —dijo, intentando mantener la compostura—. Sé que parece una locura, y debería haber hablado con usted primero, pero… las amo con todo mi corazón. Aunque me envíen al ejército, quiero que sepan que siempre haré lo posible por cuidarlas. Mis pagos serán para ellas, y cuando vuelva, quiero construir una vida juntos. No puedo prometer que será fácil, pero puedo prometer que siempre seré un buen esposo. Haré lo que sea por ellas.
Don Pancho lo miró fijamente durante lo que parecieron interminables segundos. El viento seguía susurrando entre las ramas de los árboles, levantando el polvo del suelo que formaba remolinos tenues en el patio. La noche estaba en su punto más oscuro, y las sombras parecían alargarse bajo la tenue luz de la lámpara de aceite. El machete en la mano de Don Pancho relucía apenas con el reflejo de la luna. Ernesto sintió el peso del momento, como si cada palabra, cada mirada fuera parte de un juicio inminente.
Finalmente, Don Pancho dejó caer el machete al suelo con un sonido metálico que resonó en el aire como el eco de un trueno lejano. Ese sonido rompió el silencio tenso entre los dos hombres, pero la atmósfera seguía cargada de expectativas. El rostro de Don Pancho, que había estado duro como el granito, se suavizó ligeramente al mirar a Valentina e Isabel. El amor y la preocupación en sus ojos eran innegables. Las chicas permanecían quietas, expectantes, temblando levemente ante el peso de la situación.
—Ernesto, siempre he visto en ti un buen muchacho. Trabajador, con buen corazón —empezó Don Pancho, su voz baja pero firme, como si cada palabra llevara el peso de años de experiencia y batallas—. Si Valentina e Isabel te aman, y tú las amas de verdad... entonces tienes mi bendición.
Ernesto sintió una oleada de alivio recorrer su cuerpo, pero no duró mucho. La mirada de Don Pancho se endureció nuevamente, y su voz se volvió más grave, cargada de advertencia.
—Pero te lo advierto —prosiguió Don Pancho, su tono ahora cortante como el filo de su machete—, más te vale regresar con vida y hacerlas felices. No permitiré que las lastimes, muchacho. He vivido muchas cosas en mi tiempo. Peleé contra los separatistas en el norte y contra los Sánchez en la guerra patria. Sé lo que es perder, y también sé lo que es hacer sufrir a otros. —Hizo una pausa, y sus ojos penetraron los de Ernesto, buscando cualquier señal de duda o debilidad—. Si llego a enterarme de que les haces daño, no me va a temblar la mano. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Ernesto?
Ernesto sintió un escalofrío recorrer su espalda ante la intensidad de las palabras de Don Pancho. Sabía que no era una amenaza vacía. El viejo tenía la mirada de alguien que había visto y hecho cosas terribles, alguien que no se detenía ante nada cuando se trataba de proteger a los suyos. Pero Ernesto también sabía que su amor por Valentina e Isabel era genuino, y no podía permitirse flaquear.
—Lo entiendo perfectamente, Don Pancho —respondió Ernesto, con toda la firmeza que pudo reunir—. Haré todo lo que esté en mi poder para hacerlas felices y protegerlas. Son todo para mí.
Don Pancho lo observó por un momento más, como si estuviera evaluando la sinceridad de sus palabras. El tiempo pareció detenerse mientras ambos hombres se enfrentaban en silencio, cada uno con sus propias convicciones. Finalmente, Don Pancho asintió lentamente, como si hubiera encontrado lo que buscaba en los ojos de Ernesto.
—Valentina, Isabel, entren a la casa y preparen un poco de café —ordenó Don Pancho, su voz recuperando algo de la severidad habitual.
Las dos jóvenes asintieron rápidamente, intercambiando una mirada de alivio y complicidad. Antes de correr hacia la casa, Valentina le lanzó una última mirada a Ernesto, una sonrisa suave pero llena de promesas y esperanza. Isabel hizo lo mismo, su mirada más contenida pero igual de significativa. Ambas desaparecieron dentro de la casa, dejando a Ernesto y a Don Pancho solos en el patio.
El silencio que quedó entre los dos hombres era pesado, cargado con la gravedad de las promesas que se habían hecho. Don Pancho se acercó lentamente a Ernesto, su figura aún imponente a pesar de los años. Colocó una mano firme en el hombro de Ernesto, y aunque su gesto no era agresivo, el peso de su mano transmitía la seriedad de lo que estaba por decir.
—No te equivoques, muchacho —murmuró Don Pancho, su tono bajo pero lleno de advertencia—. Mi apoyo no es algo que conceda a la ligera. Soy un hombre de palabra, y creo que tú también lo eres. Te estoy dando el permiso de casarte con mis nietas, pero quiero que entiendas algo muy claro.
Hizo una pausa, como si las palabras fueran demasiado importantes para decirlas con prisa. El viento levantó más polvo a su alrededor, y las hojas de los árboles continuaban susurrando en la oscuridad.
El viento soplaba con fuerza, levantando nubes de polvo en el aire seco del patio. La luna llena bañaba el paisaje en una luz blanca y fantasmal, proyectando sombras alargadas de los árboles y los objetos que rodeaban la casa. La noche parecía más oscura de lo habitual, como si los mismos cielos presagiaran el peso de la conversación que estaba por ocurrir. Ernesto se mantenía firme frente a Don Pancho, quien sostenía el machete en una mano con la destreza de quien lo ha empuñado toda su vida. Cada detalle del viejo, desde su postura hasta la intensidad de su mirada, hablaba de una historia cargada de batallas y pérdidas.
El metal del machete reflejaba los destellos de la luna, y Ernesto no pudo evitar pensar en la experiencia que Don Pancho mencionaba, en las dos guerras que había combatido. El viejo era un hombre forjado en la dureza de un tiempo donde el valor y la lealtad se probaban con sangre. Los recuerdos de aquellas batallas parecían pesar sobre sus hombros, pero su amor por Valentina e Isabel, sus nietas, era aún más grande.
Finalmente, Don Pancho bajó el machete, dejando que cayera al suelo con un sonido seco y metálico que resonó en la inmensidad de la noche. Sus facciones, duras como las piedras de las montañas que rodeaban el pueblo, se suavizaron solo lo suficiente para que Ernesto supiera que aún no estaba fuera de peligro.
—Estas muchachas son mi vida. Son lo único que me queda —dijo Don Pancho, su voz baja pero cargada de autoridad—. Valentina e Isabel son mi tesoro, el único recuerdo de mi hija y de mi esposa, que en paz descansen. Son mis únicas nietas, mis nietas amadas, y no toleraré que nadie las lastime o las haga sufrir. No importa quién seas en el futuro, ni qué posición ocupes en la vida. Si no cumples con tu palabra de cuidarlas y amarlas como se merecen, tendrás que vértelas conmigo.
Don Pancho hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras calara profundamente en Ernesto. El aire entre ellos parecía haberse vuelto más denso, cargado de un silencio que hablaba de amenazas no dichas, pero bien entendidas. Los ojos de Don Pancho brillaban bajo la luz de la luna, y el joven supo que aquel hombre no era de los que hablaban en vano. Cada palabra que decía era una promesa.
—No toleraré que les hagas daño, ni física ni emocionalmente —continuó Don Pancho, acercándose un paso más—. Si decides casarte con ellas, debes entender que estás aceptando una responsabilidad enorme. No es solo un compromiso de palabra, es un compromiso de vida. Y si llegas a fallarles... —el viejo apretó ligeramente el hombro de Ernesto, haciéndole sentir la fuerza y la gravedad de sus palabras—... te aseguro que no habrá lugar en este mundo donde puedas esconderte de mí.
El frío nocturno pareció intensificarse en ese momento. Ernesto, sin embargo, no desvió la mirada. Sabía que estaba frente a una prueba definitiva. Sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros, pero también el privilegio que significaba tener la bendición de Don Pancho. La piel curtida del anciano, marcada por las cicatrices de la guerra y la vida, contrastaba con la juventud de Ernesto. Pero en ese momento, el joven comprendió que el amor que sentía por Valentina e Isabel no era algo que podía tomar a la ligera.
—Entiendo, Don Pancho —dijo Ernesto, su voz firme—. Le prometo que nunca haré nada para lastimar a Valentina o Isabel. Las amo con todo mi corazón, y las protegeré con mi vida si es necesario. Le doy mi palabra.
Don Pancho lo miró, evaluando cada palabra, cada gesto, buscando una pizca de duda en los ojos del muchacho. El viento sopló una vez más, levantando polvo y hojas secas que revoloteaban a su alrededor. Tras un largo momento, el viejo asintió, con una sonrisa leve y apenas visible bajo su espeso bigote.
—Eres un hombre, Ernesto. Y me estás dando tu palabra. Que así sea. Pero no olvides lo que te dije... —añadió con tono grave—. Más te vale cuidar bien de mis muchachas, porque si llego a saber que las has hecho sufrir, no vas a encontrar descanso ni en esta vida ni en la próxima.
La tensión en el aire se desvaneció lentamente cuando Don Pancho retiró su mano del hombro de Ernesto. El joven sintió que había pasado una prueba, pero también comprendió que aquel hombre nunca dejaría de observarlo, de juzgarlo, esperando que cumpliera con su promesa.
—Vamos a la casa, muchacho —dijo Don Pancho, su tono más relajado ahora, como si la amenaza hubiera quedado suspendida por el momento—. El café ya debe estar listo.
Ernesto lo siguió, aún con el eco de la advertencia resonando en su mente. Al cruzar el umbral de la casa, el ambiente cambió. El calor acogedor del hogar lo envolvió de inmediato. La cocina estaba iluminada por una lámpara de aceite que lanzaba destellos cálidos sobre los muros de adobe. El aroma del café recién hecho flotaba en el aire, mezclado con el olor dulce del pan que Valentina e Isabel habían horneado.
Las dos jóvenes estaban ocupadas en la cocina, moviéndose con una familiaridad que contrastaba con el nerviosismo que Ernesto sentía. Valentina llevaba un vestido sencillo, pero en ella parecía la prenda más hermosa del mundo. Isabel, más discreta, también irradiaba una belleza natural y serena.
—Siéntate, Ernesto —dijo Isabel, acercándose con una sonrisa suave mientras señalaba una silla—. El café está caliente, te hará bien.
El joven se sentó en la mesa, aún con la adrenalina del encuentro con Don Pancho recorriéndole el cuerpo. Valentina se acercó poco después, colocando una canasta llena de pan dulce frente a él. La suavidad de su mano al rozar su brazo le transmitió una calma que necesitaba desesperadamente.
—Gracias —murmuró Ernesto, aceptando la taza de café que Isabel le ofrecía.
Mientras daba un sorbo, el calor del líquido pareció derretir algo en su interior. Sentado allí, rodeado por la calidez del hogar y el amor de Valentina e Isabel, Ernesto sintió una tranquilidad que hacía mucho no experimentaba. Era como si todo el peso de la incertidumbre y la guerra que lo aguardaba hubiera sido momentáneamente olvidado.
—Espero que te guste el pan, lo hicimos para ti —dijo Valentina, su voz baja pero llena de afecto.
Ernesto sonrió, tomando un pedazo de pan y agradeciendo en silencio el simple gesto. Mientras comían, Don Pancho se sentó al otro extremo de la mesa, observándolos con una mirada que aún conservaba algo de su severidad, pero también un destello de aprobación.
El crepitar del fuego en la chimenea y el sonido lejano del viento contra las ventanas completaban la escena. Ernesto sabía que esta paz, este momento de calma y familiaridad, era un regalo efímero. La guerra lo esperaba, y con ella, el desafío de mantener su promesa.
Pero en esa cocina, bajo la mirada vigilante de Don Pancho y las sonrisas de Valentina e Isabel, Ernesto se sintió más decidido que nunca. Sabía que cumpliría con su palabra, no solo por el miedo a Don Pancho, sino por el profundo amor que sentía por esas dos mujeres que significaban todo para él.
La noche en la finca de Don Pancho se sentía como un manto pesado y envolvente, cargado de silencios que solo se rompían por el silbido del viento entre los árboles y el lejano croar de ranas. El resplandor de la lámpara de aceite bailaba en las paredes de la cocina, proyectando sombras que parecían moverse con vida propia. Ernesto se sentía como un intruso en ese ambiente familiar, donde todo parecía tener un lugar fijo, un ritmo tranquilo, muy diferente al tumulto de emociones que lo embargaba.
—¿De qué hablaron? —preguntó Valentina de repente, rompiendo la tranquilidad con una voz curiosa pero respetuosa. Sus grandes ojos oscuros iban de su abuelo a Ernesto, buscando respuestas.
Don Pancho, recargado en su silla de madera, la miró con una expresión que mezclaba cariño y autoridad, como si quisiera que su respuesta fuera la única verdad posible. Tomó su taza de café con ambas manos, dejando que el calor del líquido le calentara los dedos curtidos por años de trabajo y luchas pasadas. Dio un sorbo lento antes de hablar, saboreando no solo el café, sino también el momento de reflexión.
—Hablamos sobre el futuro, hija —dijo al fin, con esa calma que solo los ancianos de su talla podían proyectar—. Mañana mismo voy a ver al padre, y haré que los case antes de que te me lo lleven al fuerte.
El anuncio cayó como una piedra en el agua, agitando el ambiente familiar que, hasta ese instante, parecía en paz. Ernesto se tensó ligeramente en su asiento, tratando de no demostrar la sorpresa que sentía ante la firmeza con la que Don Pancho dictaba su futuro. Valentina e Isabel intercambiaron miradas rápidas, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y agradecimiento.
—Además —continuó Don Pancho, como si no hubiera dejado espacio para el debate—, Ernesto, quiero que dejes a Daniel y te traigas tus cosas aquí, a la finca. Mis nietas vivirán conmigo mientras estés en el fuerte. No quiero que anden solas por ahí, a la merced de quién sabe qué.
Valentina e Isabel no dijeron nada de inmediato, pero el brillo en sus ojos hablaba más que cualquier palabra. Sus miradas se iluminaron con una mezcla de alivio y cariño, y ambas asintieron en silencio. Sabían lo que significaba para su abuelo hacer tal ofrecimiento: no era solo una cuestión de protección, sino una muestra del amor profundo que sentía por ellas.
—Gracias, abuelo —murmuró Valentina al fin, su voz temblorosa con la emoción contenida—. Sabemos que nos cuidas más que nadie, y todo lo que haces, lo apreciamos de corazón.
Isabel, más tímida, se levantó de su asiento y se acercó a Don Pancho. Lo rodeó con sus brazos delgados y lo abrazó fuerte, como una niña pequeña buscando consuelo en su gigante protector. El viejo, conmovido por el gesto, dejó la taza en la mesa y pasó su mano áspera por el cabello de su nieta con una ternura que parecía venir desde lo más profundo de su ser.
—Hago lo que cualquier abuelo haría por sus niñas —murmuró Don Pancho con un toque de humildad, aunque todos en la sala sabían que sus acciones hablaban de un amor que superaba lo ordinario—. Quiero lo mejor para ustedes, y estoy seguro de que Ernesto también lo quiere.
Ernesto, que hasta ese momento había estado escuchando en silencio, sintió que el peso de la responsabilidad sobre sus hombros aumentaba, pero de una manera que le llenaba de un sentido de propósito. Se levantó despacio, sintiendo la mirada de Don Pancho sobre él como un martillo que lo evaluaba en cada paso que daba.
—Gracias por su confianza, Don Pancho. No le fallaré —dijo Ernesto, su voz firme como nunca antes la había sentido—. Cuidaré a Valentina e Isabel con mi vida, se lo juro.
Don Pancho lo observó por un largo momento. El silencio en la habitación se volvió espeso, como si cada rincón de la casa esperara con ansias la respuesta del viejo. Al final, Don Pancho asintió, satisfecho con las palabras de Ernesto.
—Más te vale, muchacho. Más te vale, porque si no... —Don Pancho dejó que la amenaza se desvaneciera, sin necesidad de terminarla. El gesto firme de sus manos bastaba para que cualquier hombre entendiera que no hablaba por hablar.
La conversación cambió de tono, volviéndose más ligera con el paso del tiempo. El calor del café, el pan dulce con aroma a canela y vainilla, y las risas suaves de las muchachas ayudaron a disipar la tensión. Ernesto se sentía extraño, casi como si estuviera viviendo un sueño; su lugar en esa familia, que hasta hace poco le parecía tan distante, ahora se sentía más tangible, más real.
Sin embargo, al final de la noche, cuando el tiempo para descansar llegó, Don Pancho no dejó lugar para malentendidos.
—Te puedes quedar aquí esta noche, Ernesto —dijo el viejo mientras recogía su machete, apoyado contra la pared—. Pero que te quede claro... —y aquí sus ojos se afilaron—, a mis nietas las respetas.
Ernesto asintió, comprendiendo el mensaje más allá de las palabras. Sabía que no era solo una advertencia, era una línea inquebrantable.
La quietud de la noche en la casa de Don Pancho era casi palpable. Solo el lejano croar de los sapos y el susurro del viento entre las hojas rompían el silencio que envolvía el lugar como una manta de terciopelo. En la penumbra de su cuarto, Ernesto estaba tumbado en la cama, con los brazos cruzados tras la cabeza y la mirada fija en el techo, donde las sombras danzaban con la luz tenue de la luna. La tensión de la conversación de aquella noche, las decisiones tomadas por Don Pancho y el futuro incierto, aún pesaban sobre él. No podía dormir. El peso de lo que estaba por venir lo mantenía despierto, con el corazón acelerado.
Fue entonces cuando escuchó el leve crujido de la puerta. Apenas perceptible, pero suficiente para alertar sus sentidos ya agitados. Se incorporó lentamente, sin hacer ruido, y vio dos figuras acercándose sigilosamente. Eran Valentina e Isabel, sus pasos ligeros sobre el suelo de madera resonaban apenas como un susurro, pero en el silencio de la casa se sentían como los latidos de su propio corazón.
—Valentina, Isabel... —murmuró Ernesto, extendiendo una mano hacia ellas en un gesto casi instintivo, lleno de ternura—. ¿Qué hacen aquí?
Las dos muchachas se detuvieron frente a él, sus rostros iluminados por el tenue resplandor de la luna que se filtraba a través de la ventana. Valentina, la mayor, fue la primera en moverse, acercándose con una mezcla de decisión y timidez, mientras que Isabel la seguía de cerca, con las mejillas ligeramente sonrojadas por la emoción y el nerviosismo.
—No podíamos dormir —confesó Isabel en voz baja, su tono apenas un murmullo que se mezclaba con el sonido del viento. El rubor en sus mejillas era evidente, aunque trataba de mantener la compostura—. Necesitábamos verte... estar contigo.
Ernesto las miró fijamente, sus ojos brillando en la penumbra. Había algo en su mirada que iba más allá de las palabras, una mezcla de amor, gratitud y protección. Se apartó un poco, creando espacio en la cama, y con un gesto lento pero firme, les indicó que se acercaran.
—Yo también las necesitaba —dijo con suavidad, mientras su mano se extendía hacia ellas, invitándolas a unirse a él.
Valentina fue la primera en sentarse junto a él, y sin decir nada, se dejó caer con delicadeza sobre la cama, acomodándose a su lado. Isabel no tardó en seguirla, acurrucándose cerca de Ernesto, quien las abrazó con un gesto protector y lleno de cariño. Sentir sus cuerpos cerca, la calidez de sus pieles y el latido de sus corazones, lo hizo olvidar por un momento el peso del mañana. Era como si, en ese instante, el mundo exterior desapareciera, dejándolos en una burbuja de paz, donde solo existían ellos tres.
El aroma de Valentina, una mezcla de lavanda y tierra húmeda, llenaba el aire, mientras su cabeza descansaba en el pecho de Ernesto, escuchando el ritmo constante y seguro de su corazón. Isabel, más pequeña y delicada, se acomodó del otro lado, entrelazando su mano con la de Ernesto, buscando consuelo en su presencia.
—Es tan difícil estar separados —susurró Valentina de repente, con la voz ahogada por la emoción. Sus palabras flotaron en el aire, cargadas de una verdad que dolía. Apoyó su frente en el pecho de Ernesto, buscando consuelo en el calor de su cuerpo—. Pero cuando estamos juntos, todo parece más fácil... como si nada malo pudiera alcanzarnos.
Ernesto sintió cómo el peso de esas palabras se asentaba en su corazón. Sabía que el futuro era incierto, que la guerra, el entrenamiento y las dificultades que les aguardaban estaban a la vuelta de la esquina. Pero en ese momento, con ellas a su lado, la vida parecía más soportable, incluso bella.
—Lo que viene no es fácil —murmuró él, apretándolas un poco más contra su cuerpo, como si quisiera protegerlas de lo inevitable—. Pero no tienen que temer. Siempre estaré aquí para ustedes. No importa lo que pase, siempre voy a encontrar el camino de vuelta.
Isabel, que había estado en silencio hasta ese momento, apretó la mano de Ernesto con más fuerza, como si quisiera aferrarse a esa promesa.
—Tenemos miedo de lo que pueda pasar —confesó, su voz apenas un susurro—. Pero mientras estemos juntos, todo será más llevadero.
Ernesto cerró los ojos por un momento, dejando que las emociones lo invadieran. Sentía la responsabilidad que Don Pancho había puesto sobre sus hombros, pero también sentía el amor inquebrantable que lo unía a esas dos mujeres. Sabía que no había margen para el error, que su vida y su destino ahora estaban entrelazados con los de ellas.
—Nada nos separará —susurró con firmeza, como si esas palabras fueran más una declaración que una simple promesa.
El tiempo pareció detenerse mientras conversaban en voz baja, compartiendo sueños, esperanzas, y haciendo planes para un futuro que ninguno de ellos podía controlar. Hablaron de la finca, de cómo sería la vida una vez que la guerra terminara; imaginaron un futuro donde la paz reinara y donde podrían vivir sin miedo. Ernesto les contaba historias de cómo podría construir una pequeña casa al borde del río, donde las mañanas serían tranquilas y el sonido del agua sería lo único que rompiera el silencio.
Las chicas lo escuchaban con atención, sus ojos brillando con cada palabra. Parecía un sueño lejano, pero en ese momento, se permitieron creer que podría ser posible.
La luna, alta en el cielo, los bañaba con su luz plateada. Los rostros de Valentina e Isabel parecían de porcelana bajo ese resplandor suave, como si fueran parte de una pintura. El silencio de la noche los envolvía como un manto, dándoles una sensación de eternidad.
Eventualmente, el cansancio los venció. El ritmo de la respiración de Valentina se hizo más lento, más profundo, mientras dormía apoyada en el pecho de Ernesto. Isabel no tardó en seguirla, sus pequeños dedos aún entrelazados con los de Ernesto, como si no quisiera dejarlo ir, ni siquiera en sueños.
Ernesto permaneció despierto un poco más, contemplando sus rostros en la penumbra. Pensaba en las decisiones que tendría que tomar, en los sacrificios que vendrían, pero en ese instante, todo eso parecía lejano. Lo único que importaba era que estaban juntos, al menos por esa noche.
La primera luz del amanecer se coló por las rendijas de la ventana cuando Valentina e Isabel, con cuidado, se deslizaron fuera de la cama. Se despidieron con un suave beso en la frente de Ernesto, prometiéndole que lo verían pronto. Ernesto, aún medio dormido, las observó mientras se marchaban en silencio, sin despertar a nadie más en la casa.
Con el corazón lleno de amor y una nueva esperanza, Ernesto volvió a cerrar los ojos, permitiéndose descansar un poco más. Sabía que los días venideros serían oscuros y difíciles, pero también sabía que, mientras tuviera a Valentina e Isabel en su vida, tendría algo por lo cual luchar.