Ernesto despertó con los primeros rayos de sol que se colaban tímidamente por las rendijas de la ventana, dibujando líneas de luz sobre el viejo piso de madera. A pesar de la dureza del catre y las sombras que aún poblaban su mente, esa mañana se sentía diferente. Recordando la noche anterior, no pudo evitar que una sonrisa, medio torpe, medio feliz, se le dibujara en el rostro. El recuerdo de Valentina e Isabel acurrucadas a su lado llenaba su pecho de una paz profunda, una que no había experimentado en mucho tiempo, como si, por unas horas, la incertidumbre del futuro se hubiera desvanecido.
Se desperezó lentamente, estirando los músculos adoloridos por la tensión acumulada. Se puso los pantalones con calma, abrochando uno a uno los botones de su camisa arrugada, aún impregnada del olor de la noche anterior. El saco, que había usado de almohada improvisada, lo dejó sobre una de las viejas sillas de madera que crujían al mínimo contacto. Los ruidos lejanos de la casa ya se hacían presentes: el tintineo de cacerolas en la cocina, el silbido de la cafetera, y las voces de las empleadas que hablaban entre sí mientras preparaban el desayuno. El día había comenzado.
Con pasos firmes pero lentos, Ernesto se dirigió hacia la cocina. Allí encontró a Don Pancho, sentado en su lugar habitual en la mesa de madera rústica, bebiendo su primer café del día. El anciano, de espaldas anchas y manos curtidas por los años de trabajo en el campo, no se inmutó al escuchar los pasos de Ernesto. Con el ceño fruncido, pero con esa expresión siempre serena, lo observó de reojo, como quien mide cuidadosamente cada movimiento del otro.
—Buenos días, muchacho —gruñó Don Pancho con una voz grave que resonaba en la pequeña cocina—. Siéntate conmigo.
Ernesto asintió en silencio, se acercó a la mesa y tomó una taza de café recién hecho que una de las empleadas había dejado frente a él. El aroma cálido del café llenó sus sentidos, una mezcla de tierra y esperanza, algo tan sencillo pero reconfortante. A su alrededor, las empleadas iban y venían, con la agilidad de quienes conocen cada rincón de esa cocina. El fuego chisporroteaba bajo el comal, y el aroma de las tortillas recién hechas se entremezclaba con el del café y los frijoles refritos. El ambiente, aunque rústico, tenía algo familiar y acogedor.
Don Pancho, apoyado en la mesa con los codos, observaba a Ernesto con una mezcla de aprobación y advertencia en los ojos. Aquellos ojos profundos y oscuros, que lo habían visto todo, desde el crecimiento de sus nietas hasta la marcha de tantos hombres a la guerra, parecían escrutarlo con la calma de un halcón en espera.
—Hoy es un día importante, Ernesto —comenzó Don Pancho, su tono bajo pero cargado de significado—. Vamos a hacer los arreglos para la boda, pero quiero que entiendas bien lo que eso significa. No solo te estás casando con mis nietas, estás asumiendo una responsabilidad. Y es una responsabilidad enorme.
Ernesto dejó su taza en la mesa, sintiendo cómo el peso de esas palabras caía sobre sus hombros. Sabía que este día llegaría, lo había imaginado en incontables ocasiones, pero ahora que estaba frente a él, la realidad parecía aún más imponente. Enderezó la espalda y asintió con firmeza.
—Lo entiendo, Don Pancho —respondió, intentando que su voz no flaqueara—. Sé lo que significa y estoy listo. Haré todo lo que esté en mis manos para cuidar de Valentina e Isabel, para protegerlas. Quiero lo mejor para ellas, y eso es lo único que me importa.
El anciano lo miró fijamente por unos segundos, dejando que el silencio hiciera eco en la habitación. Las palabras de Ernesto parecieron calar en su interior. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Don Pancho asintió lentamente, como si estuviera satisfecho con lo que veía en el muchacho frente a él.
—Bien, muchacho. Confío en que cumplirás tu palabra. Pero recuerda siempre: las palabras son fáciles de decir; es el tiempo el que las prueba. —Hizo una pausa antes de continuar—. Terminemos de desayunar. Después iremos a ver al Padre José, quiero que todo esté en orden.
Ernesto asintió de nuevo, esta vez en silencio, mientras las empleadas comenzaban a servir el desayuno. Los platos llenaban la mesa: huevos frescos, tortillas de maíz recién hechas, frijoles refritos y un poco de queso añejo. Un desayuno sencillo, pero abundante y cálido. El tipo de comida que levantaba el ánimo y llenaba el estómago para enfrentar un día duro.
Justo en ese momento, Valentina e Isabel entraron en la cocina, vestidas con sencillos vestidos de algodón que se movían con la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Sus rostros, aún frescos y radiantes, iluminaban la habitación. Valentina, con su andar elegante, se acercó a Ernesto, y una sonrisa dulce y tímida se le formó en el rostro al verlo.
—Buenos días —dijo con suavidad, sentándose junto a él en la mesa—. Parece que todos estamos listos para este día tan importante.
Ernesto, sin poder evitarlo, le devolvió la sonrisa, una sonrisa tonta, pero sincera, que revelaba la calidez que sentía en su pecho al verla. Isabel, por su parte, se acercó a él y lo abrazó con ternura, su cabello rozando su mejilla mientras murmuraba:
—Me alegra tanto que estés aquí, Ernesto. Esta es la mejor manera de empezar el día.
El ambiente en la cocina era cálido, lleno de risas y de una familiaridad que, para Ernesto, era nueva pero profundamente reconfortante. Compartieron el desayuno entre conversaciones ligeras, anécdotas y preguntas. Valentina, siempre curiosa, se inclinó hacia Ernesto mientras le servía una tortilla más.
—Cuéntanos más sobre el fuerte, Ernesto. ¿Cómo será tu vida allá?
Ernesto tragó un bocado antes de responder, sus pensamientos ya volando hacia el futuro incierto que le esperaba.
—Será difícil, sin duda —dijo, pensando en las historias que había escuchado de otros reclutas—. La disciplina es rígida, y el entrenamiento es implacable. El General Felipe no se anda con juegos... pero haré lo mejor que pueda. Es lo único que puedo prometer.
Isabel, con los ojos llenos de preocupación, tomó su mano por un momento. Su gesto, aunque pequeño, le daba ánimos.
—Sabemos que lo harás bien. Estamos orgullosas de ti.
Don Pancho, quien había permanecido en silencio, dejó su taza en la mesa y se inclinó hacia Ernesto. Sus palabras, aunque firmes, estaban teñidas de una genuina preocupación.
—Muchacho, escúchame bien. No estamos en guerra, pero no te creas invulnerable. Vas a dejar a dos esposas viudas si te haces el héroe. Cuídate. Tu misión es regresar.
Ernesto asintió solemnemente. Sentía el peso de esa responsabilidad no solo por él, sino por las dos mujeres que amaba. Estaba decidido a regresar sano y salvo.
Después del desayuno, Don Pancho y Ernesto se despidieron de Valentina e Isabel con abrazos rápidos y palabras de aliento. En el patio, Manuel, uno de los empleados de Don Pancho, esperaba junto a dos caballos ya ensillados, listos para el viaje a la iglesia.
—Vamos, Ernestito. Es hora de ver al Padre José —dijo Don Pancho mientras montaba su caballo con la agilidad de un hombre mucho más joven.
Ernesto subió al suyo con facilidad, y ambos cabalgaron bajo el sol de la mañana que comenzaba a teñir el paisaje de un dorado suave. Mientras avanzaban por el camino de tierra, el sonido de los cascos resonaba en el aire tranquilo. El paisaje, vasto y tranquilo, parecía en paz, pero en el corazón de Ernesto, sabía que esa paz no duraría mucho tiempo.
—Ernesto —dijo Don Pancho, rompiendo finalmente el silencio que había crecido entre ambos mientras cabalgaban—, espero que la suerte te acompañe y que no te toque ver un conflicto mientras estás en el servicio. Ya sé que parezco disco rayado con eso de que vuelvas entero y que cuides bien de mis nietas, pero uno nunca sabe, muchacho. Este mundo es cruel y traicionero, y uno tiene que andar con cien ojos abiertos. Valentina e Isabel son mi tesoro, y solo quiero que sepas que, pase lo que pase, debes regresar a casa. Haz todo lo necesario para volver entero.
El viento se colaba entre los árboles, susurrando entre las ramas como si estuviera escuchando las palabras de Don Pancho. El caballo de Ernesto resopló levemente, sacudiendo la cabeza, como si también sintiera la tensión que flotaba en el aire. Ernesto miró a Don Pancho, con esa mezcla de respeto y gratitud que sentía hacia el viejo. No era solo el abuelo de las mujeres que amaba, era también una figura paterna, alguien cuya palabra pesaba más que cualquier consejo que hubiera recibido antes.
—Gracias, Don Pancho —respondió Ernesto, con la voz grave pero cargada de sinceridad—. Haré todo lo que esté en mis manos para mantenerme a salvo y regresar a casa. Eso se lo prometo, a usted y a ellas.
Don Pancho le devolvió una mirada firme, con una ligera inclinación de cabeza que decía más que cualquier palabra. Sabía que Ernesto hablaba en serio, y eso lo tranquilizaba en parte. Sin embargo, como hombre de campo y de guerra, sabía que una promesa no era suficiente en tiempos inciertos. La vida tenía su propio ritmo, uno que ningún hombre podía controlar del todo.
—Lo sé, muchacho. Eres de buena madera. Estoy seguro de que harás todo lo que esté en tu poder para cumplir con tu palabra y proteger a nuestra familia.
El silencio volvió a apoderarse de ellos mientras continuaban su camino. Solo el sonido de los cascos golpeando la tierra seca, el susurro del viento y el leve crujido de los árboles en los alrededores los acompañaban. El sol ya comenzaba a subir más en el cielo, proyectando sombras largas y doradas sobre el sendero polvoriento. Poco a poco, el paisaje del campo se transformó en las primeras construcciones del pueblo, donde las casas de adobe se alineaban, humildes pero llenas de vida, en ambos lados del camino.
Al llegar al centro del pueblo, la iglesia apareció ante ellos, imponente en su sencillez. El edificio de piedra parecía desafiar el tiempo, con sus paredes robustas y su campanario que se alzaba hacia el cielo despejado. Las puertas de madera maciza, gastadas por el sol y los años, estaban entreabiertas, invitando a los fieles a entrar. El sonido distante de las campanas marcaba la hora, resonando en la tranquila mañana.
Ernesto y Don Pancho desmontaron de sus caballos, atando las riendas a un poste cercano. Los animales resoplaron y movieron sus cabezas, agradecidos por el breve descanso. Ernesto acarició el cuello de su caballo antes de girarse hacia Don Pancho, quien ya caminaba con paso decidido hacia la iglesia.
—Vamos, muchacho. No perdamos tiempo —dijo Don Pancho, con ese tono autoritario que nunca abandonaba, ni siquiera en los momentos más tranquilos.
Al cruzar el umbral de la iglesia, fueron recibidos por el Padre José, un hombre de rostro amable y cabello ya gris, cuyo semblante siempre irradiaba paz. Vestido con una sencilla sotana negra, el cura se acercó con una sonrisa cálida, extendiendo la mano hacia ambos.
—Don Pancho, Ernesto, bienvenidos —dijo con esa voz suave pero firme que había confortado a tantas almas a lo largo de los años—. ¿Qué los trae por aquí esta mañana?
Don Pancho le estrechó la mano al sacerdote, con un gesto serio, pero respetuoso.
—Padre, hemos venido a hablar de un asunto importante. Ernesto aquí —dijo señalando al joven—, quiere casarse con mis nietas, Valentina e Isabel, antes de que parta para cumplir con su servicio militar.
El Padre José levantó las cejas, sorprendido pero no escandalizado por la declaración.
—¿Con las dos? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y asombro—. ¿Estás seguro, Pancho? Sabes bien que la gente hablará.
Don Pancho soltó una risa baja, pero cargada de convicción.
—Que hablen lo que quieran, padre. Las bocas no tienen candado, y siempre habrá quien tenga algo que decir. La mitad de los comentarios vendrán de viejas chismosas cuyas familias están peor que las nuestras, y la otra mitad será pura envidia. Mis nietas son mujeres de carácter, y Ernesto es un buen hombre. Aquí lo único que importa es lo que decidan ellos tres, y todos están de acuerdo.
El Padre José reflexionó un momento, frotándose la barbilla mientras observaba a Ernesto con atención. Finalmente, asintió.
—Entiendo, Pancho. Si tú y Ernesto están seguros de esto, entonces procederemos. Después de todo, no es raro en nuestra comunidad ver matrimonios de este tipo. El amor toma muchas formas, y lo importante es que los corazones estén unidos en sinceridad. La gente podrá hablar, pero lo que importa es lo que sucede aquí, en esta iglesia, ante los ojos de Dios.
Don Pancho, con una expresión severa pero tranquila, asintió con firmeza.
—Padre, no tengo ninguna duda. He visto cómo Ernesto se comporta con mis nietas, y sé que las ama sinceramente. Valentina e Isabel también lo aman a él, y es lo que desean. No permitiré que los chismes interfieran en la felicidad de mi familia.
Ernesto, sintiendo el peso de las miradas de ambos hombres sobre él, decidió intervenir.
—Padre, estoy completamente seguro. Amo a Valentina e Isabel con todo mi corazón. No me importa lo que diga la gente, lo único que deseo es estar con ellas, cuidarlas y protegerlas. Pase lo que pase, estaré a su lado.
El Padre José esbozó una pequeña sonrisa ante las palabras de Ernesto, viendo la sinceridad en sus ojos.
—Es reconfortante ver un amor tan fuerte y decidido en tiempos como estos —dijo, colocando una mano sobre el hombro de Ernesto—. La vida no siempre es fácil, y es bueno saber que hay quienes están dispuestos a luchar por lo que aman. La ceremonia será esta misma noche, después de la puesta de sol. Será breve, pero significativa. Como bien dices, el amor no necesita adornos para ser verdadero.
Don Pancho levantó una ceja, con algo de curiosidad.
—¿De veras, padre? ¿Hay más bodas esta noche?
El sacerdote asintió, con un gesto de satisfacción.
—Así es, Pancho. Parece que varios jóvenes de nuestra comunidad desean casarse antes de partir al servicio. Esta iglesia verá mucho amor hoy. A veces, los tiempos difíciles hacen que la gente valore lo que tiene.
Don Pancho soltó una risa leve.
—Pues será una noche concurrida. ¿Qué necesitamos preparar?
—No se preocupen. Asegúrense de que Valentina e Isabel estén listas, eso es lo más importante. El resto lo arreglamos fácilmente. Sugiero que la ceremonia sea justo después de la puesta del sol. La luz del crepúsculo siempre ha sido un hermoso telón de fondo para un momento tan especial.
Ernesto, sintiendo la calma del lugar, se permitió un breve suspiro de alivio. Estaba listo para lo que viniera.
Ernesto miró a Don Pancho con una profunda gratitud reflejada en sus ojos, su semblante sereno, pero por dentro hervía una mezcla de emociones. Sabía que la vida le estaba cambiando de una forma que no habría imaginado meses atrás, cuando su existencia se limitaba a trabajo duro y sueños rotos.
—Gracias por todo, Don Pancho. Y gracias a usted también, padre. —Ernesto hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. No sé cómo agradecerles lo suficiente por su apoyo.
El padre José, con su expresión tranquila y bonachona, asintió con una sonrisa cálida. Puso una mano firme en el hombro de Ernesto, como un acto de bendición silenciosa.
—De nada, hijo. Que Dios los bendiga en esta nueva etapa de sus vidas. —El tono del cura se hizo solemne—. Estás tomando un paso grande y valiente, Ernesto. Recuerda siempre mantener el amor y la fe en el centro de tu matrimonio, sea lo que sea que el destino te depare.
Ernesto asintió, sintiendo el peso de esas palabras. El amor, la fe, dos cosas que parecían simples, pero que ahora, ante la incertidumbre de su futuro, adquirían un valor mucho más profundo.
Don Pancho, quien hasta entonces había permanecido en silencio, colocó una mano firme sobre el hombro del joven, transmitiéndole fuerza y confianza. A pesar de la dureza en su mirada, había en su gesto un cariño paternal. Ese gesto que sólo alguien que había visto la vida desde todos sus ángulos podría transmitir.
—Gracias, padre. Ahora vámonos, muchacho —dijo Don Pancho con un tono que no admitía réplica—. Tenemos mucho que hacer antes de la ceremonia.
Ambos hombres se giraron hacia la salida. Al cruzar la puerta de la iglesia, el sol del mediodía golpeó con fuerza sus rostros, el calor seco del pueblo se hacía sentir aún más bajo la inmensidad del cielo azul, sin una sola nube que ofreciera respiro. Montaron en sus caballos, y por un momento, solo se escuchaba el relincho de los animales y el sonido metálico de las riendas. Mientras se preparaban para partir, Don Pancho miró a Ernesto con una expresión de consideración.
—Voy a regresar a mi finca y preparar todo para la ceremonia. —Hizo una pausa, observando el rostro pensativo de Ernesto—. Sé que no tienes muchos amigos, pero ¿hay alguien a quien quieras invitar? Algún conocido de la infancia, algún compañero de trabajo… No sé, algún viejo camarada.
Ernesto negó con la cabeza lentamente, sus pensamientos vagando por un pasado que no le ofrecía muchas sonrisas. Recordaba lo poco sociable que siempre había sido. Su vida había estado marcada por la soledad, no por elección, sino por las circunstancias. Valentina e Isabel eran las únicas personas con las que realmente había conectado en mucho tiempo, las únicas que habían visto algo más en él que un simple jornalero.
—No, Don Pancho. No tengo a nadie cercano. Nunca fui muy de andar con mucha gente.
El viejo asintió, respetando la decisión del muchacho sin más preguntas. Conocía la vida de Ernesto mejor de lo que el joven mismo creía. Sabía de las dificultades y el trabajo duro, de los sueños quebrados bajo el peso de la realidad. El mundo no era un lugar amable para los hombres como Ernesto, pero admiraba la fortaleza con la que el muchacho enfrentaba la adversidad.
—Bien entonces —dijo Don Pancho, espoleando suavemente a su caballo—. Ve con Daniel y recoge tus cosas. Te espero en la finca. —Hizo una pausa, mirándolo de reojo—. Sé que tu vida no ha sido fácil, pero es hora de dejar ese pasado atrás. Hay que mirar hacia adelante, muchacho.
Ernesto se quedó un momento en silencio, asintiendo levemente. La mención de su pasado removió algo en su interior, algo que intentaba enterrar. Montó su caballo de nuevo y se dirigió hacia la posada de Daniel. Mientras cabalgaba, sus pensamientos se llenaron de los tiempos difíciles que había soportado bajo el yugo de su antiguo patrón. Recordaba las largas horas de trabajo sin descanso, los insultos que llovían sobre él como si fueran parte del aire que respiraba, la constante humillación que parecía no tener fin. El hombre que era entonces había soportado todo con los dientes apretados y la cabeza gacha, porque no tenía otra opción. Pero hoy, las cosas eran diferentes. Ernesto ya no era el mismo.
Cuando llegó a la posada, desmontó lentamente de su caballo y respiró profundamente antes de entrar. La familiaridad del lugar lo golpeó con una especie de melancolía amarga. Nada había cambiado. Las paredes de adobe desgastadas, el olor a tabaco y sudor que impregnaba cada rincón, los sonidos apagados de las charlas al fondo. Sin embargo, él sí había cambiado.
Al entrar, encontró a Daniel detrás del mostrador. El viejo posadero lo miró con una mezcla de sorpresa y desprecio. Sus ojos cansados parecían haber perdido el brillo de antaño, pero el rencor seguía ahí, intacto.
—¿Qué haces aquí, muchacho? —gruñó Daniel, su voz rasposa cargada de resentimiento—. ¿Por qué no te presentaste a trabajar después del reclutamiento? Pensé que te habías largado como un cobarde. ¿Acaso crees que puedes andar haciendo lo que te plazca?
Ernesto se mantuvo firme. No había nada en Daniel que le infundiera miedo, ni siquiera el veneno en su voz. Había visto cosas peores que ese hombre amargado y su pequeño reino de polvo y tristeza.
—Solo vine por mis cosas, Daniel. —La voz de Ernesto era firme, pero seca—. Ya no trabajo para ti. Me han reclutado como federal y me voy a casar.
Daniel frunció el ceño, claramente irritado por la respuesta. Sus ojos se entrecerraron como un lobo viejo que había olido la amenaza.
—¿Casarte? —bufó—. ¿Con quién carajos?
Ernesto no apartó la vista de los ojos de Daniel, sabía que la sorpresa lo golpearía como un balde de agua fría.
—Con Valentina e Isabel, las nietas de Don Pancho.
El rostro de Daniel cambió en un segundo. Sus ojos se ensancharon, y su mandíbula tembló por la mezcla de sorpresa y enojo que se acumulaba en su interior. El viejo posadero apretó los puños sobre el mostrador.
—¿Las dos? —dijo con la voz cargada de incredulidad—. Muchacho, sabes bien que yo quería casar a mis hijos con ellas. ¿Cómo demonios convenciste a ese viejo terco de Pancho? ¿O será que sus nietas son tan...?
Daniel no terminó la frase. Ernesto, movido por una furia que llevaba años reprimiendo, le propinó un puñetazo certero en la mandíbula. El golpe resonó en la posada como un trueno en mitad del silencio. Daniel tropezó hacia atrás, tambaleándose y cayendo contra el mostrador, su boca abierta de asombro y dolor. El sonido seco del impacto hizo que algunos de los empleados cercanos se quedaran petrificados, sin atreverse a moverse.
Daniel, aturdido y con la mano sobre su rostro ensangrentado, gruñó de rabia.
—¡Maldito mocoso! —vociferó, intentando levantarse con torpeza, pero Ernesto no le dio tiempo.
Lo tomó por la camisa y lo acercó hacia él, su voz baja, pero cargada de amenaza.
—Escúchame bien, Daniel —dijo, apretando los dientes—. Te respeté en su momento por darme trabajo, pero eso se acabó. Tú siempre fuiste un maldito perro, tratándonos como animales. A mí no me importaba que me explotaras, que me insultaras… Me da igual. —Apretó más fuerte la camisa del hombre, haciendo que sus palabras sonaran aún más letales—. Pero te voy a decir algo: en tu vida vuelvas a hablar de Valentina o Isabel. Son mujeres que merecen respeto, y si alguien se atreve a manchar su nombre, se va a arrepentir. —Lo soltó con fuerza, haciendo que Daniel casi cayera de nuevo—. Voy a recoger mis cosas y largarme.
Sin mirar atrás, Ernesto se dirigió a la parte trasera de la posada. Las cosas habían cambiado. Y ahora, no quedaba nada de aquel joven sumiso que Daniel había conocido.
—¡No puedes hacer esto, Ernesto! —exclamó Daniel, recuperando algo de su compostura tras el golpe. Se incorporó con dificultad, el orgullo herido más que su cuerpo—. ¿Crees que puedes irte así, sin más? ¡Todavía me debes por el último mes de alojamiento y comida!
Ernesto se detuvo en seco, girando lentamente sobre sus talones, su figura alta y rígida en contraste con el viejo posadero, que se apoyaba sobre el mostrador intentando no tambalearse. El silencio en la posada era absoluto, las miradas de los empleados estaban fijas en Ernesto, como si esperaran ver cómo terminaba aquella escena. Los ojos del joven brillaban con una mezcla de cansancio y determinación.
—¿Me estás cobrando después de todo el trabajo que hice aquí? —preguntó Ernesto con incredulidad, dejando escapar una breve risa amarga—. Quince años, Daniel. Quince años trabajando día y noche en este agujero, y lo único que recibí fueron tus malditos insultos.
—¡Maldita sea, Ernesto! ¡Eres un ingrato! —espetó Daniel, con los dientes apretados, la furia comenzaba a brotar en sus palabras—. Sin este trabajo, estarías muerto de hambre, muchacho. ¡Te di una vida!
Ernesto dio un paso hacia él, su mirada implacable.
—Mejor muerto de hambre que viviendo bajo tu yugo, Daniel —respondió con voz dura, sus palabras eran como navajas afiladas que cortaban el aire entre ellos—. Yo trabajaba para sobrevivir, no para vivir. Pero eso ya se acabó. Tengo una vida que empezar. Y créeme, será mejor que cualquiera que haya tenido aquí.
El silencio que siguió a sus palabras fue pesado, como un manto oscuro cubriendo la estancia. Daniel, aún con la mandíbula adolorida, trató de responder, pero las palabras parecían habérsele atorado en la garganta. Ernesto le dio la espalda, ignorando su mirada llena de rencor, y se dirigió hacia las escaleras, decidido a recoger lo poco que tenía.
Mientras subía los escalones de madera gastada que crujían bajo su peso, los empleados de la posada lo observaban en silencio. Sabían lo que había soportado. Algunos compartían las mismas condiciones, otros solo habían oído rumores, pero todos reconocían que Ernesto ya no era el mismo muchacho que había llegado hacía años. Era un hombre libre ahora, o al menos, estaba más cerca de serlo.
Al llegar a su habitación, Ernesto abrió la puerta de golpe, sin mirar el espacio pequeño y austero que durante años había sido su hogar y su prisión. La cama estrecha y el pequeño armario eran testigos mudos de sus noches en vela, de sus jornadas interminables. Metió sus pocas pertenencias en una bolsa de cuero, asegurándose de no dejar nada atrás. Mientras empaquetaba, por primera vez en años, sintió un destello de orgullo, una chispa de esperanza que había estado latente en su interior, esperando el momento adecuado para avivarse.
Miró alrededor una última vez. No sentía nostalgia, solo un alivio silencioso. Cerró la puerta con firmeza, bajando las escaleras con la cabeza en alto, como si cada paso que daba marcara una despedida definitiva de su pasado.
Pero al llegar al vestíbulo, la voz de Juan, el hijo mayor de Daniel, lo detuvo en seco. Era un hombre corpulento, de unos treinta y tantos años, con una expresión dura y burlona. Siempre había sido el matón del pueblo, un tipo que se creía intocable por ser el hijo del patrón.
—¿Desde cuándo te crecieron los huevos, Ernestito? —se mofó Juan, cruzándose de brazos—. Ni mi padre ni mis hermanos vamos a olvidar ni perdonar fácilmente lo que acabas de hacer.
Ernesto se detuvo en la mitad del vestíbulo, dejando que las palabras de Juan colgaran en el aire un momento antes de girarse lentamente hacia él. Había un brillo frío en sus ojos, una especie de calma peligrosa que hizo que Juan se inquietara, aunque no lo mostrara.
—No me interesa tus amenazas ni las de tu familia —respondió Ernesto, su voz baja pero cargada de firmeza—. Lo que hice era necesario, y lo volvería a hacer sin dudarlo. —Se acercó un paso, su mirada fija en los ojos de Juan—. Te lo advierto, si tú o alguno de tus hermanos intenta algo contra mí o contra Valentina e Isabel, lo lamentarán.
Juan sonrió con desdén, mostrando una fila de dientes amarillentos.
—Te crees muy valiente ahora que te vas, ¿eh? —dijo, ladeando la cabeza con burla—. Pero esto no ha terminado, Ernesto. Nos volveremos a ver, y entonces veremos si sigues tan gallito.
Ernesto, sin dejarse intimidar, se inclinó hacia él, dejando que sus palabras cayeran como piedras en un río.
—Espero con ansias ese día —dijo, con un tono que prometía consecuencias—. Mientras tanto, mantén tu distancia. Y no olvides quién es Don Pancho. Sus nietas están bajo su protección... y la mía.
Juan parpadeó un par de veces, procesando el desafío implícito en las palabras de Ernesto. Sabía que Don Pancho era un hombre poderoso, dueño de vastas tierras y negocios, con una influencia que superaba con creces la de su propia familia. Pero el orgullo era fuerte en los hombres como Juan, y aunque no lo demostrara en ese momento, Ernesto sabía que no sería la última vez que lo vería.
Sin esperar respuesta, Ernesto se giró nuevamente y cruzó la puerta de la posada. El viento fresco de la tarde lo recibió, acariciando su rostro y despejando los restos de la tensión que había dejado atrás. Montó su caballo, sintiendo el peso de los años pasados desprenderse de sus hombros con cada paso que daba el animal.
El sol comenzaba a bajar en el horizonte, bañando el paisaje en un dorado suave que hacía brillar los campos de trigo y maíz. A medida que avanzaba, las colinas verdes y los cultivos bien cuidados pasaban a su lado, pintando un cuadro de esperanza y renovación en su mente. El sonido del trote de su caballo era casi hipnótico, un recordatorio de que la vida seguía adelante, con o sin el pasado que había dejado atrás.
La finca de Don Pancho apareció a lo lejos, majestuosa, como un símbolo de todo lo que Ernesto había soñado en secreto. La gran casa colonial, de paredes blancas y tejados rojos, se alzaba imponente en el horizonte, rodeada de jardines llenos de flores y campos fértiles. Desde la distancia, podía ver a los trabajadores montando las carpas y decorando los jardines, el sonido alegre de la música y las risas llegaba hasta sus oídos, anunciando los preparativos para la boda.
Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa genuina asomó en el rostro de Ernesto. Sabía que Valentina e Isabel estarían allí, supervisando todo con sus manos cuidadosas y sus mentes rápidas, asegurándose de que todo estuviera perfecto para el gran día. La simple idea de verlas de nuevo llenaba su corazón de una calidez que hacía mucho no sentía. Y por primera vez, el futuro no le parecía tan incierto ni tan oscuro.
Cada paso que daba su caballo lo acercaba más a la nueva vida que estaba por comenzar. Una vida que, a pesar de los retos y las amenazas que aún pudieran surgir, era suya. Y esta vez, no permitiría que nadie se la arrebatara.
Al cruzar el umbral de la finca, Ernesto levantó la vista, buscando instintivamente entre la brisa suave y el sol de la tarde a las dos mujeres que habían transformado su vida: Valentina e Isabel. El viento arrastraba el aroma del campo, mezclado con el olor a tierra húmeda y flores silvestres, llenando sus pulmones con una sensación de frescura y renovación. Mientras avanzaba por el sendero polvoriento, los trabajadores de la finca, hombres curtidos por el sol y el trabajo, le sonrieron con un respeto tácito, un reconocimiento silencioso a su esfuerzo y perseverancia. Aunque no había nacido en esa tierra, con el tiempo se había ganado un lugar en ella.
—¡Qué tal, joven Ernesto! —saludó uno de los peones, deteniéndose un instante para quitarse el sombrero de paja y secarse el sudor de la frente. Ernesto asintió, inclinando la cabeza en agradecimiento, su mirada recorriendo el paisaje que lo rodeaba con una mezcla de alivio y pertenencia.
El cielo, teñido de un azul profundo, era interrumpido solo por unas pocas nubes esponjosas que flotaban lentamente, como si también ellas se tomaran su tiempo para disfrutar de la paz que irradiaba la finca. A lo lejos, el murmullo de voces femeninas y risas alegres rompió la quietud del aire, y allí, en medio del bullicio, las vio: Valentina e Isabel, dos figuras que se movían con gracia entre los preparativos de la boda. Los movimientos de ambas, elegantes y coordinados, reflejaban la dedicación que habían puesto en cada detalle. Valentina, con su porte altivo y sus ojos oscuros y decididos, dirigía a los trabajadores con una autoridad tranquila, mientras Isabel, más pequeña y de sonrisa constante, se encargaba de los adornos florales, su risa chispeante resonando en el aire.
Sus miradas se cruzaron en un instante de pura conexión. El corazón de Ernesto latió más fuerte, acelerado por la visión de esas dos mujeres que significaban todo para él. Una sonrisa torpe, algo infantil, se dibujó en su rostro, pero no le importó. La felicidad era un lujo que pocas veces había podido experimentar con tanta plenitud. Valentina e Isabel también lo vieron, y una sonrisa amplia se extendió por sus rostros, iluminados por una alegría que parecía contagiarlo todo a su alrededor.
—¡Ernesto, por fin llegaste! —exclamó Isabel, soltando una cesta de flores al suelo mientras corría hacia él, sus ojos brillando como estrellas en la oscuridad de la noche.
—Te estábamos esperando —añadió Valentina, avanzando con pasos más mesurados, su risa suave resonando en el aire como una melodía de guitarras.
Ernesto desmontó del caballo con agilidad, sintiendo el peso del viaje y de los años en sus hombros, pero también una ligereza renovada al estar cerca de ellas. Acarició el lomo del animal, agradeciendo el préstamo que le había hecho Don Pancho, el abuelo de Valentina e Isabel, y lo dejó en manos de un mozo que ya se acercaba para llevarlo a los establos. Con cada paso que daba hacia las mujeres, el camino parecía alargarse y acortarse a la vez, como si el tiempo jugara con él, ansioso por ese reencuentro.
Cuando llegó finalmente a su lado, las rodeó con sus brazos en un abrazo fuerte y sincero, un círculo de cariño y protección que parecía sellar el vínculo entre los tres. Los cuerpos de Valentina e Isabel, cálidos y suaves contra el suyo, lo hicieron sentir como si todo en su vida, toda la lucha y el sacrificio, hubieran valido la pena por ese solo momento.
El aroma de las flores en el cabello de Isabel se mezclaba con el delicado perfume de Valentina, creando una fragancia dulce que le envolvía y lo hacía sentir en casa. Isabel, con lágrimas de alegría en los ojos, se apartó un poco para mirarlo más de cerca.
—Todo está saliendo tan bien —dijo con una mezcla de risa y llanto, mientras tomaba una de las manos de Ernesto entre las suyas—. No sabes lo feliz que estamos de que estés aquí.
—Te extrañamos mucho —añadió Valentina, con la voz más calmada, pero igual de emotiva. Sus ojos oscuros brillaban bajo la luz del sol que comenzaba a descender, creando una conexión íntima entre los tres.
Ernesto suspiró, su corazón latiendo con fuerza. Miró a Valentina e Isabel, dos mujeres tan diferentes pero unidas por la misma fuerza y amor que lo ataba a ellas.
—Perdónenme si las hice esperar —dijo con sinceridad, acariciando el rostro de Isabel y luego el de Valentina—. Pero ya estoy aquí, con ustedes. Eso es lo único que importa ahora.
Valentina e Isabel intercambiaron una mirada llena de complicidad antes de rodearlo una vez más en un abrazo. Por un momento, todo el bullicio a su alrededor pareció desvanecerse: los preparativos de la boda, el trajín de los trabajadores, incluso el paso del tiempo. Solo existía ese instante de profunda conexión, y Ernesto supo que ese era uno de esos momentos que marcaría su vida para siempre.
Tras unos minutos, Isabel se apartó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano y recogiendo la cesta de flores que había dejado caer en su entusiasmo.
—Ven, tienes que ver cómo va todo. ¡Te va a encantar! —exclamó, su entusiasmo renovado. Tomó a Ernesto de la mano, y Valentina lo hizo del otro lado, entrelazando sus dedos con los suyos con suavidad.
—Hay tantas cosas que queremos mostrarte —añadió Valentina con una sonrisa llena de orgullo—. No puedes perderte ni un solo detalle.
Con sus manos entrelazadas, caminaron hacia el corazón de la finca. Los rayos del sol de la tarde, dorados y cálidos, iluminaban el jardín como si el mismo cielo bendijera la ocasión. A lo largo del extenso campo, las mesas decoradas con manteles de encaje blanco y adornadas con flores de colores vibrantes daban un toque de elegancia rústica. Luces colgantes se balanceaban suavemente con el viento, prometiendo una noche mágica.
Ernesto miró alrededor, sintiéndose abrumado por la belleza y la dedicación que se habían puesto en cada rincón del lugar. El sonido de la risa y la música flotaba en el aire, creando una atmósfera de celebración que hacía vibrar su corazón.
—Es hermoso —dijo, apretando la mano de Valentina, mientras su mirada se dirigía hacia Isabel, quien ajustaba algunos detalles en las mesas—. ¿A quiénes invitaron?
Valentina sonrió, mirando el horizonte donde el sol comenzaba a descender, tiñendo todo de un tono anaranjado.
—Invitamos a algunas amigas del pueblo y a sus familias. También a los trabajadores de la finca, como agradecimiento por todo lo que han hecho. Queremos que todos compartan este día tan especial con nosotros.
Ernesto asintió, sintiéndose parte de algo mucho más grande que él mismo. Sentía en su pecho una gratitud profunda, una sensación de haber encontrado finalmente un lugar donde pertenecía, no solo por la tierra, sino por las personas que lo rodeaban. Con Valentina e Isabel a su lado, estaba seguro de que, pasara lo que pasara, siempre tendría un hogar, una familia y una vida por la cual luchar.
Ernesto asintió con una sonrisa complacida. La idea de celebrar rodeado de personas queridas y conocidas, de disfrutar el calor de la compañía en medio de tanto esmero, lo reconfortaba profundamente. Había algo en la forma en que Valentina e Isabel manejaban todo que hacía sentir a Ernesto como si cada detalle, cada flor, cada luz colgante, estuviera dispuesto no solo para la boda, sino para honrar la conexión que habían construido. Era como si la fiesta en sí fuera una expresión física de lo que significaba la vida con ellas: una mezcla de alegría, tradición y fortaleza.
El aire fresco de la tarde cargaba con una brisa suave que mecía las hojas de los árboles y hacía tintinear las pequeñas luces que colgaban por doquier. Ernesto respiró profundamente, permitiéndose saborear ese momento antes de que Valentina rompiera el silencio con un detalle importante.
—Ah, casi lo olvido —dijo Valentina, deteniéndose un momento mientras sus ojos se iluminaron con el recuerdo—. Nuestro abuelo pidió verte en su oficina cuando regresaras. Dijo que tenía algo importante que hablar contigo.
Ernesto arqueó las cejas, un tanto sorprendido, pero asintió. Sabía que cuando Don Pancho decía algo, era porque traía consigo algún consejo, noticia, o incluso una advertencia que había que escuchar con atención. A pesar de la solemnidad implícita, Ernesto confiaba en el viejo patriarca, que había sido más una figura paternal para él que nadie en su vida.
—Claro —respondió, mirando a Valentina y luego a Isabel—, iré enseguida. Pero primero quiero disfrutar un poco más de todo esto con ustedes —dijo, con la voz cargada de afecto, mientras sus ojos recorrían nuevamente el paisaje de la finca transformada.
Isabel, con su sonrisa luminosa y el mismo entusiasmo de siempre, lo tomó de la mano con dulzura, como si quisiera asegurarse de que aquel instante no se desvaneciera tan rápido.
—¡Ándale pues! Vamos, te mostraremos cada rincón. Hemos trabajado como hormiguitas para que todo salga perfecto —dijo Isabel, con ese tono chispeante que a Ernesto le encantaba, como si cada palabra saliera cargada de alegría.
Juntos, los tres caminaron por el jardín, y Ernesto se permitió perderse en los detalles que adornaban la finca. Flores de colores vibrantes se entrelazaban en guirnaldas que colgaban de los arcos, mientras que largas mesas con manteles de encaje se alineaban bajo las luces colgantes. Cada rincón estaba bañado por la luz dorada del atardecer, y el campo alrededor parecía arder en un tono cálido y apacible. Era como si todo el universo conspirara para hacer que ese día fuera aún más especial.
—Mira, estas flores las recogimos ayer —dijo Valentina, señalando un arreglo floral elaborado con jazmines y rosas—. Estuvimos casi toda la tarde haciéndolo, pero valió la pena.
Ernesto las admiró, pero era más el esfuerzo y el amor que veía en cada uno de esos detalles lo que lo conmovía. Ese era el tipo de dedicación que sólo ellas sabían ofrecer. Después de recorrer el lugar un rato, el pensamiento de Don Pancho volvió a cruzar su mente, y supo que debía atenderlo cuanto antes.
—Voy a ver a tu abuelo —dijo Ernesto con voz suave—. No quiero hacerlo esperar más. Pero... gracias por todo esto, realmente es hermoso.
Valentina e Isabel lo despidieron con una última sonrisa, y Ernesto se dirigió hacia la oficina de Don Pancho. La finca, con sus paredes encaladas y su techo de tejas rojas, desprendía un aire de grandeza humilde, una herencia del trabajo incansable de generaciones. Llegó frente a la puerta de la oficina, golpeó suavemente con los nudillos y aguardó, sintiendo un leve nerviosismo en el estómago.
—Adelante —se escuchó la voz grave y firme de Don Pancho desde el interior.
Ernesto entró, encontrándose con el anciano sentado detrás de un escritorio abarrotado de papeles, documentos, y una lámpara de aceite que iluminaba suavemente la habitación. El abuelo lo miró con esa mezcla de seriedad y afecto que caracterizaba su relación. A pesar de los años y las arrugas que surcaban su rostro, había una vitalidad indomable en los ojos de Don Pancho, como si su espíritu estuviera tan firme y férreo como la tierra misma.
—Ernesto, siéntate, hijo. Cuéntame, ¿cómo te fue con Daniel? —preguntó, señalando la silla de madera frente a él.
Ernesto obedeció y se sentó, enderezándose mientras preparaba sus palabras. Sabía que lo que había ocurrido con Daniel no sería fácil de digerir, pero confiaba en la sabiduría de Don Pancho para manejarlo.
—Bueno... —comenzó Ernesto, tomando aire profundamente—. Al principio, Daniel me reclamó por no haber regresado a trabajar después del reclutamiento. Le expliqué que solo fui por mis cosas y que tenía que irme, además de contarle que me tocó ser de los federales. También le dije que me iba a casar con sus nietas —dijo con la voz firme, aunque notando la tensión en su propia garganta al recordar el momento.
Don Pancho arqueó una ceja, instándolo a continuar sin emitir ningún juicio todavía. Sus manos callosas descansaban sobre el escritorio, pero sus ojos seguían atentos.
—Cuando le dije eso, se enojó bastante —continuó Ernesto—. Dijo que él tenía otros planes para sus hijos y nietas, que quería casarlos entre ellos. Luego, insinuó... cosas horribles sobre Valentina e Isabel. No lo dejé terminar, le di un golpe antes de que pudiera decir algo peor —dijo, su voz quebrándose levemente al recordar el desprecio en las palabras de Daniel.
Don Pancho se quedó en silencio, su rostro inmutable, aunque Ernesto supo que sus palabras habían resonado profundamente en él.
—¿Y luego? —preguntó el anciano, reclinándose un poco en su silla mientras entrelazaba las manos sobre el escritorio.
—Fui por mis cosas. Daniel y su hijo, Jorge, me amenazaron. Me dijeron que no olvidarían lo que hice, pero los ignoré y salí de allí. No tenía caso quedarme —concluyó Ernesto, enderezándose en su silla, como si ya hubiera decidido enfrentar lo que viniera con la misma firmeza con la que había encarado a Daniel.
Don Pancho asintió lentamente, pensativo, y tras un largo silencio, se levantó de su silla. Ernesto, sorprendido, lo vio caminar hacia un armario antiguo en la esquina de la habitación. El hombre abrió las puertas del mueble con cuidado y sacó un traje oscuro, elegante pero sencillo, junto con una camisa blanca impecable que parecía haber estado guardada para una ocasión especial.
—Ernesto, quiero que luzcas bien esta noche —dijo, entregándole el conjunto con una mirada firme, pero cargada de un cariño que pocas veces dejaba entrever—. No quiero que mis nietas se casen con un hombre que no esté a la altura. Hoy es un día importante, y quiero que te vistas como se debe.
Ernesto tomó la ropa con manos temblorosas, sintiendo una oleada de gratitud que no podía expresar con palabras. Sabía que ese gesto no solo era una muestra de confianza, sino también una confirmación de que había sido aceptado como parte de la familia.
—Gracias, Don Pancho —dijo finalmente, su voz ronca por la emoción—. No los voy a defraudar.
El anciano sonrió apenas, con un brillo fugaz en los ojos.
—Ya lo sé, muchacho. Anda, prepárate. Hoy es un gran día.
Y con esas palabras, Ernesto salió de la oficina, sintiendo que el peso de todo lo que había vivido lo había llevado hasta ese momento, hasta esa oportunidad de ser parte de algo mucho más grande de lo que había imaginado.
Ernesto asintió, más decidido que nunca. Las palabras de Don Pancho resonaban en su mente, y el peso de la responsabilidad, aunque firme sobre sus hombros, le daba también un extraño consuelo. Sabía que estaba siendo aceptado, no solo como parte de la familia, sino como el hombre que guiaría a Valentina e Isabel en la nueva vida que estaban por comenzar. Era un peso que llevaba con orgullo, sabiendo que su amor por ellas lo impulsaba a ser mejor, a hacer lo correcto.
Se despidió de Don Pancho con una inclinación de cabeza, un gesto humilde pero lleno de respeto, y salió de la oficina sintiendo la brisa de la tarde acariciar su rostro. Afuera, el sol comenzaba a descender lentamente, tiñendo el cielo de tonos cálidos, un resplandor de oro fundiéndose con pinceladas de naranja y rosa, como si hasta el cielo quisiera ser testigo del momento que estaba por llegar. Las ramas de los árboles se mecían suavemente, susurrando en el aire fresco, mientras las flores del jardín, cuidadas con esmero, perfumaban el ambiente con una fragancia dulce y envolvente.
Ernesto, con pasos firmes, se dirigió hacia uno de los baños de la hacienda. Cada paso parecía cargarlo con una mezcla de ansiedad y anticipación. Sabía que no solo se estaba preparando para la ceremonia, sino para un compromiso de vida. Al llegar al baño, se detuvo frente al espejo y observó su propio reflejo. Los ojos cansados de Ernesto brillaban con una determinación inquebrantable, pero también con la sombra de todo lo que había enfrentado para llegar a ese día.
Se lavó el rostro con agua fresca, dejando que el frío líquido recorriera su piel, enfriando el sudor nervioso y despejando su mente. Luego, se desnudó rápidamente y se metió bajo la ducha de agua tibia. El agua caía sobre su cuerpo como un bálsamo, relajando sus músculos tensos y permitiéndole calmarse. Mientras el vapor llenaba el baño, pensaba en Valentina e Isabel, en cómo sus vidas se habían entrelazado de formas que él nunca había imaginado.
Los primeros recuerdos de sus encuentros con ellas pasaron por su mente, las conversaciones tímidas bajo la sombra de los árboles, los roces de manos que en su momento parecían accidentales, pero que ahora sabía estaban cargados de significado. Habían pasado de esos momentos de nerviosa complicidad a una conexión sólida y profunda. Era difícil imaginar su vida sin ellas, como si siempre hubieran estado allí, en los rincones de sus pensamientos y en los latidos de su corazón.
Salió de la ducha y se secó rápidamente, sus movimientos ahora más firmes y decididos. Se peinó con cuidado frente al espejo, ajustando cada mechón de su cabello oscuro hasta que estuvo satisfecho. Cuando finalmente se vistió con el traje que Don Pancho había preparado para él, sintió cómo la tela suave y bien cortada encajaba perfectamente en su cuerpo. Cada pliegue, cada costura, parecía estar hecha a medida para él, reflejando no solo la elegancia del momento, sino también la seriedad de lo que estaba por suceder. Ajustó la corbata con manos cuidadosas, asegurándose de que todo estuviera en su lugar.
Cuando finalmente estuvo listo, se miró una última vez en el espejo. Su reflejo era el de un hombre transformado, alguien que había dejado atrás las inseguridades de su juventud. Una sonrisa apareció en su rostro, una sonrisa tranquila y segura. "Este es el hombre que soy ahora", pensó para sí mismo.
Salió del baño y caminó hacia el patio central de la hacienda. A medida que avanzaba, notaba cómo las luces de las velas y linternas comenzaban a encenderse, sus llamas titilantes danzando suavemente con la brisa. El ambiente se había transformado en algo casi mágico; la hacienda brillaba bajo la luz cálida de la tarde, y los últimos rayos del sol pintaban un paisaje que parecía salido de un sueño. Los trabajadores de la finca habían hecho un trabajo minucioso: flores frescas, dispuestas en grandes ramos y guirnaldas, adornaban cada rincón, mientras cintas de colores suaves ondeaban bajo las ramas de los árboles.
El aroma de la comida cocinándose para la fiesta posterior llenaba el aire, recordándole la importancia de las celebraciones familiares, de ese calor que solo un evento así podía traer. En el centro del patio, entre los murmullos de los invitados que comenzaban a llegar, distinguió a Valentina e Isabel. Ambas conversaban animadamente, aunque sus ojos siempre buscaban a Ernesto entre la multitud.
Valentina, con su vestido blanco de encaje, lucía como una reina. Su cabello negro azabache caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando su rostro delicado y su piel clara que parecía brillar bajo la luz del atardecer. Sus labios rojos formaban una sonrisa serena, pero sus ojos, esos ojos que siempre lo habían cautivado, reflejaban una mezcla de emoción contenida y seguridad. Isabel, de figura igualmente esbelta pero con un porte más atrevido, llevaba un vestido similar pero con detalles que acentuaban su voluptuosidad natural. Su cabello también era negro, recogido en un moño elegante, dejando al descubierto su cuello y resaltando su belleza clásica. Sus ojos oscuros destellaban con una chispa traviesa, pero al mismo tiempo, mostraban una profundidad que Ernesto encontraba imposible de ignorar.
Ambas mujeres, cada una a su manera, irradiaban una belleza que dejaba sin aliento. Cuando lo vieron acercarse, sus rostros se iluminaron con sonrisas de pura felicidad. Valentina fue la primera en dar unos pasos hacia él, tomando su mano con una ternura infinita.
—Ernesto, estás guapo... muy guapo —murmuró, su voz cargada de admiración, mientras lo miraba de arriba a abajo, como si nunca antes lo hubiera visto tan radiante.
Ernesto, con el corazón latiendo con fuerza, apretó suavemente su mano.
—Gracias, Valentina. Ustedes... ustedes también están hermosas. Las dos lo están —respondió, su voz grave pero llena de emoción.
Isabel se unió a ellos, colocando una mano en el brazo de Ernesto, su sonrisa reflejando tanto nerviosismo como emoción contenida.
—Estamos listas, Ernesto. Para lo que venga, estamos contigo —dijo, su voz firme pero temblorosa por la mezcla de sentimientos que la embargaban.
Ernesto sonrió, sintiendo cómo una oleada de calidez le recorría el pecho, invadiendo cada rincón de su ser. Las palabras de Valentina e Isabel lo envolvían en un manto de amor y complicidad, y, por un instante, el bullicio de la fiesta que los rodeaba desapareció, dejándolos en un espacio casi íntimo. Sentía una gratitud inmensa por la fortaleza y el cariño que ambas mujeres le ofrecían, y una certeza creciente de que estaba tomando la decisión correcta.
—Gracias, Isabel. Gracias, Valentina —dijo Ernesto con voz serena pero cargada de emoción—. No podría pedir compañeras mejores para esta nueva etapa.
Isabel, con una sonrisa cómplice que iluminaba su rostro, se inclinó un poco más cerca, sus labios rozando apenas el lóbulo de la oreja de Ernesto. El suave aroma de su perfume, una mezcla de flores frescas y algo más dulce, lo rodeó, provocando que su corazón latiera un poco más rápido.
—También estoy lista para ser tu mujer… en todos los sentidos —susurró con voz baja y seductora, el leve rubor en sus mejillas solo añadiendo a su encanto.
Ernesto sintió cómo el calor subía por su cuello, una mezcla de sorpresa y anticipación lo invadía, haciéndolo respirar un poco más profundo. Antes de que pudiera responder, Valentina, no queriendo quedarse atrás, se inclinó hacia él con la misma suavidad, sus labios cerca de su oído. Una sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro, tan encantadora como audaz.
—Nos pusimos lencería que nuestras amigas dicen que les encanta a los hombres… —susurró Valentina, su voz suave pero cargada de insinuación.
El comentario directo de Valentina y la proximidad de ambas mujeres hicieron que Ernesto se ruborizara intensamente. Su mente, por un momento, quedó atrapada en las imágenes que la sugerencia había provocado, imaginando la noche que se avecinaba, llena de promesas y pasiones compartidas. Sin embargo, antes de que pudiera procesar lo suficiente para contestar, la voz grave y paternal de Don Pancho interrumpió el momento, devolviéndolo bruscamente a la realidad.
—Ah, aquí están mis nietas hermosas y mi yerno —la voz de Don Pancho resonó con una mezcla de orgullo y calidez mientras se acercaba—. ¿Todo listo para la ceremonia?
Don Pancho era un hombre robusto, con bigote poblado y una presencia imponente. Caminaba con la seguridad de alguien que había lidiado con las inclemencias de la vida y salido victorioso. Llevaba su tradicional sombrero de ala ancha y su chaqueta de cuero curtido, detalles que hablaban de su vida en el campo, pero también de su posición de respeto entre la comunidad. Su mirada se paseó por las caras de sus nietas y luego se posó en Ernesto, quien aún luchaba por disipar el rubor de su rostro.
—Sí, Don Pancho —respondió Ernesto con una rapidez que denotaba nerviosismo, pero también respeto—. Estamos listos.
Don Pancho les sonrió a Valentina e Isabel, con los ojos llenos de un amor paternal que solo un abuelo podía ofrecer. Sabía que este era un paso grande en la vida de sus nietas, y aunque Ernesto no era un hombre de bienes ni de posición elevada, confiaba en que tenía el corazón para cuidar de ellas. A fin de cuentas, un buen corazón valía más que una cartera llena.
—Estoy muy feliz por ustedes, mis niñas. Ernesto, cuida bien de ellas. Sé que lo harás, pero aun así te lo digo. Son mi mayor tesoro.
Ernesto lo miró con seriedad, consciente de lo que esas palabras significaban. Aunque no lo dijera con tono amenazante, sabía que Don Pancho esperaba que estuviera a la altura de la promesa.
—Lo haré, Don Pancho. Se lo prometo —respondió Ernesto, sintiendo el peso de esa responsabilidad hundirse aún más en su pecho, pero también fortalecido por la certeza de que lo lograría.
Valentina e Isabel intercambiaron una mirada de complicidad, sus sonrisas llenas de alegría y anticipación por lo que estaba por venir. A su alrededor, el bullicio de los preparativos continuaba, pero para ellos, el tiempo parecía haberse ralentizado, enfocado en el vínculo que los unía en ese instante.
La ceremonia comenzó poco después, justo cuando el sol se deslizaba suavemente detrás de las colinas, tiñendo el cielo de un color dorado que parecía bañar la hacienda en luz celestial. Los invitados, todos conocidos y familiares, formaron un semicírculo alrededor de Ernesto, Valentina e Isabel. Las linternas colgantes y las velas parpadeaban, creando un ambiente íntimo y casi sacro, mientras el Padre José, un hombre mayor de voz firme y resonante, daba inicio al ritual.
—Estamos aquí hoy para unir a Ernesto, Valentina e Isabel en sagrado matrimonio —dijo el Padre José, sus palabras llenas de solemnidad—. Que su unión sea bendecida con amor, paciencia y comprensión.
El aire era fresco, y la fragancia de las flores frescas se mezclaba con el incienso que el Padre José había encendido. El viento susurraba entre las ramas de los árboles, como si incluso la naturaleza misma se detuviera a presenciar el momento. Ernesto tomó las manos de Valentina e Isabel, sintiendo cómo los latidos de sus corazones parecían sincronizarse.
—Valentina, Isabel —comenzó Ernesto, su voz temblando ligeramente de emoción—, prometo amarlas y cuidarlas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de mi vida.
Valentina, con lágrimas brillando en sus ojos, lo miró con un amor tan puro que Ernesto sintió que el tiempo se detenía por completo.
—Ernesto, prometo ser tu compañera fiel, amarte y apoyarte en cada paso de nuestra vida juntos —respondió Valentina, su voz quebrándose por la felicidad.
Isabel, también luchando contra sus lágrimas, apretó la mano de Ernesto con firmeza antes de hablar.
—Prometo ser tu confidente y tu apoyo, amarte incondicionalmente y compartir contigo cada momento, bueno o malo —dijo Isabel, sus palabras cargadas de emoción sincera.
El Padre José sonrió mientras levantaba las manos en señal de bendición.
—Por el poder que me ha sido conferido, los declaro marido y esposas. Pero antes de sellar esta unión con un beso, quiero que intercambien un símbolo de su compromiso y amor —dijo el Padre, extendiendo las manos hacia ellos.
Ernesto, con un gesto sereno, sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo. Dentro, dos anillos de plata brillaban bajo la luz de las velas, delicadamente trabajados con un detalle único: cada uno llevaba grabado un símbolo que representaba la unidad y el amor que compartían, algo que Ernesto había encargado hacía tiempo, mucho antes de saber que este día llegaría.
—Estos anillos son un símbolo de nuestro amor y compromiso —dijo Ernesto, tomando uno de los anillos y deslizándolo suavemente en el dedo de Valentina—. Valentina, con este anillo, te prometo mi amor eterno.
Valentina, con las manos temblorosas, tomó el otro anillo y lo colocó en el dedo de Ernesto.
—Ernesto, con este anillo, te doy mi corazón y mi alma, para siempre.
Luego, Ernesto tomó el otro anillo y lo deslizó en el dedo de Isabel.
—Isabel, con este anillo, te prometo ser siempre tu apoyo y tu amor.
Isabel, ahora con lágrimas de felicidad corriendo por su rostro, deslizó el último anillo en el dedo de Ernesto.
—Ernesto, con este anillo, te entrego todo mi amor y mi vida.
El Padre José levantó las manos una vez más.
—Ahora, por el poder que me ha sido conferido, los declaro marido y esposas. Pueden besar a las novias.
Ernesto, con una sonrisa suave pero llena de emoción, se inclinó primero hacia Valentina y luego hacia Isabel, sellando sus votos con besos que no solo hablaban de amor, sino de la promesa de un futuro compartido. Los aplausos y vítores de los invitados llenaron el aire, mientras las tres almas unidas celebraban el comienzo de su nueva vida juntos.
La fiesta que siguió fue un verdadero banquete para los sentidos, un derroche de sabores, música y colores que pintaban la noche con vida. El olor a carnitas, barbacoa, y tortillas recién hechas se mezclaba con el perfume de las flores silvestres que decoraban el patio de la hacienda. Los invitados, ataviados con sus mejores galas, bebían tequila y pulque, brindando una y otra vez por la felicidad de la pareja. Se escuchaban risas estridentes, el tintineo de los vasos chocando, y la música de los mariachis que tocaban con pasión, mientras los pies de los más animados golpeaban el suelo de tierra al ritmo de jarabes y huapangos.
Ernesto, Valentina e Isabel eran los protagonistas de la noche. Se movían entre los invitados, recibiendo abrazos cálidos, palmadas en la espalda y bendiciones murmuradas al oído. Los vecinos, familiares y amigos los felicitaban, algunos con voces cargadas de emoción, otros con sonrisas pícaras y bromas sobre lo que les esperaba esa noche. Ernesto, aunque se sentía agotado por la intensidad del día, estaba lleno de gratitud. Sabía que ese momento, con toda su importancia y alegría, era también una despedida de la vida que conocía. Pronto vendría la guerra, la obligación militar que había aceptado y de la que no había escapatoria. Pero esa noche, solo quería concentrarse en el presente, en el calor que sentía al tener a Valentina e Isabel a su lado.
A medida que la noche avanzaba y las estrellas comenzaban a asomarse tímidamente en el cielo oscuro, la música empezó a disminuir en volumen y las risas se hicieron más suaves. Los invitados, algunos ya ebrios y otros simplemente cansados, comenzaron a despedirse poco a poco, deseándoles una noche llena de felicidad y descanso.
Ernesto, con una mezcla de emoción y nerviosismo, tomó la mano de Valentina. Sus dedos entrelazados temblaban ligeramente, pero el gesto era firme, lleno de promesas no dichas. Sus ojos se encontraron, y por un momento, la algarabía del exterior quedó en segundo plano.
—Es hora —murmuró Ernesto, su voz un poco más baja de lo habitual.
Valentina asintió, su respiración ligeramente acelerada. Miró a Isabel, quien también había sentido el cambio en el aire. Isabel, con el corazón acelerado, tomó la mano de Ernesto y luego la de su hermana, sus dedos apretándolas con suavidad pero con fuerza, como si estuviera buscando consuelo y apoyo en aquel momento tan íntimo. Las miradas entre los tres eran cómplices, cargadas de una mezcla de nerviosismo, deseo y amor sincero.
Los tres caminaron en silencio hacia la habitación que había sido preparada especialmente para ellos. El corredor de la hacienda estaba apenas iluminado por las lámparas de aceite que colgaban de las paredes de adobe, proyectando sombras largas y danzantes. Ernesto podía escuchar el suave crujir de las sandalias de las hermanas sobre las baldosas de barro mientras avanzaban. Sus corazones latían al unísono, como si estuvieran sincronizados por la expectación del momento que compartían.
Al llegar a la habitación, Ernesto empujó suavemente la puerta de madera, que se cerró con un crujido a sus espaldas, aislándolos del resto del mundo. La estancia estaba adornada con decenas de velas que lanzaban una luz cálida, titilante, sobre los pétalos de rosa que cubrían el suelo de manera dispersa. Las ventanas abiertas dejaban entrar una brisa suave que movía las cortinas de encaje, creando un ambiente íntimo, casi mágico. El aroma de las flores frescas llenaba el aire, envolviendo a los tres en una fragancia dulce y reconfortante.
La cama en el centro de la habitación era grande, con un dosel blanco que caía en suaves pliegues. Las sábanas, bordadas a mano con motivos florales, brillaban bajo la luz de las velas, prometiendo comodidad y descanso. Pero ninguno de los tres estaba pensando en descansar.
Ernesto, con una sonrisa amable pero llena de deseo, comenzó a desvestirse. Lo hizo sin prisas, con movimientos lentos y seguros. Primero, se quitó el chaleco de cuero, luego la camisa de lino que Valentina había planchado con tanto esmero aquella mañana. A medida que su pecho esbelto y musculoso quedaba al descubierto, podía sentir la mirada de ambas mujeres sobre él. Los ojos de Valentina brillaban, una mezcla de admiración y nerviosismo. Isabel, aunque más reservada, no podía evitar sentir cómo su corazón latía más rápido a cada paso que Ernesto daba hacia ellos.
Valentina dio el primer paso, su respiración temblorosa mientras extendía la mano para tocar la piel desnuda de Ernesto. Sus dedos eran suaves pero decididos, deslizando uno a uno los botones restantes de su camisa hasta que esta cayó al suelo. Isabel, sintiendo el coraje crecer en su interior, se acercó también, ayudando a su hermana a despojar a Ernesto de su ropa. Sus dedos, aunque temblorosos, se movían con precisión, siguiendo el rastro de Valentina.
El contacto de las manos de ambas mujeres en su piel desnuda envió un escalofrío por la espalda de Ernesto, una mezcla de excitación y ternura que lo hacía sentir vivo de una manera que pocas cosas lograban. La mano de Ernesto, fuerte pero delicada, se posó sobre el rostro de Valentina, apartando un mechón suelto de cabello que había caído sobre su frente. Se inclinó hacia ella, sus labios encontrando los de Valentina en un beso suave, casi reverente.
Isabel, envalentonada por la valentía de su hermana, dejó que sus labios se deslizaran hacia el cuello de Ernesto, dejando un rastro de besos que hacían que el pulso de Ernesto se acelerara aún más. Sentía el calor de sus cuerpos cerca del suyo, y la mezcla de sus fragancias lo envolvía, creando una atmósfera que era tan intensa como íntima.
El momento era perfecto, y aunque sus cuerpos ardían de deseo, había algo más en el aire: una profunda conexión que iba más allá de lo físico, algo que los tres sentían pero que no necesitaban poner en palabras.
Ernesto se apartó solo por un instante, lo suficiente para admirar a las dos mujeres frente a él, aún vestidas con sus trajes de novia, sus rostros llenos de emoción y expectación. Las tomó de la mano y las guió hacia la cama, donde el futuro que habían imaginado juntos comenzaría a hacerse realidad.
Valentina, con una sonrisa nerviosa pero tierna, fue la primera en hablar, su voz apenas un susurro lleno de emoción.
—Te amo, Ernesto —dijo, sus palabras temblando levemente—. Quiero darte todo de mí, esta noche y siempre.
Isabel no dijo nada, pero sus ojos lo decían todo. Estaban llenos de amor, de confianza, y una silenciosa promesa de estar siempre juntos.
Ernesto, conmovido por el momento, tomó ambas manos entre las suyas. Su toque era suave, lleno de cariño y promesas.
—Ustedes tienen mi corazón —dijo en voz baja—. Ahora y siempre. No nos preocupemos por lo que está por venir. Esta noche es solo nuestra.
Los tres se fundieron en un abrazo, y bajo las velas que iluminaban suavemente la habitación, sellaron con amor y ternura el inicio de su vida juntos.
Valentina e Isabel respiraron profundamente, dejando que las palabras de Ernesto calaran en lo más hondo de sus corazones. Era un consuelo simple pero poderoso, como el refugio que brinda la sombra de un viejo mezquite bajo el sol abrasador. Las dos hermanas, unidas por un lazo más allá de la sangre, intercambiaron una mirada de entendimiento, de promesa. Lo que les aguardaba aquella noche no era solo un paso más en su vida juntos, era el umbral de algo nuevo, un mundo desconocido que estaban dispuestas a explorar, a pesar del nerviosismo que las embargaba.
Isabel fue la primera en moverse. Con un suspiro profundo que parecía liberar la tensión acumulada en su pecho, sus manos nerviosas pero decididas comenzaron a desabotonar el delicado vestido de novia que llevaba puesto. El sonido de los botones al soltarse resonaba suave en la quietud de la habitación, un eco de las emociones que se arremolinaban en su interior. Isabel mantuvo sus ojos fijos en Ernesto mientras el vestido caía con gracia al suelo, dejando al descubierto su cuerpo envuelto en encaje blanco. El contraste entre su piel morena y la delicada tela era como una pintura viva, un homenaje a su belleza sin artificios, natural y real.
Valentina, aunque más contenida, no se quedó atrás. Sus manos siguieron el ejemplo de su hermana, despojándose lentamente del vestido que la envolvía, como si cada prenda que caía al suelo representara un peso menos sobre sus hombros. Al quedar solo en su lencería, sus cuerpos, llenos de juventud y fuerza, quedaron vulnerables ante los ojos de Ernesto, pero había en ellas una dignidad, una fuerza silenciosa que irradiaba desde lo más profundo de su ser.
Ernesto las observaba en silencio, su corazón hinchándose de un amor tan grande que casi dolía. Sus ojos recorrieron cada curva, cada línea de sus cuerpos, no con el deseo superficial de un hombre excitado, sino con la devoción y el respeto de alguien que reconocía la belleza en su forma más pura. Sentía en lo más hondo de su ser la responsabilidad de cuidarlas, de protegerlas, no como posesiones, sino como compañeras de vida.
Se acercó a Valentina primero, con pasos lentos y decididos, como quien se acerca a un altar sagrado. Sus dedos, firmes pero tiernos, acariciaron el rostro de ella, trazando el contorno de su mejilla antes de apartar suavemente un mechón de cabello que se había soltado de su peinado. Con una suavidad casi reverente, inclinó su cabeza para besarla, un beso que no solo prometía deseo, sino una unión más profunda, una promesa de eternidad. Los labios de Valentina respondieron al contacto, y el beso, que comenzó como un roce tímido, pronto se intensificó, encendiendo un fuego que ardía en ambos.
Isabel observaba, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Al sentir la calidez de la atmósfera que los envolvía, dejó de lado sus reservas y, con una audacia nueva, se acercó a Ernesto, sus labios encontrando el espacio entre su cuello y hombro, besando con suavidad pero con una creciente pasión. Ernesto se estremeció ligeramente ante el toque de Isabel, pero no se apartó. En lugar de eso, giró su rostro hacia ella, capturando sus labios en un beso igualmente profundo y lleno de deseo.
La noche avanzaba, y los tres se dejaron llevar por el calor de sus cuerpos. Ernesto, ahora despojado de su propia ropa, reveló la musculatura tallada de años de trabajo duro bajo el sol. Su cuerpo, bronceado y fuerte, era un reflejo del hombre que era: resistente, pero lleno de ternura. Valentina e Isabel lo miraban con una mezcla de asombro y admiración. Había algo casi venerable en la manera en que sus músculos se movían bajo su piel, como si cada cicatriz, cada línea, contara una historia de sacrificio y esfuerzo.
Valentina fue la primera en acercarse, su curiosidad superando cualquier duda. Con manos temblorosas pero decididas, envolvió su palma alrededor de la virilidad de Ernesto, sintiendo la firmeza de su erección. Sus ojos se abrieron un poco más ante la sorpresa, pero no se retiró. En lugar de eso, acarició con suavidad, explorando el cuerpo de su marido con la misma delicadeza con la que uno explora una flor rara y preciosa. Ernesto dejó escapar un suave gemido, su respiración acelerándose, pero se mantuvo quieto, permitiendo que Valentina guiara el momento.
Isabel, que había estado observando con detenimiento, no pudo resistir más. Con una valentía renovada, extendió su mano para unirse a su hermana en esa exploración compartida. Sus dedos se deslizaron por la longitud del miembro de Ernesto, y al sentir el calor que emanaba de él, su propio cuerpo comenzó a responder, su piel erizándose bajo el fino encaje de su ropa interior. Las hermanas intercambiaron una mirada, y aunque ninguna dijo una palabra, en sus ojos había un entendimiento silencioso, una conexión que solo ellas dos podían compartir.
Ernesto, sintiendo la presión de sus caricias, los besó a ambas con un fervor renovado. Sus labios encontraron los de Valentina primero, luego los de Isabel, como si estuviera reclamando su lugar en sus vidas, no solo como su esposo, sino como su protector, su amante, su compañero en todo lo que estaba por venir. Sus manos, grandes y ásperas, recorrieron los cuerpos de las dos mujeres con una ternura que contrastaba con su fuerza. Acarició sus pechos, sus pezones endureciéndose bajo su toque, provocando suaves gemidos que se mezclaban con el sonido de su respiración entrecortada.
La habitación estaba cargada de electricidad, el aire denso con el aroma de su pasión compartida. La cama, con sus suaves sábanas bordadas y el dosel blanco que caía en delicados pliegues, parecía el escenario perfecto para el momento que estaban por vivir. Ernesto guió a Valentina e Isabel hacia ella, el peso de sus cuerpos hundiendo ligeramente el colchón mientras él las seguía, su erección presionando contra el encaje que aún cubría a Isabel.
Con movimientos fluidos, Ernesto se colocó a horcajadas sobre Isabel, su cuerpo cubriendo el de ella mientras la besaba profundamente, su lengua explorando la boca de su esposa con una mezcla de suavidad y pasión. Su mano izquierda, firme pero cariñosa, alcanzó a Valentina, quien ansiosa se acercó y se acomodó a horcajadas sobre sus muslos, sus movimientos reflejando su deseo por él.
La noche se deslizaba lentamente, pero el tiempo dejó de importar. Los tres se dejaron llevar por el ritmo de sus cuerpos, un baile sensual que no necesitaba palabras. Ernesto, perdido en la belleza y la devoción de sus dos esposas, no pudo evitar sentirse asombrado por la perfección de sus curvas, el rubor que teñía sus mejillas y el brillo de sus ojos, llenos de una mezcla de amor y lujuria.
Valentina e Isabel, sintiendo el calor creciente entre sus piernas, ansiaban más, deseaban sentir esa conexión más profunda que solo el acto de amor podía brindarles. Sus cuerpos se movían en perfecta sincronía, sus gemidos se mezclaban en un coro de placer que llenaba la habitación. Ernesto, guiado por el deseo y el amor que sentía por ellas, las llevó al borde de la satisfacción una y otra vez, hasta que finalmente, en un momento de éxtasis compartido, los tres se entregaron por completo a la pasión que los unía, abrazando el amanecer de su nueva vida juntos.
El aire en la habitación estaba denso, cargado con una tensión casi palpable, como el calor que se siente antes de una tormenta. Las respiraciones eran profundas, entrecortadas, y el ambiente, envuelto en una mezcla de deseo y nerviosismo, parecía detenerse en el tiempo. Valentina e Isabel, ahora expuestas en su desnudez, no solo física, sino emocional, se miraban la una a la otra, compartiendo una complicidad que trascendía las palabras. El eco de las campanas lejanas del pueblo y el sutil crujir de la madera bajo sus pies eran los únicos sonidos que acompañaban el latir de sus corazones, acelerados por la anticipación.
Ernesto, aún arrodillado frente a ellas, sintió el peso del momento. Sus ojos, oscuros y llenos de una intensidad que parecía atravesarlas, recorrían cada centímetro de sus cuerpos como si los estuviera memorizando, como si quisiera grabar ese instante en su mente para siempre. No había prisa en sus movimientos, solo una profunda conexión que crecía en cada respiración compartida. Con una mano firme y un tacto que combinaba fuerza y ternura, apartó lentamente la ropa interior de Valentina, dejando al descubierto su piel, suave y húmeda al tacto, que respondía al contacto del aire fresco de la noche. Un escalofrío recorrió la espalda de Valentina, y su cuerpo se estremeció bajo el toque cálido de Ernesto, quien con sus dedos comenzó a explorarla con una delicadeza casi reverencial.
Isabel, sentada junto a su hermana, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta, una mezcla de curiosidad y deseo que la mantenía al borde del abismo. Observaba con ojos expectantes, sus manos temblando ligeramente mientras la emoción crecía dentro de ella. Sabía que pronto sería su turno, que ese mismo toque exploraría cada rincón de su ser, y aunque el nerviosismo la envolvía, también lo hacía una poderosa sensación de entrega, de rendirse por completo a lo que estaba por venir.
Ernesto, con la paciencia de quien conoce el arte de dar placer, continuó acariciando los pliegues húmedos de Valentina, su toque tierno pero firme, arrancando gemidos suaves que crecían en intensidad. Valentina arqueó la espalda, como una cuerda tensada, sus manos aferrándose a las sábanas con una fuerza que traía a su mente recuerdos de tiempos más sencillos, cuando el mundo no parecía tan vasto ni tan incierto. Cada caricia de Ernesto encendía chispas en su interior, pequeñas llamas que pronto se convertirían en un incendio.
Mientras tanto, Ernesto no dejó de mirar a Isabel. Con la mano que tenía libre, alcanzó su cuerpo, encontrando la entrada de su feminidad, cálida y húmeda, dispuesta a recibirlo. Cuando sus dedos se sumergieron en ella, Isabel dejó escapar un suave grito ahogado, sus caderas moviéndose instintivamente hacia su toque. La intensidad de la sensación la hizo cerrar los ojos por un momento, entregándose al placer que la invadía.
Las dos hermanas, enredadas en sus propios mundos de sensaciones, no se percataron de cuánto tiempo había pasado. La habitación se llenó con el sonido de sus gemidos, de sus cuerpos moviéndose en sintonía con las caricias de Ernesto. Él, por su parte, mantenía el control, sabiendo exactamente cómo llevarlas al límite sin cruzar la línea, manteniéndolas en un estado de anticipación que solo aumentaba la intensidad de lo que estaba por venir.
Con una determinación renovada, Ernesto bajó la cabeza hasta el sexo de Valentina, sus labios encontrando su clítoris hinchado, su lengua acariciando con precisión y devoción, arrancando de ella gemidos que reverberaban en las paredes de la habitación. Valentina, perdida en el éxtasis, se arqueó hacia él, sus manos hundiéndose en el cabello de Ernesto, pidiendo más, exigiendo más. Cada movimiento de su lengua la llevaba más cerca del abismo, sus músculos tensándose con la promesa de la liberación.
Isabel observaba todo, su propio deseo alcanzando nuevas alturas. La manera en que Ernesto complacía a su hermana la hacía temblar de anticipación, y cuando él levantó la cabeza, sus labios brillantes con los jugos de Valentina, supo que era su turno. Sin dudarlo, Ernesto se movió hacia ella, su boca encontrando los pliegues de Isabel con la misma devoción, explorando cada rincón de su cuerpo mientras sus manos mantenían a Valentina al borde del placer.
La tensión en la habitación creció hasta que finalmente, como una ola que rompe contra la orilla, las dos hermanas alcanzaron el clímax casi al mismo tiempo, sus cuerpos retorciéndose y convulsionando con el éxtasis que las envolvía. Los gemidos de Valentina e Isabel se fusionaron, sus voces elevándose en un coro de placer que llenaba la habitación. Ernesto observaba todo con una sonrisa en sus labios, su propia excitación palpándose en el aire, su virilidad erguida y lista para reclamarlas por completo.
Se levantó lentamente, su cuerpo aún cubierto por los restos de su deseo compartido. El brillo en sus ojos era inconfundible, una mezcla de autoridad y ternura que hizo que ambas hermanas sintieran un nuevo escalofrío recorriendo sus cuerpos. Con una voz profunda, casi rasposa, Ernesto ordenó suavemente, "Quítense lo demás."
Las hermanas, todavía temblorosas por el clímax que acababan de experimentar, dudaron solo por un momento antes de obedecer. Se despojaron de las últimas piezas de su ropa interior, quedando completamente expuestas ante él, sus cuerpos aún enrojecidos por el deseo. Isabel se mordió el labio, su corazón latiendo con fuerza mientras veía cómo Ernesto se acercaba, su virilidad palpitante y reluciente con líquido preseminal, listo para consumar el acto.
Ernesto guió las piernas de Isabel hacia sus hombros, alineándose con su entrada. Con un movimiento lento y deliberado, empujó dentro de ella, sus ojos fijos en los de Isabel, buscando en su rostro cualquier signo de incomodidad. Isabel dejó escapar un gemido, una mezcla de placer y una leve punzada de dolor mientras se adaptaba a su tamaño. Ernesto se detuvo, dándole tiempo, su voz suave y preocupada al preguntar, **"¿Estás bien?"**
Isabel asintió, el placer comenzando a dominar cualquier incomodidad inicial. Ernesto comenzó a moverse de nuevo, lento al principio, pero con cada embestida la intensidad crecía, y con ella el placer que compartían. Mientras Isabel gemía bajo él, Valentina, que observaba con ojos hambrientos, tomó la mano de Ernesto y la guió hacia su clítoris, reavivando su propio deseo.
Los gemidos de las hermanas llenaron la habitación una vez más, sus cuerpos entrelazándose en una danza apasionada, las respiraciones pesadas de Ernesto mezclándose con las de ellas mientras la intensidad del momento crecía. El ritmo se aceleró, sus pieles chocando con un sonido sordo que resonaba en la quietud de la noche, mientras las manos de Valentina se aferraban a las sábanas, y la cama crujía bajo el peso de sus cuerpos en movimiento.
El cuarto se encontraba envuelto en una penumbra cálida, iluminado apenas por la luz titilante de un quinqué en la esquina. Afuera, el canto lejano de un grillo y el susurro del viento entre los árboles se filtraban a través de las paredes de adobe, mientras adentro, la atmósfera estaba cargada de un deseo profundo que parecía emanar de cada rincón de la habitación. El calor entre los cuerpos se mezclaba con el perfume de las sábanas viejas y los rastros de sudor, creando un ambiente pesado, como si el aire mismo fuera cómplice de lo que estaba por suceder.
Ernesto sintió el ardor familiar crecer en su ingle, ese fuego que se encendía cada vez que el deseo lo reclamaba con la fuerza de una marea. Cada movimiento que hacía, cada caricia que ofrecía, era una danza que se aceleraba poco a poco, como si sus cuerpos respondieran a un ritmo invisible, uno que solo ellos podían escuchar. Las manos de Ernesto recorrieron la piel suave de Valentina, sus dedos encontrando el contorno de su cuerpo como un labrador recorre las curvas de la tierra, buscando siempre algo más profundo, algo más íntimo.
Valentina e Isabel, juntas en ese momento, parecían una pintura viva. Valentina, con su respiración entrecortada y los labios temblorosos, se inclinó hacia su hermana, sus labios apenas rozando los de Isabel. Fue un beso breve, pero lleno de significado, como si en ese instante compartieran más que el deseo; compartían una promesa, una unión inquebrantable que trascendía lo carnal. Sus miradas se encontraron por un segundo que pareció eterno, un momento donde no existía más que ellas dos y la certeza de que su lazo era indestructible.
Los ojos de Ernesto, oscuros y llenos de deseo, no se apartaron de ellas mientras sentía cómo su cuerpo se tensaba, su clímax acercándose con una fuerza incontrolable. El gemido que salió de su garganta fue gutural, profundo, resonando en la habitación con un eco primitivo, como el rugido de un animal reclamando lo que era suyo. En ese instante, Ernesto se vació dentro de Isabel, su semilla caliente llenándola, fusionándose con su cuerpo de una manera que ambos sabían era definitiva.
Cuando se retiró de ella, lo hizo con lentitud, como si quisiera saborear el momento hasta el último segundo. Su virilidad todavía palpitaba, rígida, y al salir de Isabel, dejó un rastro visible de su placer, un hilo de su esencia que brillaba tenuemente en la oscuridad. Con una mirada que ardía de lujuria y determinación, Ernesto se volvió hacia Valentina, quien lo miraba con una mezcla de deseo y sumisión que lo hizo estremecerse. El calor entre ellos era palpable, una tensión que se podía cortar con un cuchillo.
Sin previo aviso, Ernesto estrelló su boca contra la de Valentina, un beso feroz y hambriento, que no dejaba lugar para dudas. Sus manos recorrían su cuerpo como si estuviera redescubriéndola, sus dedos deslizándose por la curva de sus pechos, que se alzaban y caían con cada respiración agitada. Valentina se arqueó contra él, su piel sensible al tacto, como si cada roce encendiera un nuevo incendio en su interior. El calor del cuerpo de Ernesto, ese calor tan propio de los hombres de su tierra, contrastaba con la suavidad de su piel, y Valentina dejó escapar un pequeño gemido, casi imperceptible, pero lleno de necesidad.
Ernesto se colocó entre los muslos de Valentina, su cuerpo ya ansiaba la misma dulce unión que acababa de experimentar con Isabel. La cabeza de su virilidad rozó la entrada de Valentina, buscando ese punto exacto donde el placer y el éxtasis se encontraban. Ella se mordió el labio, sus ojos llenos de anticipación y deseo, susurrando un leve pero firme "sí" contra los labios de Ernesto. No hubo vacilación en sus movimientos, solo la certeza de lo que estaba por venir.
Con una lentitud deliberada, Ernesto empujó dentro de ella, sus ojos clavados en los de Valentina, como si ese contacto visual fuera una promesa, un juramento silencioso que no necesitaba palabras. Valentina dejó escapar un jadeo, la sensación era intensa, como una corriente eléctrica recorriéndola, un placer que la dejó sin aliento. Mientras Ernesto comenzaba a moverse, sus caderas encontraban un ritmo, uno que aceleraba y ralentizaba al compás de sus respiraciones.
Valentina, perdida en el torbellino de sensaciones, alcanzó a Isabel, sus manos buscándola a ciegas hasta encontrar sus dedos. Se entrelazaron, sus dedos frágiles pero firmes, como un lazo que las mantenía unidas mientras compartían un beso acalorado y apasionado. Isabel, a pesar de haber sido satisfecha momentos antes, sentía el ardor renacer en su interior, un fuego que Ernesto había encendido en las profundidades de su ser.
La habitación se llenó con el sonido rítmico de los cuerpos moviéndose, el roce de piel contra piel, los jadeos entrecortados de Valentina y los gemidos apagados de Isabel. Todo en ese cuarto parecía girar en torno a ellos, como si el universo entero se hubiera reducido a ese pequeño espacio donde el amor, el deseo y el placer coexistían en perfecta armonía.
Valentina, con el corazón latiendo al ritmo frenético de los movimientos de Ernesto, susurró al oído de él, su voz suave, pero cargada de un amor profundo y sincero. —Te amo, Ernesto—, dijo entre suspiros, —Te amo mucho—. Su confesión, simple pero cargada de verdad, hizo que Ernesto detuviera sus movimientos por un breve instante, lo suficiente para que sus ojos se encontraran con los de Valentina. En ese cruce de miradas, no hubo necesidad de palabras; todo estaba dicho, todo estaba entendido.
Reanudó sus embestidas, pero esta vez con una fuerza renovada, cada movimiento era una declaración silenciosa, una afirmación de lo que él también sentía por ella. Ernesto, con una intensidad que no podía controlar, continuó reclamándola, llevándola al límite del placer una y otra vez.
Isabel, mientras tanto, observaba cómo se desarrollaba la escena frente a ella. Sus ojos brillaban con deseo mientras su mano, casi instintivamente, se deslizó hacia sus propios pliegues hinchados. No pudo evitar tocarse, sus dedos encontrando el camino hacia su centro mientras observaba el amor que compartían su hermana y Ernesto. El placer que ya conocía volvía a subir por su cuerpo, como un torrente incontrolable.
Ernesto sintió el calor familiar crecer dentro de él una vez más, su ritmo se aceleró mientras buscaba la liberación final. Valentina, incapaz de contenerse, se aferró a Ernesto, sus gemidos se volvieron más fuertes, más desesperados. Y entonces, cuando ya no pudieron contenerlo más, ambos alcanzaron el clímax al mismo tiempo. El cuerpo de Valentina se tensó y se relajó en un solo movimiento mientras sentía el calor de la liberación de Ernesto llenarla por completo.
Ernesto estaba recostado en la vieja cama de madera, con el cuerpo aún vibrante por el calor del encuentro anterior. La pequeña habitación de adobe apenas contenía el eco de sus respiraciones entrecortadas, mezcladas con el ligero roce de las sábanas deshilachadas que los envolvían como testigos mudos de su pasión. Afuera, el sonido de los grillos acompañaba el susurro del viento en las ramas de los mezquites, creando un contraste con la sofocante atmósfera cargada de deseo dentro de la habitación.
Isabel, con sus ojos brillantes y su piel enrojecida, se inclinó sobre Ernesto, su cabello negro cayendo en cascada sobre su pecho. Sus labios trazaban un sendero cálido y húmedo, mordisqueando con suavidad mientras su aliento se mezclaba con el olor a tierra y sudor. —Quiero más— susurró entre jadeos, su voz cargada de una mezcla de necesidad y anhelo. Sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en los de Ernesto, reflejando la misma urgencia que él sentía. —Quiero aprovechar al máximo el tiempo que tenemos antes de que te vayas—.
Las palabras de Isabel flotaban en el aire como una sombra pesada que anunciaba la inevitable partida. El tiempo, aunque siempre parecía eterno en esos momentos, les recordaba constantemente su naturaleza efímera. Ernesto sonrió, una sonrisa que se desdibujaba entre el deseo y la tristeza, pero aún así, llena de promesas. —Te lo prometo, querida— murmuró, su voz rasposa por el esfuerzo y el placer reciente, —Aprovecharé hasta el último segundo contigo—. Sus dedos ásperos, curtidos por el trabajo y la vida, comenzaron a trazar círculos perezosos en las costillas de Isabel, marcando un ritmo lento y seguro, como si quisiera memorizar cada centímetro de su piel.
Valentina, quien se encontraba a su lado, apenas comenzaba a sumergirse en ese sueño ligero que sigue al placer, cuando escuchó la conversación entre su hermana y Ernesto. Sin abrir completamente los ojos, su cuerpo se movió ligeramente en respuesta a las palabras de él. Su mirada se encontró con la de Ernesto, quien, sin dudarlo, se inclinó para besar suavemente sus labios, un gesto cargado de ternura y lujuria. —¿Tú también quieres más, Valentina?— preguntó con una voz baja, casi ronca, pero vibrante con un deseo que nunca parecía apagarse.
Valentina, con el cuerpo aún adormilado por la fatiga, asintió levemente, pero en sus ojos brillaba una chispa de complicidad. Las hermanas se miraron entre ellas por un breve instante, un intercambio silencioso que no necesitaba palabras. Ambas sonrieron, con un entusiasmo que hacía vibrar la habitación. Ernesto, al ver la respuesta en sus rostros, dejó escapar una risa grave, su sonrisa ampliándose, sabiendo lo que vendría después. Se acomodó entre ellas, reposicionando su cuerpo con una destreza casi instintiva, mientras su virilidad se endurecía ante la expectativa de lo que estaba por venir.
Los cuerpos de las hermanas se inclinaron hacia él, como dos mariposas gravitando hacia el fuego. Sus respiraciones se mezclaban, creando un compás lento pero inminente. Ernesto, con dedos expertos, comenzó a recorrer los cuerpos de ambas, jugueteando con sus pliegues hinchados, provocando gemidos suaves que llenaban el silencio de la habitación. Su boca se desplazaba de una a la otra, dejando pequeños besos y mordiscos en la piel desnuda, una huella de pasión marcada en cada centímetro de sus cuerpos. Isabel gimió cuando Ernesto mordisqueó su cuello, mientras Valentina se estremecía bajo sus caricias, sus pezones endurecidos por el frío aire nocturno y el calor del momento.
Con un movimiento firme, Ernesto levantó a Valentina, colocándola suavemente sobre Isabel, sus cuerpos alineados de manera que él pudiera tomarlas a ambas. Valentina se arqueó, sintiendo la polla de Ernesto, gruesa y palpitante, presionar lentamente contra su entrada. —Despacito, mi cielo—, susurró Valentina con una voz ronca de deseo, su cuerpo ya temblando ante la anticipación.
Con una calma deliberada, Ernesto empujó dentro de ella, llenándola hasta el fondo mientras un gemido ahogado escapaba de sus labios. El cuarto, aunque pequeño, parecía contener el eco de ese sonido que resonaba en las paredes de adobe, mientras las caderas de Ernesto comenzaban a moverse con un ritmo firme. Valentina se agarró a las sábanas como si buscara anclarse a la realidad en medio del torbellino de sensaciones que la invadían. Los gemidos de placer escapaban de sus labios en oleadas, cada una más intensa que la anterior.
Isabel, debajo de Valentina, miraba la escena con los ojos entrecerrados, una mezcla de deseo y satisfacción pintada en su rostro. Sus manos se movían lentamente sobre el cuerpo de su hermana, sus dedos encontrando sus pezones y retorciéndolos suavemente, aumentando la intensidad de los gemidos de Valentina. Isabel mordió su labio inferior, sintiendo su propio placer elevarse al ritmo de los movimientos de Ernesto, quien aceleraba sus embestidas, dejándose llevar por el deseo ardiente que sentía por ambas.
Ernesto sentía el calor crecer dentro de él, una sensación familiar pero siempre poderosa. Sus embestidas se volvieron más rápidas, más urgentes, y Valentina, incapaz de contener el torrente de placer, dejó escapar un grito ahogado mientras su cuerpo se tensaba, el orgasmo estallando en ella como una ola que la arrasaba. Su cuerpo temblaba mientras Ernesto continuaba, su semilla llenándola por completo en un acto final de entrega.
Con un movimiento gentil, Ernesto bajó a Valentina, depositándola con cuidado sobre la cama. Sus ojos se encontraron con los de Isabel, quien lo miraba con un hambre renovada. Ernesto, con una sonrisa cómplice, alineó su miembro con la entrada de Isabel, listo para tomarla una vez más. El cuerpo de Isabel se arqueó mientras lo recibía, sus gemidos formando una dulce sinfonía que parecía vibrar en el aire espeso de la habitación.
La danza continuó, un ciclo de pasión y entrega, donde sus cuerpos se movían en una cadencia perfecta, resbaladizos por el sudor, entrelazados como raíces profundas que buscan unirse en la tierra. Las uñas de Isabel se clavaron en la espalda de Ernesto, dejando marcas de placer mientras él la penetraba con un ritmo constante, cada vez más profundo, más intenso. Los gemidos de ambas hermanas se entremezclaban, formando una sinfonía que llenaba la habitación y resonaba en sus corazones.
Cuando Ernesto finalmente llegó al clímax, su liberación fue tan intensa como la primera, su semilla llenando a Isabel, quien se estremecía bajo su toque, su cuerpo aún vibrante de placer. Los tres cayeron en un abrazo exhausto, sus cuerpos entrelazados y cubiertos por el manto suave del silencio nocturno. La luna brillaba a través de la ventana, su luz suave envolviéndolos en un aura de paz y satisfacción. La noche había sellado un vínculo entre ellos, uno que, esperaban, durara para siempre, incluso cuando la realidad los arrancara de ese instante perfecto.