La desaparición de Azariel no fue el fin, sino el comienzo de una nueva era. Su sacrificio se convirtió en el catalizador de un cambio monumental. Los cielos, la tierra y el inframundo, todos sintieron la ausencia de su presencia, pero también la fuerza de su legado.
En el cielo, los ángeles lloraron la pérdida de su hermano, pero también celebraron su valentía. En la tierra, los humanos levantaron templos y altares en su honor, no como un dios, sino como un símbolo de esperanza y unidad. Y en las profundidades del inframundo, incluso los seres oscuros guardaron un momento de silencio, reconociendo la valentía de un enemigo digno.
Con el tiempo, la figura de Azariel se convirtió en leyenda, y la leyenda se transformó en mito. Pero su espíritu vivía en aquellos que continuaban su lucha por la paz y la armonía. Se decía que en noches de luna llena, su silueta podía verse en las estrellas, vigilando y guiando a los perdidos hacia la luz.
Mientras tanto, en un rincón olvidado del universo, una chispa de luz comenzó a brillar en la oscuridad. Era Azariel, renacido no como un ángel, sino como una entidad de pura energía, libre de las ataduras de la forma física. Observaba el mundo que había ayudado a salvar y sabía que su viaje aún no había terminado.
Con una nueva perspectiva, Azariel se dedicó a viajar por los reinos, a veces como un susurro en el viento, otras como un destello en el rincón del ojo. Inspiraba a los corazones valientes y consolaba a los espíritus afligidos. Su presencia era sutil, pero su impacto era profundo.
Y así, la historia de Azariel continúa, no en páginas escritas o en palabras habladas, sino en las acciones de aquellos que eligen el bien sobre el mal, la luz sobre la oscuridad, y la unidad sobre la división. Azariel se convirtió en más que un ángel; se convirtió en un ideal, un faro de posibilidad infinita en la eterna búsqueda de la humanidad por la verdad y la belleza.