El sonar lejano de las turbinas aún resonaba en los oídos de Jesús mientras el equipo descendía en paracaídas hacia el territorio enemigo. La noche envolvía la operación, su equipo se deslizaba con la precisión de años de entrenamiento. El viento azotaba sus rostros, el frío se colaba por debajo del equipo de camuflaje.
Jesús sabía que esa misión era diferente, más fuerte en riesgos. Una vez dentro, la oscuridad se volvió su aliada. Los movimientos coordinados eran la mejor sinfonía de la infiltración, cada gesto cuidadosamente calculado para eludir las miradas enemigas.
El equipo se deslizó sigilosamente por pasillos oscuros, cada uno moviéndose como sombras entrenadas. Jesús lideraba la formación, su mirada alerta observo cada esquina, cada sombra que se movía en la penumbra. La tensión en el aire era palpable cuando, de repente, un grito ahogado resonó desde la distancia. Era la voz de Antonio, el Sargento, atrapado en una encrucijada mortal, varios enemigos comenzaron a abalanzarse hacia él ya que se encontraba alejado de los demás y no solo eso, sino que era el solo contra más de 6 personas en un combate a cuerpo, solo porque no le daba tiempo de desfundar su arma, pero el usarla los delataría más, ya que no contaba con silenciadores.
Sin titubear, Jesús se abalanzó hacia la fuente del sonido. Los enemigos comenzaron a aumentar su número emergiendo de la oscuridad, contando con armas en mano. Con movimientos precisos, Jesús neutralizó a los primeros adversarios, combinando golpes certeros con una destreza de combate impecable. Cada bloqueo, cada contraataque, un ballet mortal en el que se movía con agilidad. El cuchillo táctico se convirtió en uno más de sus miembros, brillando en la completa oscuridad mientras cortaba el aire con determinación.
Los enemigos se aproximaban, sonidos de balas resonaban en el pasillo estrecho. Jesús esquivaba las balas como si pudiera prever su trayectoria, moviéndose con la gracia de un Jaguar. La confrontación fue un torbellino de acción: patadas precisas, bloqueos rápidos y cortes certeros. Los enemigos caían, algunos aturdidos, otros incapacitados.
Cada intercambio era un choque de voluntades, donde la valentía y la estrategia se entrelazaban en un baile letal. El vaivén de disparos intensificó la escena. La madera de las paredes estallaba en astillas, los destellos de los rifles iluminaban brevemente el caos. Jesús se movía con rapidez, usando la noche a su favor, su mente trabajando a toda velocidad para garantizar la seguridad de su equipo y el rescate de Antonio.
Una bala silbó peligrosamente cerca, apenas rozando su hombro antes de que lograra alcanzar a Antonio. Lo arrastró hacia la relativa seguridad de un rincón, su rostro en tensión por el dolor agudo en su propio hombro del cual poco a poco dejaba caer algunas gotas de sangre. Cada movimiento era una lucha, pero su determinación ardía más fuerte que la herida.
La retirada se convirtió en una coreografía de escape, cada miembro del equipo cubriendo al otro, avanzando con pasos calculados hacia la salida. Cada sonido de bota, cada ráfaga de disparos, tejía la narrativa tensa de la fuga. El equipo escapo finalmente de la instalación, llevando consigo la preciada información.
Jesús, sin embargo, luchaba contra el dolor y la pérdida de sangre, su mirada fija en el horizonte mientras trataba de mantenerse erguido y firme, aun cuando sus músculos se tensaban por la agonía. Esta batalla fue un duelo bastante complicado aún con la experiencia respaldándolos, pero aun así el preservar la vida de los compañeros y la seguridad de la misión es lo primero, o eso es lo que pasaba por la mente de Jesus mientras perdía la conciencia.
El retorno a la base fue un eco de alivio, pero el rostro de Jesús reflejaba una lucha interna entre la agonía física y la determinación. Los médicos actuaron con velocidad, la herida requería atención inmediata. Jesús, sin embargo, mantenía la mirada firme, la mandíbula apretada. La noticia de su valentía se expandió por la base como un vendaval, sus compañeros lo veían ahora como un faro de coraje. Mientras sanaba, en el silencio de su recuperación, Jesús meditó sobre el peso del servicio y la frágil línea entre el sacrificio y la valentía. Las cicatrices que marcaban su piel eran un testimonio de los riesgos a los que se somete día a día, pero también eran la insignia de su inquebrantable compromiso hacia la seguridad de su nación y la protección de aquellos que amaba.