Ernesto despertó con el leve sonido de las aves al despuntar el alba, sus cantos suaves apenas quebraban el silencio del campo. La luz dorada comenzaba a colarse por las rendijas de la vieja ventana de madera de la habitación que les había prestado Don Pancho para su primera noche de casados. Un brillo cálido cubría las paredes, todavía impregnadas con el dulce aroma de las flores frescas que adornaron la celebración y el sutil humo de las velas, ahora apagadas. En el aire aún flotaba el eco distante de la música y las risas del festejo de la víspera, aunque ahora lo único que sentía era un nudo en el pecho.
Se levantó despacio, con cuidado de no despertar a Valentina, quien dormía profundamente, envuelta en las mantas. Ella se había movido durante la noche, quedando recostada sobre un lado, su respiración era ligera, como el susurro del viento en las hojas de los árboles. Ernesto se detuvo por un momento para contemplarla, su cabello oscuro cayendo desordenado sobre la almohada, la suavidad de sus rasgos aún iluminada por los rayos del amanecer. Una sensación agridulce lo invadió, pues sabía que aquella paz pronto se desvanecería con su partida.
Cerca de la cama, sobre una vieja silla de madera oscura que crujía cuando se sentaban, descansaba el uniforme que le había entregado un mensajero el día anterior, justo antes de la boda. Era un recordatorio frío y duro de lo que le esperaba. El uniforme federal, con su chaqueta negra de corte severo, los detalles discretos en rojo y los pantalones oscuros con una línea roja a los lados, era una representación tangible de su nuevo destino. No era como los sombreros anchos y las chaquetas de cuero que usaban los guardias del pueblo, aquellos que siempre caminaban con aire despreocupado. Este uniforme tenía algo más solemne, una seriedad que lo envolvía como una sombra.
Se acercó lentamente y pasó la mano por encima del tejido, notando lo áspero al tacto. Las botas de cuero negro, pulidas hasta brillar, descansaban junto al uniforme. Aunque no las había limpiado él, parecía que se preparaban para llevarlo a un futuro incierto, una marcha que sabía podría no tener retorno.
A un lado, en el rincón más oscuro de la habitación, una mochila de lona aguardaba. Su contenido era mínimo: una manta gruesa, un manual de entrenamiento que apenas había hojeado, una guía de supervivencia y un pequeño cuaderno de tácticas militares básicas. Ernesto soltó una risa baja, amarga, al ver el cúmulo de papeles. La ironía de todo aquello no se le escapaba: en los pueblos, pocos sabían leer. De no haber sido por Valentina e Isabel, que desde niñas se habían empeñado en enseñarle, esas páginas serían tan útiles como un pedazo de carbón. Pensó en sus tardes en la posada, donde trabajaba con sus manos y, en los ratos libres, las hermanas se turnaban para leerle y hacerle repetir palabras hasta que sus ojos pudieran descifrar el papel por sí mismos. Ahora, esas palabras parecían tener un peso distinto, como si cada una marcara un paso más hacia un futuro que no quería.
Con cuidado, comenzó a vestirse. Primero, se colocó la camisa blanca de algodón, sentía la frescura del tejido en su piel, pero cuando se puso la chaqueta negra, la tela rígida y el corte militar lo envolvieron, recordándole el peso que llevaba en los hombros. A medida que abotonaba la chaqueta, cada clic resonaba en la habitación como un eco de la inevitabilidad de su destino. Se acercó al espejo que colgaba torcido en la pared de barro y se miró en él. Su reflejo le devolvía la imagen de un hombre que parecía más grande de lo que se sentía, con la chaqueta ajustada, los botones dorados brillando bajo la luz tenue del amanecer, pero sus ojos... sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y resignación.
Cruzó la habitación y se detuvo frente a la ventana. El campo se extendía en todas direcciones, los pastizales iluminados por la primera luz del día, los cerros a lo lejos cubiertos por una neblina perezosa. La finca de Don Pancho, con sus vastos terrenos y el lento fluir de las estaciones, siempre le había parecido un lugar donde el tiempo se detenía. Pero ahora, mientras miraba hacia el horizonte, sintió que el tiempo corría demasiado rápido. El sol se alzaba con una serenidad implacable, ignorando la batalla interna que se libraba en su pecho.
Las preguntas empezaron a invadirlo, como lo hacían cada mañana desde que recibió la carta de reclutamiento. "¿Moriré en el frente? ¿Me tocará combatir o quedarme en algún cuartel alejado del conflicto?". Le habían contado historias de los hombres que se iban y no volvían, de aquellos que dejaban a sus familias para no regresar jamás. La guerra, aunque lejana, siempre estaba presente en los rumores del pueblo, en los susurros de las cantinas. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, pesados como el plomo, cargados de una incertidumbre que lo asfixiaba.
"¿Habrá guerra?" pensaba Ernesto, mientras apoyaba las manos en el marco de la ventana. Su mente saltaba entre las historias de revueltas en otras regiones, rumores de insurrecciones contra el gobierno, susurros de batallas libradas en montañas lejanas que parecían tan distantes pero tan peligrosamente cercanas. Sentía la presión de la responsabilidad en cada respiro.
El crujido de la cama rompió el silencio de la habitación, y Ernesto, sumido en sus pensamientos, giró para ver a Valentina desperezarse bajo las mantas. La luz tenue del amanecer se filtraba por la ventana, iluminando apenas los suaves contornos de su cuerpo bajo las sábanas. Sus ojos, aún entrecerrados, lo buscaron con una mezcla de sueño y preocupación. A pesar de la paz que parecía reinar en la escena, el aire estaba cargado de una tensión ineludible, la misma que había colgado sobre ellos desde que llegó el aviso de su reclutamiento.
Valentina se estiró lentamente, como queriendo retrasar el momento en que tendría que enfrentarse a la realidad. Sus labios esbozaron una sonrisa somnolienta, pero sus ojos, oscurecidos por el peso del temor, revelaban lo que su corazón no quería decir.
—Ernesto... —su voz era apenas un susurro, casi inaudible entre el murmullo del campo—, ¿cómo dormiste?
Valentina se acercó a él por detrás, sus manos temblaban ligeramente al rodear su cintura. El calor de su piel contrastaba con el frío de la mañana, un recordatorio de la calidez y seguridad que pronto se desvanecerían. Ernesto sonrió brevemente, intentando tranquilizarla, pero sabía que ambos estaban tan conscientes de la gravedad de la situación como de la fragilidad del tiempo que les quedaba juntos.
—Dormí bien, mi amor —respondió en voz baja, sabiendo que era una mentira piadosa. Apenas había conciliado el sueño, su mente atormentada por la incertidumbre de lo que estaba por venir. Aun así, no quería cargarla con más preocupaciones—. Aunque tú sabes que no soy buen dormilón cuando tengo cosas en la cabeza —añadió con una media sonrisa que intentaba suavizar el ambiente.
Isabel, que había permanecido en silencio, también se acercó, sus ojos reflejando el mismo temor que los de su hermana. Había una delicadeza en su forma de caminar, como si temiera romper el momento, pero al mismo tiempo una urgencia por estar cerca de él antes de que el tiempo se acabara. Ernesto, sin dejar de sostener la mano de Valentina, alargó la suya para tomar la de Isabel. Ambas lo rodearon como si con su presencia pudieran protegerlo del destino que ya no podían evitar.
—¿Me veo muy guapo, no? —intentó bromear, con una sonrisa traviesa que apenas ocultaba la tristeza en su mirada. Sabía que ambas trataban de mantener la compostura, de no quebrarse frente a él, y quería ayudarles, aunque fuera un poquito, a soportar la carga.
Valentina le devolvió una sonrisa tímida, aunque sus ojos estaban vidriosos, y acarició su mejilla con ternura. —Siempre te ves guapo— murmuró, haciendo un esfuerzo visible por mantener el ánimo. Su voz, sin embargo, temblaba, y Ernesto sintió cómo cada palabra calaba hondo, recordándole lo que estaba a punto de perder. Isabel asintió en silencio, su mano apretando suavemente la de Ernesto, su sonrisa era apenas un reflejo de lo que sentía realmente.
El aire estaba cargado de emociones contenidas, una mezcla de despedida anticipada y esperanza rota que ninguno se atrevía a mencionar. Isabel rompió el silencio con una voz suave pero firme, como si quisiera aferrarse a una ilusión de normalidad.
—Recuerda escribirnos siempre que puedas. Nosotras te escribiremos cada semana, o más si es posible —dijo, su voz impregnada de un amor profundo que sólo la distancia haría crecer más. Pero detrás de esa promesa se ocultaba el miedo a que las cartas no llegaran nunca, o peor, que no hubiera nadie para recibirlas.
Ernesto esbozó una sonrisa, esta vez más sincera, aunque cargada de melancolía. —Les escribiré, aunque mi ortografía no sea la mejor —prometió, intentando sonar despreocupado—. Pero no se preocupen, me las arreglaré para que entiendan mis garabatos.
Valentina e Isabel intercambiaron una mirada cómplice, sus sonrisas tan frágiles como una hoja al viento, mientras las lágrimas apenas contenidas brillaban en sus ojos. Ernesto, consciente de lo que significaba cada gesto, trató de memorizar sus rostros. Sus miradas, sus sonrisas nerviosas, el calor de sus manos aferrándose a él, todo quedaría grabado en su memoria como un refugio al que acudiría en los momentos más oscuros.
—Te vamos a extrañar mucho, Ernesto —dijo Valentina, su voz rota por la emoción. Un nudo en la garganta le dificultaba cada palabra, y aunque trataba de mantenerse firme, el dolor de la separación era palpable en cada una de sus frases.
Ernesto tragó en seco, su pecho oprimido por el peso de sus propias emociones, pero no podía permitirse flaquear. —Yo también las voy a extrañar— respondió con voz suave pero decidida, forzándose a mantener una calma que no sentía—. Pero vamos a desayunar, ¿sí? Aprovechemos este último rato juntos antes de que tenga que irme.
El comedor estaba iluminado por la cálida luz del sol de la mañana, que se colaba por las ventanas abiertas. La mesa estaba preparada con esmero, un testamento del esfuerzo de las criadas de Don Pancho. Él, sentado al otro extremo de la mesa, esperaba en silencio, su mirada fija en el horizonte, su semblante duro pero marcado por una tristeza que no lograba ocultar del todo.
Sobre la mesa, una variedad de platillos caseros llenaba el aire con aromas reconfortantes. El pan recién horneado crujía con solo mirarlo, su corteza dorada soltando un perfume a mantequilla y harina que inundaba la estancia. Jarras de barro contenían leche espumosa y café negro, cuyas nubes de vapor ascendían lentamente, como queriendo detener el tiempo. Frutas frescas —mangos, guayabas y naranjas— brillaban bajo la luz del día, tentadoras, su dulzura un contraste con la amargura que sentían todos los presentes.
Isabel, con manos temblorosas pero decididas, sirvió a Ernesto una porción generosa de huevos revueltos con tomate y cebolla, su favorito. Junto a los huevos, dos tamales envueltos en hojas de maíz soltaron su vapor al desatarse, liberando un aroma cálido y familiar. Valentina, con la misma delicadeza, llenó su taza con café, vertiéndolo lentamente mientras el oscuro líquido llenaba el aire con su aroma robusto. La mano de Valentina temblaba ligeramente al sostener la jarra, consciente de que cada acto cotidiano, cada detalle, ahora tenía un peso especial, como si alargara la despedida un poco más.
Mientras comían, el silencio reinaba de una manera casi opresiva. Cada bocado que daban era lento, como si el peso del destino inevitable los estuviera aplastando. Afuera, el mundo seguía su curso, pero dentro de ese comedor, parecía como si todo se hubiera detenido. Los ruidos cotidianos del campo, los gallos cantando a lo lejos, el viento susurrando entre los árboles, todo se percibía lejano, amortiguado, como si la misma naturaleza hubiera decidido guardar respeto ante la gravedad del momento.
El sol, en su ascenso tranquilo, pintaba los campos de un dorado nostálgico. Sus rayos se deslizaban perezosamente por la ventana, derramándose sobre la mesa donde Ernesto, Valentina, Isabel y Don Pancho compartían esos últimos instantes. Cada bocado, aunque preparado con cariño, sabía amargo en las bocas de los presentes, como si el alimento mismo se resistiera a ser disfrutado. Las tortillas recién hechas, que normalmente habrían sido motivo de gozo, ahora se desmenuzaban bajo las manos temblorosas de Valentina, quien apenas comía. Los huevos revueltos, los tamales y el café parecían cargar el peso de la despedida inminente.
Los ojos de Ernesto viajaban entre el plato y sus seres queridos. Sabía que esa escena —ese desayuno, la luz, los rostros de Valentina e Isabel— sería uno de los recuerdos que más atesoraría en los días venideros. Intentaba, con cada mordida, con cada sorbo de café, grabar cada detalle en su mente. El leve temblor de las manos de Valentina cuando servía el café. La manera en que Isabel apenas tocaba la comida, mirándolo de reojo como si no quisiera perder ni un solo segundo de verlo.
Finalmente, cuando los platos estuvieron casi vacíos y el silencio comenzó a hacerse insoportable, Don Pancho rompió el mutismo. —Es hora, muchacho —dijo con esa voz profunda y ronca que usaba cuando no había espacio para discusiones. Ernesto asintió con la cabeza, sin levantar mucho la vista, mientras sentía una presión en el pecho, esa sensación sofocante de que el tiempo ya no estaba de su lado.
Don Pancho, de un movimiento brusco pero decidido, llamó a uno de sus empleados para que prepararan el carro. El sonido de las ruedas del carro y el ajetreo de los hombres preparando el viaje le dieron al momento un carácter más real, más tangible. No había vuelta atrás.
Cuando subieron al carro, Valentina e Isabel lo acompañaron en el asiento trasero, sus manos entrelazadas con las de Ernesto, como si ese simple contacto pudiera detener el flujo del tiempo. El camino de tierra hacia la estación de ferrocarril estaba rodeado de pastizales, y cada bache en el camino sacudía ligeramente el carro, pero nadie parecía notarlo. En el aire flotaba una resignación pesada, casi como una niebla que se colaba entre ellos.
A medida que avanzaban, Ernesto pudo ver a otros hombres del pueblo caminando hacia la estación. Los reconocía a algunos: compañeros de la infancia, vecinos, hombres con los que había compartido risas y trabajo. Ahora, sus rostros estaban marcados por la misma resignación que sentía él. Ninguno intercambiaba muchas palabras; solo había silenciosos asentimientos y miradas de comprensión. Todos sabían lo que estaba por venir, y en ese momento, las palabras sobraban.
El carro finalmente llegó a la estación, una estructura sencilla de madera y hierro que parecía desgastada por el tiempo. Había algo solemne en el lugar, como si el mismo edificio hubiera presenciado demasiadas despedidas. Ernesto bajó primero y, con una ternura que contrastaba con la rigidez militar que pronto adoptaría, ayudó a Valentina e Isabel a descender. El viento fresco de la mañana les dio en la cara, pero no alivió el peso que llevaban en el corazón.
La estación estaba llena. Familias completas, mujeres, niños y ancianos se agrupaban alrededor de los hombres que, como Ernesto, estaban a punto de partir. Las despedidas eran silenciosas en su mayoría, pero el aire vibraba con las emociones contenidas. Había quienes sollozaban en silencio, otros que apretaban los labios con fuerza, tratando de no mostrar su dolor. Y en medio de todo ese caos contenido, la estructura de la estación se mantenía firme, como una testigo muda de tantas historias de separación y esperanza.
Ernesto sostuvo las manos de Valentina e Isabel una vez más. El contacto, aunque sencillo, era todo lo que les quedaba por el momento. Sentía el temblor en sus dedos, el miedo contenido detrás de sus miradas. Valentina, con los ojos cristalinos por las lágrimas que aún no habían caído, lo miró con una intensidad que le hizo estremecerse.
—No te olvides de nosotras —murmuró, su voz quebrándose al final, como si le costara mantener la compostura.
Ernesto apretó sus manos con fuerza, sintiendo el pulso de la vida en ellas, intentando infundirles el valor que él mismo buscaba. —Nunca lo haría, Valentina. Nunca —respondió con firmeza, aunque la duda de si podría cumplir su promesa lo carcomía por dentro. Sabía que en la guerra, las promesas a menudo se volvían inciertas.
Isabel, quien había estado callada durante todo el trayecto, dio un paso adelante. Sus ojos, normalmente llenos de vida, estaban apagados por el dolor. —Te estaremos esperando. Todos los días, todas las noches... estaremos esperando tu regreso —dijo con una tristeza que resonó en el alma de Ernesto.
Ernesto asintió. Sabía que esas palabras eran más que una promesa; eran una súplica, una esperanza desesperada de que su vida no se perdería en algún campo de batalla. —Volveré —prometió, aunque el eco de sus propias palabras le sonaba distante, como si el destino estuviera en otro lugar, riéndose de su seguridad.
El tren se acercaba, su silbido agudo rompió el murmullo de las despedidas. A lo lejos, la locomotora soltaba su humo negro, anunciando su inminente llegada. Los hombres comenzaron a ajustar sus mochilas, a abrazar a sus seres queridos por última vez, conscientes de que ese momento era todo lo que tenían antes de la incertidumbre.
Ernesto miró a Valentina e Isabel una última vez, intentando capturar ese instante en su memoria. Las lágrimas en sus ojos, la calidez de sus manos, el amor que sentía por ellas... todo quedaría grabado en su corazón para cuando llegaran los días oscuros. —Recuerden escribirme. Sus cartas... serán lo que me mantenga en pie —dijo, con una voz entrecortada por la emoción.
—Lo haremos —respondió Valentina, con un hilo de voz que apenas lograba salir de su garganta.
El tren se detuvo con un fuerte silbido, y los oficiales comenzaron a pasar lista. Aún no era el turno de Ernesto, pero sabía que ese momento estaba cerca. Aprovechó esos últimos instantes para abrazar a Valentina e Isabel una vez más. Sus cuerpos temblaban al unísono, como si los tres compartieran el mismo dolor, el mismo miedo, la misma incertidumbre.
El tren, con su imponente estructura de hierro y madera, esperaba. Y Ernesto, consciente de que su vida nunca volvería a ser la misma, dio un último paso hacia ese destino que ya no podía eludir.
El tren se detuvo con un silbido estridente que retumbó en el aire, como si aquel sonido marcara el punto de no retorno. La locomotora soltaba bocanadas de humo negro, envolviendo a la estación en una niebla artificial que parecía apropiada para el momento. Los oficiales, con uniformes impecables y expresiones imperturbables, empezaron a pasar lista, gritando nombres con una firmeza que resonaba en el alma de los que aguardaban su turno. El bullicio se intensificó a medida que las despedidas se aceleraban y los abrazos se volvían más apretados.
Ernesto observaba todo aquello desde la distancia, sintiendo el peso de los minutos. Aún no llamaban su nombre, pero sabía que el momento estaba cerca, y la espera solo hacía más pesada la despedida. A su alrededor, la estación estaba impregnada de una mezcla de olor a carbón, sudor y la inevitable tristeza que las despedidas traen consigo.
—No hay vuelta atrás, —pensó Ernesto, mientras apretaba las manos de Valentina e Isabel por última vez. Sus cuerpos, frágiles y temblorosos, compartían la misma ansiedad. Era como si los tres estuvieran conectados por una cuerda invisible que ahora se estiraba al máximo, a punto de romperse.
El sol, que apenas se asomaba en el horizonte, bañaba la escena con un resplandor anaranjado. Los rostros de Valentina e Isabel se veían bañados en esa luz cálida, pero sus ojos reflejaban algo mucho más frío: el miedo. Valentina, que había logrado contener sus lágrimas todo el camino hasta la estación, finalmente dejó escapar unas cuantas que rodaron por sus mejillas con lentitud, como si el tiempo mismo se resistiera a avanzar.
—Te amamos, Ernesto —dijo Isabel con la voz entrecortada, mientras las lágrimas caían libremente ahora, humedeciendo el borde de su chal rebozo. Sus manos, pequeñas y delgadas, temblaban visiblemente mientras sostenía las de su esposo.
Ernesto las miró a ambas, queriendo grabar en su mente cada detalle de sus rostros, de sus expresiones, del amor que compartían. —Y yo a ustedes —respondió con un nudo en la garganta, besando a cada una en la frente con una ternura que escondía la angustia. El calor de sus pieles contrastaba con el frío que sentía en su interior. Sabía que, por más que prometiera volver, no había garantías en la guerra. Aún así, se obligó a sonreírles, una sonrisa tenue, rota por dentro pero firme en la superficie.
Don Pancho, que había permanecido callado y observador hasta ese momento, dio un paso adelante. Su mirada, siempre severa, ahora mostraba un destello de orgullo y dolor. Sin palabras, extendió su mano, y Ernesto la estrechó con firmeza, sintiendo la fuerza de un hombre que había vivido mucho más de lo que cualquiera en esa estación podría imaginar. El apretón de manos era un pacto silencioso, una despedida entre hombres que entendían que la vida a veces era tan incierta como los caminos del destino.
—Cuida a mis nietas —fue lo único que Don Pancho dijo, en un tono grave que no admitía réplica.
Ernesto asintió, mordiéndose el labio para no dejar que la emoción lo dominara. Con un último vistazo a Valentina e Isabel, giró sobre sus talones y caminó hacia el tren, justo cuando su nombre fue llamado por uno de los oficiales. Los escalones de hierro resonaron bajo sus botas al subir al vagón, y cuando llegó al interior, el ambiente denso y cargado de humo de cigarro lo envolvió de inmediato. Sacó la cabeza por una de las ventanas, agitando la mano en un gesto de despedida. Las figuras de Valentina e Isabel se hicieron más pequeñas, difuminadas por la distancia y la neblina del tren que ya empezaba a moverse. Aun así, sus miradas seguían conectadas.
Al caminar por el vagón, Ernesto notó que no había un rincón libre de tensión. Hombres jóvenes, algunos aún con caras de adolescentes, se apretujaban en los estrechos asientos. La mayoría callaba, mirando al suelo o al vacío, probablemente enfrentándose a sus propios pensamientos sombríos. Entre ellos, soldados armados vigilaban, sus rostros inmutables, como si ya hubieran visto demasiado en la vida.
Avanzó lentamente hasta encontrar dos asientos vacíos al fondo. Colocó su mochila en el compartimiento superior con un suspiro pesado. El aire estaba impregnado del olor a tabaco y sudor, una mezcla acre que le recordó a la cantina del pueblo, donde había pasado algunas noches de juventud. Sacó un cigarro del paquete que llevaba en el bolsillo y lo encendió, exhalando el humo en una larga bocanada que intentaba calmar sus nervios.
—¡Ernesto! —una voz familiar lo sorprendió de pronto.
Al darse vuelta, se encontró con Javier, un hombre delgado, moreno y de cabello algo desordenado, típico de la región. A pesar de la situación, Javier sonreía ampliamente, irradiando una confianza que parecía fuera de lugar en aquel vagón lleno de reclutas nerviosos.
—Carajo, hace un buen que no te veía. ¿Qué tal te ha ido? —dijo Javier, acomodándose a su lado con la familiaridad de viejos amigos, aunque su relación no había sido nunca tan cercana.
—Pues aquí andamos, —respondió Ernesto mientras inhalaba el cigarro, observando a Javier con una mezcla de sorpresa y resignación—. Hace casi un año que no nos veíamos, ¿no?
—Exactamente, —dijo Javier, dándole una palmada en el hombro antes de encender su propio cigarro—. La vida me ha llevado de aquí para allá. Ya sabes, de comerciante ambulante. Pero el destino nos trajo aquí, ¿verdad? ¿Reservista o federal?
—Federal, —dijo Ernesto, lanzando una bocanada de humo mientras clavaba la vista en el tren que comenzaba a dejar atrás el paisaje familiar. La sensación de alejamiento físico y emocional lo embargaba.
—Lo mismo. Pinche suerte la nuestra, ¿no? —Javier soltó una carcajada amarga, dándole una calada a su cigarro—. Pero bueno, así es la vida. ¡Ah! ¿Y cómo están las nietas de Don Pancho? ¿Siguen solteras, verdad? Un buen partido, las dos. Tal vez, cuando regresemos de todo este desmadre, me anime a cortejar a alguna de ellas, ya sabes... casarse y hacerse con una parte de la fortuna del viejo.
El comentario de Javier, dicho con tanta ligereza, encendió una chispa de ira en el pecho de Ernesto. Apretó los dientes, dejando que el silencio hablara antes de responder. Finalmente, con una calma que escondía la tormenta interna, habló:
—Javier, estoy casado con las dos.
El rostro de Javier se congeló por un instante, y luego su sonrisa nerviosa reapareció.
—No mames... ¿con las dos? ¿Cómo diablos hiciste para que Don Pancho te dejara acercarte a ellas?
Ernesto suspiró, sintiendo cómo la tensión de la conversación se disipaba poco a poco. Dibujó una pequeña sonrisa en sus labios, recordando esa noche que parecía haber sucedido en otro mundo, en otra vida.
—Pues sí, algo guapo sí soy... y no estoy tan culero como otros —bromeó con una sonrisa burlona, pero su expresión se volvió más seria al continuar—. Aunque la verdad, no fui un pendejo y me planté ante Don Pancho, no como esos borrachos que solo buscaban decir que las amaban o que se las querían tirar. Ya los conoces, los que van tambaleándose y creen que pueden conseguir un matrimonio con pura labia.
Javier soltó una risa áspera mientras exhalaba una bocanada de humo, animado por la anécdota.
—De hecho, —continuó Ernesto— fui más borracho que esos güeyes. Llegué tambaleándome a su finca, hasta casi me pierdo dos veces en el camino, cabrón. Pero pues me planté frente a Don Pancho, sin pena ni vergüenza, y le pedí que me dejara hablar con ellas. Le dije que me tocaba el servicio federal y que antes de irme quería hablarles, porque no sabía si volvería. Y, bueno, por alguna razón, el viejo aceptó. Aunque no te miento, primero me apuntó con un machete. Pensé que me iba a ensartar ahí mismo.
Javier se echó a reír, dando una palmada en la espalda de Ernesto.
—¡No chingues! Con machete y todo. ¡Eres un cabrón con suerte!
—Más suerte que sentido, te diré. —Ernesto soltó una risa, y luego inhaló profundamente el humo del cigarro, sus ojos perdiéndose en el vaivén del tren que atravesaba el paisaje árido. La luz del atardecer pintaba los campos con tonos dorados, como si el tiempo mismo quisiera detenerse por un instante antes de la oscuridad.
—¿Y luego qué pasó? —preguntó Javier, aún curioso.
—Pues, las vi... Valentina e Isabel. Salieron al pórtico, y en cuanto me vieron, corrieron hacia mí. Me abrazaron, me preguntaron si estaba bien, por qué estaba así de borracho, y no paraban de mirarme con esa mezcla de preocupación y cariño. Me sentí como un desgraciado. Pero bueno, nos sentamos los tres, y ahí fue donde les dije lo que sentía. —Ernesto hizo una pausa, disfrutando del momento antes de lanzar una mirada de complicidad a Javier—. Claro, hay detalles que no te voy a contar, pinche chismoso —dijo, empujando ligeramente a Javier con un codo.
—¡Pinche Ernesto! —Javier soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza mientras tomaba otra calada de su cigarro—. Bueno, ya supongo que lo demás es historia, ¿no? ¡Pero vaya que tienes más suerte que muchos!
—Eso parece —respondió Ernesto, dejando escapar una bocanada de humo con una sonrisa que se desvanecía poco a poco.
El tren continuaba su marcha, deteniéndose de vez en cuando en pequeñas estaciones, donde otros hombres, jóvenes y de rostro cansado, subían con paso lento. El vagón comenzaba a llenarse rápidamente, los asientos ocupados por reclutas que traían consigo mochilas pesadas, miradas de incertidumbre y un silencio que lo decía todo. Algunos trataban de sonreír, intercambiando palabras nerviosas, pero la mayoría mantenía la vista fija en el suelo, perdidos en sus propios pensamientos. El ambiente olía a sudor, tabaco y a esa sensación de resignación que acompaña a los hombres cuando saben que están en manos del destino.
Un joven, apenas en sus veintes, entró con paso titubeante, cargando una mochila vieja y gastada. Se frotaba las manos contra los pantalones, visiblemente nervioso. Se sentó cerca de Ernesto y Javier, sus ojos mirando a su alrededor como si intentara orientarse en medio de la tormenta de emociones que lo embargaba.
—¿Primera vez lejos de tu rancho, compadre? —preguntó Javier, rompiendo el silencio con una sonrisa amistosa.
—Sí... es la primera vez que salgo de mi pueblo. —El joven apenas levantó la vista, su voz temblorosa.
—No te apures, carnal. Todos pasamos por lo mismo la primera vez —respondió Javier, dándole una palmada en la espalda que casi lo tira del asiento—. Aquí todos estamos igual de asustados, aunque algunos lo disimulan mejor que otros. —Javier le guiñó un ojo, intentando aliviar la tensión.
Ernesto, mientras tanto, observaba todo en silencio, su mente de nuevo viajando a otro lugar. El traqueteo del tren, el zumbido constante de las ruedas sobre los rieles, todo parecía desvanecerse en un eco lejano mientras sus pensamientos volvían a Valentina e Isabel. Cerró los ojos por un momento, intentando aferrarse a esos recuerdos. La suavidad de sus manos, el sonido de sus risas, la manera en que sus cuerpos se acurrucaban a su lado en las noches frías… Eran esos recuerdos los que lo mantenían anclado, pero también los que hacían más difícil la partida.
El paisaje fuera de la ventana cambiaba lentamente, pasando de los campos dorados a colinas oscuras y caminos polvorientos. Algunos de los reclutas jugaban a las cartas en el centro del vagón, sus risas y maldiciones llenaban el aire, una especie de refugio temporal ante la realidad que les esperaba. Otros simplemente miraban por la ventana, absortos en pensamientos que jamás compartirían con nadie.
—Oye, Ernesto —dijo Javier de repente, rompiendo el silencio entre ellos—. ¿Alguna vez te has puesto a pensar qué harás cuando todo esto termine? Digo, cuando termine el servicio, si es que salimos vivos de esta.
Ernesto abrió los ojos lentamente, como si hubiera sido despertado de un sueño lejano. Se quedó mirando el techo del vagón por un momento antes de responder.
—La verdad, no lo he pensado mucho. Supongo que lo único que quiero es que pasen rápido estos veinte años de servicio. Volver a casa, a Valentina e Isabel... construir algo, aunque sea desde las cenizas. —Dio una última calada al cigarro antes de apagarlo contra la suela de su bota. El humo que exhaló se mezcló con el ambiente denso y cargado del vagón.
—¿Y tú? —preguntó Ernesto, lanzando una mirada de soslayo a Javier—. ¿Qué harás cuando todo esto termine?
Javier se quedó pensativo, su expresión por primera vez seria. Parecía buscar la respuesta entre el humo y el ruido del tren.
—No lo sé —dijo finalmente—. He estado de un lado para otro desde que tengo memoria, comerciando aquí y allá, sobreviviendo con lo que podía. Quizá siga igual cuando esto acabe, o quizá encuentre un lugar donde quiera quedarme. O tal vez encuentre a alguien que me haga querer dejar de andar rodando. —Rió suavemente, pero su mirada mostraba una leve melancolía.
—¿Te imaginas? —dijo Javier, recostándose en su asiento y cruzando los brazos detrás de su cabeza—. Asentar cabeza, tener un pedazo de tierra, una esposa y chamacos corriendo por ahí. No estaría mal, ¿eh?
Ernesto asintió en silencio, comprendiendo la incertidumbre en las palabras de su amigo. La guerra tenía el poder de trastocar todos esos sueños, pero por ahora, ambos se aferraban a la esperanza de sobrevivir y, tal vez, encontrar un futuro más allá del servicio.
—Lo que venga —murmuró Ernesto, mientras el tren seguía avanzando, llevándolos cada vez más lejos de casa y más cerca de lo desconocido.
El traqueteo del tren resonaba en el vagón, acompañando el murmullo constante de las voces que llenaban el aire. El ambiente estaba cargado de tensión, cada recluta perdido en sus pensamientos, tratando de prepararse mentalmente para lo que les esperaba. Ernesto, hundido en su asiento, cerró los ojos, buscando un breve momento de paz en medio de la incertidumbre. El vaivén del tren, con su ritmo hipnótico, comenzó a arrullarlo lentamente, llevándolo hacia un sueño ligero.
En su mente, se aferraba a recuerdos más felices. Las risas de Valentina e Isabel llenaban el espacio de su memoria, sus voces dulces y las caricias que lo hacían sentir en casa. A veces, las imágenes eran tan vívidas que podía casi sentir el calor de sus cuerpos junto al suyo, como si estuviera de vuelta en esa noche donde todo parecía menos complicado, menos oscuro. Pero esos momentos de tranquilidad nunca duraban mucho.
De repente, sintió una sacudida. Alguien lo movía con cierta rudeza, despertándolo bruscamente de su sueño. Ernesto abrió los ojos con pesadez y escuchó las voces graves de los soldados que patrullaban el vagón, gritando órdenes con tono autoritario.
—¡Despierten, reclutas! —bramó un oficial al recorrer el estrecho pasillo del vagón—. ¡Prepárense para desembarcar!
La orden resonó como un cañonazo en el vagón. Ernesto parpadeó varias veces, sacudiendo la somnolencia que aún lo mantenía prisionero. A su lado, Javier ya se estaba incorporando, estirando los músculos adormecidos por el largo viaje en tren. El joven nervioso que había tomado asiento cerca de ellos, moreno y apenas en sus veinte, parecía aún más pálido, como si la sangre se le hubiera helado en las venas. Sus ojos estaban abiertos de par en par, tratando de contener su nerviosismo.
—Tranquilo, carnal —le dijo Javier, dándole un empujón amistoso en el hombro—. Solo sigue las órdenes y todo saldrá bien. No pasa nada.
Ernesto se levantó lentamente, ajustando el pesado uniforme gris oscuro que sentía como una segunda piel, y revisó que su mochila estuviera bien sujeta. Sus dedos, ásperos por el trabajo duro, tensaron las correas mientras inhalaba profundamente, tratando de calmar los nervios. El tren empezó a desacelerar con un chirrido prolongado, y tras un último silbido penetrante, se detuvo por completo. Una bocanada de aire fresco se coló por las puertas del vagón, contrastando con el ambiente cargado de sudor, tabaco y polvo que flotaba en el interior.
—¡Fuera, reclutas! —gritó un segundo oficial, su voz firme como un golpe de martillo.
Sin perder tiempo, Ernesto y Javier intercambiaron una mirada rápida, un entendimiento silencioso entre amigos que estaban a punto de enfrentar algo más grande que ellos mismos. Se unieron a la fila que comenzaba a formarse en el pasillo estrecho, avanzando con paso firme hacia las puertas del vagón. Al salir, el aire fresco los golpeó en el rostro, revitalizando sus sentidos. Ernesto observó a su alrededor, notando la enorme cantidad de reclutas que descendían de los trenes, formando un río interminable de hombres jóvenes, todos con el mismo destino.
No sabía contar con precisión, pero al ver la marea humana que avanzaba, supo que debían ser miles, quizá decenas de miles. Más allá de los cuerpos y las mochilas que se amontonaban en el andén, una colina coronada por una imponente fortaleza se erguía ante ellos. Era el Fuerte San Roberto, una estructura de piedra robusta que dominaba el paisaje, sus altos muros y torres de vigilancia lanzando sombras largas y amenazantes sobre los recién llegados.
Ernesto tragó saliva mientras sus ojos recorrían los detalles del fuerte. Las murallas eran tan altas que parecían tocar el cielo, construidas con piedras enormes, ensambladas con una precisión que solo la mano militar podía lograr. En cada esquina, las torres de vigilancia se alzaban como centinelas implacables, coronadas con la bandera tricolor de la federación. Rojo, negro y verde ondeaban en lo alto, con un águila de mirada fiera en el centro, sosteniendo una constitución con una mano y un sable con la otra, mientras una serpiente se retorcía entre sus fauces. Desde las torres, soldados bien armados observaban el horizonte, atentos a cualquier amenaza, sus siluetas negras recortándose contra el cielo nublado.
Las puertas del fuerte, hechas de gruesa madera reforzada con hierro, estaban abiertas de par en par. Desde el interior, llegaba el eco de órdenes gritadas y el retumbar de botas marchando al unísono. El aire estaba impregnado del olor a pólvora, tierra húmeda y un leve aroma a sudor y cuero. Los cañones asomaban desde las troneras de las murallas, vigilantes, como recordatorio constante de la preparación para cualquier eventualidad.
—Bienvenidos al Fuerte San Roberto —la voz de un oficial resonó con autoridad, cortando el murmullo entre los reclutas—. Aquí comienza su entrenamiento. Serán moldeados en soldados de la federación, hombres de verdad. ¡Síganme!
El grupo de reclutas, liderado por Ernesto y Javier, comenzó a moverse tras el oficial, cruzando las puertas y adentrándose en los confines del fuerte. A medida que avanzaban, las sombras de los muros altos los envolvían, y Ernesto no podía evitar sentir el peso del lugar. Cada piedra, cada torreta, cada cañón parecía mirarlos, juzgándolos, como si el fuerte mismo decidiera quién sobreviviría y quién caería antes de tiempo.
Dentro del fuerte, la vida militar se desplegaba en su máximo esplendor. Soldados con uniforme impecable marchaban en formación, mientras oficiales gritaban órdenes sin tregua. En un lado del patio principal, grandes barracas de piedra gris se alineaban, cada una con un número tallado sobre la puerta, indicando los dormitorios que pronto ocuparían los reclutas. Más allá, una plaza de armas abierta al cielo estaba rodeada por varias edificaciones menores, como la armería y el comedor, de donde llegaba un aroma tenue de comida que apenas lograba atravesar el aire denso.
Ernesto observó a los otros reclutas, algunos con expresiones de determinación, otros con el miedo reflejado en sus ojos. Todos sabían que lo que estaba por venir sería duro, más de lo que jamás habían experimentado. Pero no había vuelta atrás. Recordó las palabras de Valentina e Isabel, la promesa de escribirles cada vez que pudiera. Ese pensamiento, junto con el deseo de regresar a casa algún día, era lo único que lo mantenía de pie.
—Oye, Ernesto —susurró Javier, inclinándose hacia él—. Aquí comienza lo bueno. Prepárate, que esto va a estar cabrón.
Ernesto asintió lentamente, sintiendo el peso de las palabras. Sabía que los días que vendrían estarían llenos de sudor, sangre y dolor. Pero también sabía que, para sobrevivir, tendría que endurecerse, convertirse en el soldado que la federación esperaba que fuera. Alzó la vista una vez más hacia los altos muros del fuerte, respirando hondo antes de continuar su marcha, sin saber si ese lugar sería su prisión o su salvación.
Al cruzar el umbral, los reclutas se encontraron en un amplio patio central, pavimentado con adoquines y flanqueado por cientos de edificios de dos pisos, todos uniformes en su diseño utilitario. A un lado, un bloque de barracones con largas filas de ventanas estrechas dejaba entrever las literas y las pertenencias de los soldados que ya estaban acuartelados. Del otro lado, los talleres y almacenes zumbaban con actividad, el sonido de martillos y el murmullo de voces indicando un constante estado de preparación y mantenimiento.
Más allá del patio, se divisaba una explanada abierta, destinada a los entrenamientos al aire libre. El terreno estaba marcado con líneas y círculos para diversas actividades físicas y ejercicios tácticos. Una serie de estructuras de obstáculos de madera y cuerda prometían desafíos físicos para los nuevos reclutas.
En el centro del fuerte, una torre más alta que el resto dominaba la vista. Desde allí, ondeaba la bandera principal de la federación. Este edificio servía como el cuartel general, donde los oficiales superiores se reunían y desde donde se dirigían las operaciones del fuerte.
Ernesto notó la precisión y el orden en cada detalle, desde la disposición de los barracones hasta los caminos de grava que conectaban los diferentes edificios. El ambiente estaba cargado de una mezcla de disciplina y tensión, con soldados marchando en formaciones impecables, sus botas resonando al unísono sobre los adoquines, y oficiales vigilando cada movimiento con ojos críticos.
El oficial que los guiaba se detuvo en medio del patio y se giró hacia los reclutas.
—Este será su hogar durante su entrenamiento —anunció, su voz resonando en el espacio abierto—. Aquí aprenderán lo que significa ser un soldado de la federación. Sigan las órdenes, trabajen duro y, sobre todo, mantengan la disciplina. ¡A formar!
—El entrenamiento que van a recibir aquí en el Fuerte San Roberto está diseñado para ser extremadamente riguroso y exigente. Bajo el mando del general Felipe Santiago Pérez Mendoza, nuestro objetivo es garantizar que solo los mejores y más capaces soldados se unan a las filas del ejército federal de Eztac. Comenzarán con la recepción y orientación, donde recibirán una introducción detallada al código militar y las normas de conducta.
—Se les entregará su equipo básico, incluyendo uniformes, mochilas y armamento estándar. Luego, comenzará el entrenamiento físico, que incluye carreras diarias de larga distancia, escalada de obstáculos, natación y ejercicios de fuerza. También realizarán marchas forzadas con cargas pesadas en terrenos difíciles y bajo condiciones climáticas adversas para mejorar su resistencia física y mental.
—En combate cuerpo a cuerpo, tendrán clases intensivas de técnicas de combate cercano. Se familiarizarán con una variedad de armas y tendrán sesiones intensivas de tiro bajo diversas condiciones de luz y clima. Aprenderán a desarmar, limpiar y ensamblar sus armas para asegurar su funcionamiento óptimo en el campo de batalla.
—Participarán en simulaciones de combate que replican situaciones de batalla reales, incluyendo emboscadas y ataques nocturnos. Se entrenarán en tácticas de guerra de maniobra y asimétrica, así como en operaciones de contrainsurgencia y guerrilla. También recibirán entrenamiento en habilidades de supervivencia, primeros auxilios y técnicas para evadir captura y escapar si son atrapados por el enemigo.
El oficial hizo una pausa, permitiendo que las palabras calaran en los reclutas.
—Finalmente, tendrán una misión de campo que simula una operación militar real, donde deberán aplicar todas las habilidades y conocimientos adquiridos. La prueba final incluye una evaluación integral de su capacidad para trabajar en equipo, su resistencia bajo presión y su habilidad para completar la misión. Para los soldados de carrera, el entrenamiento durará aproximadamente 12 meses, y para los reservistas, aproximadamente 6 meses, con un enfoque más intensivo en las habilidades esenciales y tácticas básicas.
Ernesto escuchaba con atención, asimilando cada palabra. Pero a medida que el oficial seguía hablando sobre la asignación de equipamiento, el entrenamiento físico y las rigurosas pruebas que enfrentaría, Ernesto comenzó a sentirse mareado. Había leído el folleto, pero escuchar todo aquello de una vez era abrumador.
—Dormirán en los barracones a la derecha. En cada edificio hay nombres, así que busquen el suyo. Allí encontrarán su equipo y su cama —dijo el oficial, señalando un edificio largo y estrecho—. Y ahora, diríjanse al comedor. Tienen una cena antes de descansar. Mañana comenzaremos el entrenamiento al amanecer.
Ernesto siguió a sus compañeros hacia el comedor, donde la cena consistió en un plato de guiso humeante, con trozos de carne y verduras flotando en una espesa salsa marrón. Acompañado de pan recién horneado y una taza de café caliente, el sencillo menú parecía más reconfortante de lo que había esperado. Intentó no pensar demasiado en lo que le esperaba al día siguiente. Solo quería pasar la noche sin problemas y enfrentar el nuevo día cuando llegara.
Con la cena terminada, Ernesto se encaminó junto a Javier y el chico nervioso del tren hacia los barracones. Buscaron sus nombres en uno de los edificios, y el chico del tren, que se llamaba Luis, no estaba en su mismo edificio, por lo que fue a buscar el suyo en otro barracón. Javier y Ernesto, al encontrar sus nombres juntos en una misma puerta, entraron. El interior era austero, con filas de literas de metal y colchones delgados. Javier rápidamente tomó la cama de arriba, dejándole la de abajo a Ernesto.
Ernesto se cambió a la ropa de dormir que venía en su baúl, ya que leyó en el folleto que era estricto seguir los reglamentos de vestimenta. El uniforme que usaba era para el primer día y eventos oficiales, mientras que la pijama era estrictamente para dormir. El otro uniforme, compuesto de una camisa gris oscura ajustada y pantalones cargo negros junto a unas botas, era estrictamente para el entrenamiento. Dejó caer su cuerpo sobre el colchón duro, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre sus hombros. No quería estar allí, pero sabía que tenía que hacerlo. Recordó a sus esposas, lo que le sacó una pequeña sonrisa en medio de la tensión. Imaginó el rostro de cada una, sus risas y las pequeñas manías que tanto extrañaba. Este pensamiento reconfortante lo ayudó a sentir un poco de paz en medio del caos.
Con ese pensamiento reconfortante, cerró los ojos, esperando que el sueño lo llevase lejos, aunque fuera por unas horas, del duro camino que tenía por delante. Los sonidos de sus compañeros acomodándose en sus camas y los murmullos apagados se convirtieron en un lejano eco mientras el cansancio del viaje y las emociones del día lo envolvían. Ernesto se entregó al sueño, aferrándose a la esperanza de que, de alguna manera, todo saldría bien.
Esa noche, Ernesto soñó que estaba de vuelta en el pueblo, en la finca de Don Pancho, un lugar lleno de recuerdos cálidos que ahora le parecían más lejanos que nunca. El sol caía despacio, tiñendo el horizonte con tonos naranjas y rojos, y el aire llevaba consigo el suave perfume de las flores del jardín. Ahí estaban Valentina e Isabel, sus esposas, riendo con alegría, sus rostros iluminados por la cálida luz del atardecer. Él las abrazaba con fuerza, sintiendo la textura de sus vestidos, el suave calor de sus cuerpos. El hogar se impregnaba de un aroma reconfortante, una mezcla de tortillas recién hechas y guisos que Valentina solía preparar. Todo era perfecto.
De repente, un sonido seco, ensordecedor, rompió la paz del sueño. El estallido de una bala. Ernesto se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo con fuerza. No era el único. A su alrededor, los otros reclutas también se levantaron de sus camas bruscamente, sacudidos por el sonido. El aire en el barracón se había vuelto pesado, denso, y el silencio solo duró unos segundos antes de que una voz rasposa y autoritaria inundara el lugar.
—¡Despierten, cabrones! —gritó un oficial con voz aguda, su tono lleno de desprecio y rabia—. Tienen tres minutos para cambiarse y arreglar su cama. ¡Lo quiero todo perfecto, y los bastardos que durmieron con el uniforme puesto van a pasar el día en calzones, pero con las botas bien puestas! —Su voz retumbaba en las paredes de piedra, y el eco parecía prolongar la amenaza. El barracón entero se llenó de un frenético caos. Los reclutas saltaban de sus camas, luchando por ponerse el uniforme de entrenamiento, mientras otros intentaban arreglar sus camas con manos temblorosas.
El oficial caminaba entre las filas de literas, inspeccionando a cada soldado como si fuera una bestia al acecho, buscando al más débil para destrozarlo. Con su rostro endurecido y ojos llenos de desdén, se detuvo frente a Javier.
—¡Y tú, mocoso de mierda! —lo señaló con un dedo como si fuera un verdugo apuntando a su próxima víctima—. Quiero que te cortes ese pinche cabello de marica. Aquí no estamos para lucir como putitos. ¡Todos los que tengan el cabello largo, se lo cortan hoy! —La amenaza en su tono era clara y, antes de moverse, el oficial se inclinó aún más cerca de Javier—. ¿Me entendiste, hijo de la chingada?
Javier, con la mandíbula apretada, asintió en silencio, sus ojos cargados de furia contenida. Ernesto lo miró de reojo, pero decidió no decir nada. Ya bastante tenían con el oficial pisándoles los talones como para complicar más las cosas. La tensión en el barracón era sofocante.
—¡En diez minutos quiero verlos a todos afuera del fuerte, trotando rápido! —gritó el oficial, ahora caminando hacia la puerta—. ¡Y si alguien se equivoca en la formación, lo van a repetir hasta que lo hagan bien! ¡Rápido, cabrones mal nacidos!
Ernesto se apresuró a vestirse, con las manos temblorosas mientras abrochaba la chaqueta de su uniforme. A su alrededor, los demás reclutas luchaban por hacer lo mismo, el miedo palpable en el aire. Los rostros que había conocido el día anterior ahora estaban tensos, el nerviosismo reflejado en cada movimiento apresurado.
Javier, visiblemente molesto por el comentario del oficial, tomó unas tijeras que encontró en uno de los baúles y, sin dudarlo, se cortó la coleta de manera abrupta. Las hebras de cabello oscuro cayeron al suelo en silencio, como símbolos de la última pizca de individualidad que le quedaba.
—Pinche suerte, hermano —susurró Ernesto, mientras apretaba los cordones de sus botas.
—Ni me digas —murmuró Javier entre dientes, tirando las tijeras de mala gana al suelo.
Cuando finalmente estuvieron listos, los reclutas salieron del barracón, formando una fila torpe bajo el frío de la madrugada. El aire era gélido, mordiendo sus rostros y manos, y el cielo aún permanecía cubierto de una oscuridad impenetrable, solo rota por las débiles luces del fuerte. Los que habían sido castigados por dormir con el uniforme marchaban con botas y ropa interior, temblando tanto por el frío como por la humillación.
Un instructor, un hombre fornido con un bigote grueso y rostro implacable, los guió hacia una explanada amplia, rodeada por árboles oscuros y un terreno rocoso que ascendía en una pequeña colina. Allí, ya los esperaba otro oficial, un hombre de expresión severa, montado sobre un caballo negro como la noche.
—Bienvenidos a su primera lección, culeros —dijo con una voz grave que cortó el aire—. Soy el capitán Martínez, y durante el tiempo que estén aquí, sus vidas me pertenecen. Van a aprender disciplina y obediencia. Si uno de ustedes la caga, todos pagan. Así que más les vale estar atentos.
A Ernesto le temblaron las rodillas por un momento, pero se mantuvo firme. El sargento, de pie al lado del capitán, sacó una libreta y comenzó a pasar lista, llamando a los reclutas uno por uno. Cada nombre resonaba en el frío matutino, y el recluta correspondiente respondía con un seco "Presente". Ernesto, cuando escuchó su nombre, lo dijo con la voz más firme que pudo, aunque su interior estaba hecho un nudo.
—Hoy comenzaremos con una marcha de cuarenta kilómetros —anunció el capitán sin inmutarse—. Llevarán mochilas cargadas con piedras para simular el peso de su equipo. Al llegar, tendrán que escalar esa colina rocosa veinte veces. Si alguno se desmaya, arrástrenlo, pero no se detengan. Esto no es un maldito paseo. Aquí se viene a formar hombres, no niñas.
Las palabras del capitán cayeron como una losa sobre los reclutas. Ernesto ajustó las correas de su mochila, sintiendo el peso de las piedras aplastando su espalda, mientras el frío de la madrugada comenzaba a mezclarse con el sudor que ya se acumulaba en su frente. Las piernas le temblaban, pero sabía que no había opción.
—¡Muévanse ya, carajo! —ordenó el capitán.
El grupo comenzó a marchar, arrastrando sus cuerpos con las mochilas pesadas que parecían estar hechas del mismo hierro que el yugo impuesto por el ejército. Las correas apretaban los hombros, cortando la piel con cada paso, y los pies hundiéndose en el terreno duro y desigual eran como una metáfora del camino incierto que les esperaba. El suelo, lleno de piedras y pendientes traicioneras, les recordaba que no había lugar para la comodidad o el descanso. Ernesto sentía cómo el peso lo aplastaba, sus hombros ardiendo y el dolor en sus pies intensificándose con cada zancada. El frío de la madrugada se filtraba a través de su ropa, mordiendo la piel expuesta y endureciendo los músculos, pero nadie se atrevía a quejarse. Sabían bien que cualquier signo de debilidad sería castigado con la dureza implacable de los oficiales.
La marcha era una coreografía de cuerpos exhaustos, pero bien disciplinada. Solo el ruido de las botas golpeando el suelo y las respiraciones pesadas rompían el silencio de la madrugada. El horizonte, aún oscuro, apenas comenzaba a iluminarse con los primeros rayos de sol que intentaban abrirse paso entre la bruma helada. El cielo adquiría lentamente tonos de naranja y rosado, pero ese amanecer no traía promesas de un día mejor, solo la certeza de un nuevo castigo.
Ernesto mantenía la vista al frente, enfocándose en el ritmo de sus pasos, tratando de ignorar el dolor punzante en sus piernas y la carga aplastante en su espalda. "Si alguno falla, todos pagan", recordó las palabras del capitán Martínez. Aquella advertencia martillaba en su mente, empujándolo a seguir adelante, a no titubear ni por un segundo. A su alrededor, los jadeos de sus compañeros y los pasos pesados se mezclaban con el sonido del cuero de las mochilas rozando los cuerpos sudorosos, pero todos mantenían la misma marcha inquebrantable.
El camino se hacía interminable, y el terreno no daba tregua. Tras lo que pareció una eternidad —una marcha de tortura bajo el frío abrasador—, el grupo llegó finalmente a la zona rocosa de la que había hablado el capitán. La colina se alzaba ante ellos, una muralla de roca irregular que parecía desafiar su resistencia con arrogancia. Ernesto tragó saliva, su garganta seca como si estuviera llena de arena. Los músculos de sus piernas temblaban bajo el peso del esfuerzo acumulado, pero no había tiempo para vacilar.
—¡Veinte veces, cabrones! ¡Arriba y abajo, sin descanso! —tronó la voz del sargento desde lo alto, su silueta recortada contra el cielo que ahora brillaba con un sol incipiente.
Ernesto respiró hondo y comenzó la escalada. Cada paso sobre las rocas era un desafío, sus botas resbalaban en las piedras sueltas, y cada vez que intentaba aferrarse a una saliente, sentía como si su cuerpo estuviera hecho de plomo. El sudor le corría por la frente, quemándole los ojos y dejando un sabor salado en sus labios. Al llegar a la cima por primera vez, sus piernas ya flaqueaban, temblando como si estuvieran a punto de ceder. Bajó con cuidado, el miedo a un tropiezo presente en cada movimiento, solo para tener que volver a empezar de inmediato. El sargento no les daba ni un segundo de respiro.
A medida que pasaban las escaladas, los jadeos y resoplidos de los reclutas se hacían más pesados. Algunos ya comenzaban a tambalearse, tropezando torpemente con las rocas. El sonido de alguien vomitando resonó detrás de Ernesto, pero no se permitió mirar atrás. No podía detenerse. No debía detenerse.
En la cuarta subida, divisó a Javier a su lado. Su rostro estaba empapado en sudor, sus facciones endurecidas por el cansancio y la frustración. El cabello recién cortado dejaba su nuca al descubierto, brillante por el sudor. Ambos intercambiaron una breve mirada, un entendimiento silencioso de la agonía compartida. Ninguno habló, no hacía falta. Sabían que en ese momento las palabras eran un lujo que no podían permitirse.
Cada subida era un suplicio. Ernesto sentía que sus pulmones ardían, y las piernas parecían a punto de colapsar. Las manos le dolían por aferrarse a las rocas. Pero, aun cuando su cuerpo pedía a gritos descanso, su mente lo obligaba a continuar. Apretaba los dientes, concentrándose en un pensamiento que le daba fuerzas: Valentina e Isabel. Sus rostros aparecían en su mente en esos momentos de mayor flaqueza, recordándole por qué estaba allí, por qué debía soportar todo eso.
Al completar la vigésima subida, Ernesto sentía que sus piernas eran como columnas de hierro oxidado, duras, pesadas, pero a punto de romperse. Los músculos de su espalda gritaban de dolor, y sus brazos apenas respondían. Sin embargo, no había tiempo para saborear la victoria, si es que a eso podía llamarse. Debían volver al punto de partida. Los reclutas, exhaustos y tambaleantes, comenzaron a descender de la colina, cada paso más pesado que el anterior. El silencio que reinaba ahora era distinto, más que agotamiento, era resignación.
El trayecto de regreso fue aún más doloroso. Cada paso se sentía como una tortura. El sudor les escurría por la frente, empapando sus uniformes, y el frío de la madrugada ahora parecía haber sido sustituido por el calor creciente de un sol que ya comenzaba a imponerse en el cielo. Ernesto sentía el peso de la mochila más intenso que nunca, como si las rocas dentro de ella hubieran duplicado su peso.
Finalmente, llegaron al punto de partida. El capitán Martínez los esperaba, su figura montada sobre el caballo proyectaba una sombra que parecía aún más amenazante. Los miraba con el ceño fruncido, como si evaluara el valor de cada uno de ellos. Unos cuantos segundos de silencio, y finalmente habló.
—Decepcionante... son todos una bola de inútiles hijos de la chingada —dijo con un tono tan frío que el aire pareció congelarse nuevamente—. Pero soy generoso, así que les permitiré demostrarme que no son unos malnacidos sin remedio.
Ernesto apenas podía mantenerse en pie, sus piernas temblaban y sus pulmones ardían. Pero la pesadilla no había terminado. El sargento dio las nuevas órdenes:
—¡Doscientas flexiones, trescientas abdominales, cuatrocientas dominadas, y diez carreras de velocidad! —gritó el sargento con su tono despiadado—. Todo con las mochilas puestas, ¿entendieron? ¡Y el que se desmaye, lo despabilamos a patadas para que lo haga de nuevo!
Ernesto sintió un nudo en el estómago, pero no había opción. El grupo se desplomó al suelo, comenzando a hacer flexiones, sus cuerpos ya al límite, pero sin opción de detenerse. El dolor en los brazos de Ernesto era insoportable, pero cada vez que sentía que ya no podía más, cerraba los ojos y se obligaba a recordar. Cada repetición era una tortura. Cada flexión era como un martillo golpeando sus brazos, cada abdominal arrancaba una chispa de dolor de sus ya maltratados músculos. Las dominadas eran peor. Pero no podía detenerse, no podía permitirse flaquear. El pensamiento de Valentina e Isabel lo mantenía en pie, lo hacía avanzar. Recordaba a Valentina e Isabel, recordaba sus sonrisas, el aroma de la comida recién hecha, y esa pequeña esperanza lo mantenía en pie. Sabía que debía aguantar, que no podía fallar.
Las horas se convirtieron en un torbellino de ejercicios extenuantes, y el sonido de los gritos de los instructores resonaba en el aire como un látigo invisible que los empujaba a seguir. Cada vez que uno de los reclutas fallaba, el castigo era doble para todos. No había misericordia. "No hay lugar para los débiles", eso lo sabían bien.
Cuando el sol estuvo alto en el cielo, el capitán Martínez los reunió de nuevo. El calor era sofocante, y los reclutas, cubiertos de sudor, polvo y cansancio, apenas podían mantenerse de pie. Algunos se tambaleaban, con las piernas flaqueando, pero nadie se había desmayado aún.
Martínez ordenó que les arrojaran baldes de agua fría. El golpe del agua helada sobre sus cuerpos ardientes provocó gritos y estremecimientos, pero también un alivio momentáneo. Ernesto jadeaba, sintiendo cómo el frío se filtraba por sus ropas empapadas.
—Tomen agua —dijo con desdén el sargento, sin molestarse en ocultar su desprecio—. Tienen cinco minutos de descanso, luego los quiero en el campo de tiro.
El sonido seco de las órdenes reverberaba en el aire, mezclándose con los jadeos de los reclutas que apenas se mantenían en pie. No hubo celebraciones, solo suspiros de alivio cuando varios baldes de agua fría fueron lanzados sobre ellos como una cruel misericordia. El agua helada los estremeció, arrancando gruñidos y resoplidos de aquellos cuyas fuerzas ya estaban al borde del colapso. Ernesto, con la vista nublada por el agotamiento y el cuerpo entumecido, sabía que aquello era apenas el principio de lo que les esperaba.
El líquido recorría su piel, refrescando por momentos los músculos tensos. Bebió con avidez, sintiendo cómo el agua fría bajaba por su garganta rasposa. Sabía que esos cinco minutos eran lo más cercano a una tregua que tendrían en todo el día. Sus ojos, entrecerrados por la fatiga, se cruzaron brevemente con los de Javier, quien se había desplomado a su lado.
—Esto es una locura, pinche tortura —murmuró Javier entre respiraciones pesadas, casi sin fuerzas para hablar.
Ernesto asintió, mirando al cielo que ya se despejaba, el azul profundo mezclándose con los últimos tonos anaranjados del amanecer. El sol comenzaba a colarse entre las nubes, prometiendo un calor implacable que pronto los golpearía como otro enemigo invisible. El sudor mezclado con el agua que les habían echado comenzaba a secarse en su piel, dejando rastros de sal y suciedad.
—Pero no queda de otra, tenemos que aguantar —respondió Ernesto, su voz apenas un murmullo mientras su mirada se perdía en la inmensidad del cielo, buscando una distracción, un respiro mental que su cuerpo ya no podía brindarle.
El descanso se esfumó antes de que pudieran siquiera procesarlo, y el sargento, siempre vigilante, los volvió a llamar con su tono cortante.
—¡Al campo de tiro, ya! —gritó, su voz áspera como una navaja pasando por un pedernal.
Los reclutas, tambaleándose y con las piernas como si fueran de plomo, se pusieron de pie con esfuerzo. El cansancio era evidente en cada uno de ellos, pero nadie se atrevía a detenerse. Sabían que cualquier signo de debilidad sería castigado sin piedad. Marcharon en fila hacia el campo de tiro, un amplio terreno de tierra dura y polvorienta, donde los blancos estaban alineados a diferentes distancias, esperando ser perforados por balas de práctica.
Los campos de tiro estaban situados en una amplia explanada de tierra seca y polvorienta, rodeados de colinas yermos y un cielo que ya comenzaba a llenarse de luz. Los blancos estaban alineados a varias distancias, simples figuras de madera con círculos pintados, esperando para ser acribillados. El sargento los esperaba ya ahí, con los brazos cruzados, observándolos como si fueran animales en una feria, listos para ser probados.
—¡A ver, cabrones! —gritó el sargento, su voz cortante como un látigo—. Aquí no hay espacio para errores. El rifle en sus manos es el Modelo Eztac 1896. Tal vez algunos ya lo conocen, y para los que no, les digo esto: más les vale cuidarlo como a su pinche madre o como si fuera su esposa, porque es el arma nacional. Más les vale cuidarlo Si alguno falla consistentemente hoy, mañana tendrá que sudar el doble, ¡y ni piensen en pedir compasión!
Ernesto tomó el fusil que le entregaron. El Modelo Eztac 1896 pesaba más de lo que recordaba, pero era un peso familiar. La culata de madera pulida estaba desgastada en algunas partes, y el cañón de acero brillaba bajo el sol naciente. No eran balas reales las que les habían dado; la punta de madera de los cartuchos que recibió le recordaba que aquello era solo un ensayo, pero el dolor en su cuerpo le decía que no había espacio para el error.
El grupo se alineó frente a los blancos, sus fusiles listos, las manos temblorosas. Ernesto respiró hondo, cerrando un momento los ojos antes de apuntar. Concentración, se dijo. Recordaba la vez que su ex patrón, un hombre rudo de pocas palabras, les había obligado a disparar a unos tipos que se habían metido en sus terrenos, solo para intimidarlos. No era la primera vez que disparaba, pero jamás lo había hecho bajo tanta presión.
Los primeros disparos retumbaron en el aire como truenos secos, rompiendo el silencio que había estado colgando sobre ellos. Cada detonación resonaba en el pecho de Ernesto, pero él se mantenía firme, enfocado en el objetivo. Disparó una y otra vez, tratando de ignorar el cansancio, el dolor en sus músculos, el sudor que le escurría por el rostro y le irritaba los ojos. Sabía que cualquier error le costaría caro.
A su lado, Javier maldecía en voz baja. Su rifle se le atoraba, los disparos se le iban desviados, pero seguía intentándolo. Ernesto no dijo nada, pero en el fondo sabía que su compañero estaba al límite.
—¡Concentración, hijos de la chingada! —gritaba el sargento, caminando entre las filas, su mirada de halcón clavada en cada uno de ellos—. ¡Esos blancos no van a caer solos!
Las horas pasaron lentas, cada disparo una prueba de resistencia. El cansancio era ahora un enemigo más grande que cualquier blanco frente a ellos. Las balas de madera se clavaban en los blancos con un sonido hueco, sordo, pero cada una de esas balas era una pequeña victoria para Ernesto, que lograba mantener su puntería precisa a pesar del agotamiento.
Finalmente, después de lo que sintieron como una eternidad, el sargento dio la orden de alto. El grupo bajó sus fusiles, algunos dejándolos caer al suelo y otros simplemente derrumbándose de rodillas, incapaces de mantenerse en pie. El sargento caminó entre ellos, inspeccionando los blancos con una mirada crítica. Al llegar al de Ernesto, asintió ligeramente.
—No estuvo mal —gruñó, aunque su tono denotaba cierta aprobación—. Ahora viene la segunda parte. Si el rifle es su esposa, la "Marta" es su amante.
Los reclutas se miraron confundidos mientras el sargento sacaba de una caja un revolver de aspecto robusto.
—Este es el Modelo Oront Serpiente 45, un revólver de doble acción. Van a aprender a disparar con él también. Precisión y destreza. Cuiden a su amante, porque en batalla, si se les acaba el rifle, esto es lo que les salvará el pellejo.
Ernesto sostuvo el revólver en su mano, notando la diferencia inmediata. Era más ligero que el fusil, pero tenía su propio peso. La empuñadura se ajustaba perfectamente a su mano, y el frío del metal era reconfortante. Apretó el gatillo una vez para sentir el mecanismo de doble acción, sabiendo que aquello no sería tan sencillo como con el fusil.
Los reclutas, aún jadeando, se colocaron en posición de nuevo. Ernesto levantó el arma, apuntando al blanco más cercano. A su lado, Javier parecía más nervioso, sus manos aún temblaban por el cansancio. Ernesto tomó aire, aplicando las mismas técnicas de respiración que había aprendido durante los disparos con el fusil. Con calma, se dijo. Apretó el gatillo, y el disparo resonó en el aire como un trueno en una tormenta lejana. El blanco tembló ligeramente cuando la bala lo alcanzó.
El calor de la tarde era aplastante, la tierra se levantaba en pequeñas nubes de polvo con cada paso que los reclutas daban. A pesar de los gritos constantes de los sargentos, la fatiga comenzaba a hacerse visible en los movimientos torpes de los jóvenes. El entrenamiento parecía interminable, una sucesión de pruebas diseñadas para empujar sus cuerpos y mentes hasta el límite. Ernesto, con los músculos ardiendo y la boca seca, apretaba los dientes mientras apuntaba una vez más.
—¡Mantén la postura, Mendoza! —gritó uno de los instructores, caminando entre las filas con el ceño fruncido—. ¡No dejes que el retroceso te gane!
Cada disparo resonaba en sus oídos como un tamborileo constante, y el olor a pólvora se mezclaba con el sudor de los cuerpos exhaustos. El revólver Oront Serpiente 45 que Ernesto sujetaba en ese momento pesaba en sus manos, pero su control sobre el arma mejoraba con cada intento. El mecanismo de doble acción del revólver facilitaba los disparos rápidos, aunque cada retroceso sacudía su brazo, dejando una vibración que le subía por el hombro hasta la mandíbula.
Los disparos continuaban, un ritmo implacable bajo el sol abrasador. Pero el entrenamiento aún no había terminado. Los reclutas apenas podían permitirse un respiro cuando el sargento anunció el siguiente desafío: el Rifle Montaña 1888.
—Ahora, cabrones, van a aprender a disparar con esto —dijo el sargento mientras sostenía el rifle en alto para que todos lo vieran—. Este es el Rifle Montaña 1888, acción de palanca, larga distancia. Y si alguno falla, los quiero mañana antes del amanecer trotando como mulas en el patio.
El rifle tenía un aspecto antiguo pero imponente. La culata de madera oscura mostraba marcas de uso, una textura áspera bajo los dedos de Ernesto que le daba una sensación de firmeza. El cañón largo prometía precisión, pero también requería paciencia y control. Ernesto ajustó su postura, plantando los pies firmemente en la tierra seca mientras apoyaba el rifle contra su hombro. El peso del arma era considerable, pero no tanto como para ser inmanejable.
Cada disparo era más lento que con el revólver, el sonido del metal de la palanca resonando fuerte cuando Ernesto recargaba después de cada tiro. Se tomó su tiempo, ajustando su respiración con cada jalón del gatillo, asegurándose de que el cañón estuviera perfectamente alineado con el blanco a la distancia. Sabía que la clave no era la velocidad, sino la precisión.
—¡Más despacio, cabrón! —le gritó el sargento a uno de los reclutas cercanos—. ¡No es una carrera, es una maldita competencia de paciencia!
Ernesto mantuvo la calma, el sudor le corría por la frente, pegándole el cabello a la piel, pero su mirada nunca se desvió del blanco. Finalmente, el sargento ordenó que dejaran los rifles y pasaran al siguiente arma: la intimidante Escopeta de Mano Eztac 1890, una bestia de dos cañones paralelos que Ernesto había visto antes en las manos de cazadores.
El sargento, con una sonrisa retorcida, les explicó lo que ya sabían.
—¡Esta perra va a patearlos como si fuera una mula! —gritó—. Así que sujeten bien esa culata o van a volar hasta el otro lado del campo.
Ernesto sujetó la escopeta con ambas manos, asegurándose de tener una postura sólida. Sabía que el retroceso sería brutal, así que plantó bien los pies y apretó la culata contra su hombro con fuerza. Al primer disparo, el retroceso le recorrió el cuerpo como un latigazo, pero Ernesto se mantuvo firme, sus pies clavados en el suelo. La explosión de la escopeta resonó como un cañonazo, y Ernesto casi pudo sentir el eco vibrar en sus huesos. Después de cada disparo, sus manos temblaban ligeramente, pero no se permitió ceder al cansancio.
El entrenamiento continuaba como una pesadilla sin fin, y el siguiente reto era la Escopeta Fénix 97, una versión más moderna con su mecanismo de repetición por corredera. El sargento, siempre dispuesto a meter miedo, no perdió tiempo en advertirles.
—Esta tiene más mordida, cabrones. Pero si la usan bien, les va a sacar de más de un apuro.
El movimiento de bombeo para cargar cada disparo era casi rítmico, como un reflejo mecánico. Ernesto se adaptó rápidamente al nuevo sistema, aprovechando la fluidez del arma para disparar con velocidad, aunque cada retroceso seguía desgastando sus ya cansados músculos. La escopeta tenía un cañón más corto, lo que facilitaba la maniobrabilidad, pero cada disparo seguía siendo una prueba de resistencia física.
Las horas se alargaron como un mal sueño. El sol comenzaba a descender, pero el entrenamiento parecía no tener fin. Finalmente, cuando todos los reclutas estaban al borde del colapso, cubiertos de polvo y sudor, el sargento dio la orden de alto.
—¡Dejen las armas, hijos de la chingada! —gritó con su típica severidad—. ¡Y no crean que esto ya terminó!
Los reclutas bajaron sus armas con un alivio visible, aunque fugaz. El capitán Martínez se adelantó, su mirada severa, sus botas resonando en la tierra seca mientras caminaba al frente.
—Frente, los más altos y fuertes —ordenó con voz autoritaria. Unos cuantos reclutas, los de mayor tamaño, dieron un paso al frente. Para alivio de Ernesto, él no estaba entre ellos—. Formarán equipos de tres. Los que están adelante cargarán la Ametralladora Tezcatlipoca M1900 y dos de ustedes llevarán las cintas de municiones.
La Ametralladora Tezcatlipoca M1900 era una monstruosidad de metal, una bestia de guerra diseñada para arrasar con todo a su paso. Ernesto observó cómo los designados como artilleros se acercaban para recogerlas, sus cuerpos tensos bajo el peso del arma y el trípode. Era una máquina imponente, con su cañón largo y grueso, y la promesa de una cadencia de fuego implacable.
—¡Formen sus equipos y preparen las cintas de municiones! —gritó el capitán Martínez—. ¡Tienen dos minutos para estar listos!
Ernesto y Javier tomaron varias cintas de municiones, el metal frío y pesado en sus manos, y comenzaron a buscar un artillero que necesitara apoyo. Encontraron a Rodrigo, un joven robusto que ya tenía la ametralladora sobre su hombro, ajustando su equipo con una concentración feroz.
—Vamos, cabrones, no hay tiempo que perder —dijo Rodrigo, su voz firme mientras señalaba hacia la colina.
Los tres comenzaron a subir, con el peso de las municiones y el arma haciéndose cada vez más insoportable. El terreno era empinado y desigual, y el sonido del metal chocando con cada paso hacía eco en el aire, acompañando los jadeos de los jóvenes. Cada paso era una lucha, y a medida que se acercaban a la cima del cerro de entrenamiento, el viento seco les golpeaba el rostro, mezclándose con los gritos distantes de los instructores.
Ernesto sentía que sus piernas iban a ceder en cualquier momento, pero no había espacio para rendirse.
La subida a la cima del cerro fue un verdadero calvario. El sol empezaba a declinar, tiñendo el cielo de un rojo intenso que bañaba el paisaje en tonos ocres y anaranjados, mientras que el viento seco levantaba nubes de polvo a cada paso. El camino era empinado y traicionero, lleno de rocas sueltas y maleza que dificultaban el avance. Cada vez que alguno de los tres pisaba en falso, las piedras rodaban colina abajo, resonando en el valle con un eco metálico. El peso de la Ametralladora Tezcatlipoca M1900 parecía multiplicarse a medida que avanzaban, sumado al calor sofocante que los envolvía como una manta pesada. Rodrigo, cargando la ametralladora, jadeaba bajo la presión, pero mantenía el paso firme.
Ernesto y Javier, cada uno con varias cintas de municiones colgando sobre los hombros como pesadas serpientes de metal, luchaban por mantener el equilibrio en el terreno accidentado. Las cintas de balas tintineaban con cada movimiento, como si el peso de la guerra que se les venía encima quisiera hacerse presente con cada paso. La colina de entrenamiento no era simplemente un terreno elevado; representaba una prueba, un obstáculo a superar antes de que pudieran llamarse verdaderos soldados.
Cuando por fin llegaron a la cima, lo que vieron no hizo más que aumentar su cansancio. El terreno se abría en una llanura accidentada, salpicada de rocas y matorrales secos que crujían bajo sus botas. Al frente, el campo de tiro se extendía hasta el horizonte, con diversos objetivos colocados a diferentes distancias. Algunos eran simples siluetas estáticas, hechas de madera y tela raída, mientras que otras eran más complejas, figuras móviles que simulaban enemigos en movimiento. El cielo, ahora teñido de un morado oscuro, empezaba a oscurecer el panorama, pero eso no parecía importar. Las órdenes seguían, tan implacables como siempre.
Rodrigo, con un suspiro de alivio, dejó caer la ametralladora sobre el suelo seco. Los tres se pusieron manos a la obra, instalando el trípode con torpeza y prisa. Ninguno era experto en el uso de una ametralladora, y cada ajuste en el trípode les costaba segundos preciosos, segundos que parecían extenderse bajo la presión de las órdenes gritadas desde abajo.
—¡Planten bien ese maldito trípode o la ametralladora les va a salir volando! —rugió el capitán Martínez desde el pie de la colina, su voz llevada por el viento como una amenaza.
Ernesto, arrodillado, luchaba por encontrar un punto firme en el suelo irregular para asegurar las patas del trípode. Sentía sus manos torpes, como si estuvieran hechas de plomo, el sudor cubriéndole la frente y nublándole la vista. Javier, a su lado, maldecía por lo bajo mientras desenrollaba las cintas de municiones, asegurándose de que no se enredaran. El tiempo se les escapaba, y la tensión crecía a cada segundo.
Finalmente, Rodrigo se acomodó detrás de la ametralladora, con el rostro rígido y concentrado. Ernesto y Javier se colocaron a los lados, listos para alimentar las cintas en el mecanismo de la Tezcatlipoca. El capitán Martínez, abajo, dio la orden.
—¡Fuego! —gritó, su voz rompiendo el silencio momentáneo.
Rodrigo apretó el gatillo, y la ametralladora cobró vida de inmediato. El estruendo fue ensordecedor, un rugido que se mezclaba con el eco de las balas cortando el aire. La vibración del arma se sentía a través del suelo, subiendo por las piernas de Ernesto, sacudiendo su cuerpo con cada ráfaga. El cañón de la ametralladora vomitaba fuego y metal, y las cintas de municiones se deslizaban rápidamente entre las manos de Ernesto, que apenas lograba mantener el ritmo. Cada bala parecía devorada por la insaciable máquina, y el calor del cañón crecía con cada segundo, irradiando una sensación sofocante.
El aire olía a pólvora quemada, y el sonido de los disparos era tan continuo que parecía que el mundo entero vibraba a su alrededor. Rodrigo movía la ametralladora con cuidado, apuntando hacia los blancos más lejanos, mientras Javier y Ernesto alimentaban la munición, sus manos temblando por el esfuerzo.
Los objetivos en el campo de tiro comenzaban a caer. Las siluetas de madera estallaban en astillas, y los objetivos móviles eran golpeados con precisión. A pesar de la fatiga, los tres jóvenes trabajaban en perfecta sincronía, cada uno realizando su tarea sin pronunciar palabra. Sabían que un solo error podría causar un desastre, que una cinta mal colocada podría atascar el arma y, en el peor de los casos, detener la práctica.
El tiempo se extendía interminablemente. Cada segundo era una tortura, el calor de la ametralladora y el esfuerzo físico hacían que Ernesto sintiera que su cuerpo no aguantaría mucho más. Los músculos de sus brazos dolían por el constante movimiento, y sus piernas temblaban bajo el peso de las cintas de municiones. Rodrigo seguía disparando, sus ojos fijos en los blancos, su mandíbula apretada. Javier, a su lado, respiraba pesadamente, pero mantenía el ritmo, sin quejarse, sin ceder ante la presión.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, el sargento dio la orden de alto. El eco de los disparos se desvaneció lentamente, dejando un silencio pesado, interrumpido solo por el zumbido en los oídos de los reclutas. Ernesto soltó las cintas de municiones y se dejó caer sobre una rodilla, exhausto. Rodrigo retiró sus manos del gatillo, y el cañón humeante de la ametralladora se quedó en silencio, como una bestia finalmente saciada.
Bajaron la colina en silencio, arrastrando los pies. El agotamiento era visible en cada rostro. Ernesto miraba a sus compañeros de reojo; todos tenían el mismo semblante, una mezcla de cansancio y resignación. Al llegar al patio, el capitán Martínez los recibió con su acostumbrada mirada de desdén.
—Decepcionante y lento —escupió, su voz cortante—. Se ven al borde del desmayo, pero mañana será peor. Tácticas de combate cercano. Quiero ver cómo se defienden con una bayoneta, un machete o lo que sea que encuentren. Y más les vale aprender rápido, porque en la guerra no hay segundas oportunidades.
Los reclutas apenas escucharon la última parte. Se dispersaron rápidamente hacia las duchas, deseando un alivio que sabían sería efímero. Ernesto sintió el agua fría golpear su piel, cada gota lavando no solo el sudor y la mugre, sino también la tensión acumulada en sus músculos. Pero por mucho que se duchara, no podía quitarse el peso de la fatiga mental. Mientras el agua corría por su cuerpo, solo podía pensar en el día siguiente, en la lucha que los aguardaba, más cruel, más cercana.
Cenaron en silencio, cada bocado una batalla contra el cansancio. La comida, insípida y simple, era devorada sin gusto, solo por necesidad. Ernesto miró a Javier, que con los ojos semicerrados susurró:
—Mañana será peor, ¿verdad?
—Probablemente —respondió Ernesto, con la mirada perdida en su plato—. Pero hay que aguantar. No queda de otra.
Después de la cena, se dirigieron a las barracas. Ernesto se dejó caer en su cama, y por un instante, el colchón duro le pareció el lugar más cómodo del mundo. Cerró los ojos, sabiendo que el descanso sería breve. Afuera, el cuartel se sumía en la oscuridad, solo roto por el sonido de los ronquidos y las respiraciones pesadas de los reclutas.
Esa noche, antes de dormir, Ernesto no pudo evitar pensar que este era solo el primer día. Doce meses más lo esperaban.