La paz que siguió a la guerra fue frágil y preciosa. Azariel, una vez consumido por la ira, ahora se encontraba en un papel que nunca imaginó: guardián de la armonía entre el cielo y la tierra. Junto a Lysiel, trabajó incansablemente para reparar las grietas entre los mundos, sanando las heridas dejadas por la batalla.
Pero la tranquilidad no duraría eternamente. En las profundidades del inframundo, una nueva amenaza se gestaba, alimentada por el resentimiento de aquellos que habían sido olvidados. Demonios y criaturas oscuras, liderados por el enigmático Samael, comenzaron a reunir fuerzas, decididos a aprovechar el caos residual para su propio beneficio.
Azariel, consciente de que la paz que tanto había costado podría desmoronarse, se preparó para enfrentar la oscuridad una vez más. Esta vez, sin embargo, no lucharía solo. Los ángeles que una vez lo siguieron en rebelión ahora se unían a él en defensa del equilibrio.
La batalla contra Samael fue diferente a cualquier otra que Azariel hubiera enfrentado. No era solo una lucha de poder, sino una batalla de voluntades, una prueba de la resolución de Azariel y su compromiso con su nueva causa.
En el clímax de la confrontación, Azariel y Samael se enfrentaron en un duelo que resonaría a través de la historia. Con cada golpe, Azariel no solo luchaba contra Samael, sino también contra las sombras de su propio pasado, contra la tentación de volver a la ira y la venganza.
Finalmente, con un acto de valentía y sacrificio, Azariel prevaleció. Samael fue derrotado, pero a un gran costo. Azariel, gravemente herido, cayó del cielo una vez más, pero esta vez no como un ángel caído, sino como un héroe.
Mientras se recuperaba en la tierra, rodeado por aquellos que había salvado, Azariel reflexionó sobre su viaje. Había aprendido que la redención no es un destino, sino un camino constante. Y aunque su lucha había terminado, su historia continuaría, contada por generaciones como un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, siempre hay luz.