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El campo de batalla central era una sinfonía de caos, la armonía de la vida chocando con la melodía discordante de la muerte.
Los recién levantados no muertos, que una vez fueron parte de los Fantasmas Brisaveloz ellos mismos, ahora se alzaban como meras cáscaras de lo que fueron, desprovistos de sus recuerdos pasados, llenos de un único propósito: servir a su maestro, Sebastián.
Los guerreros esqueléticos formaban la vanguardia de las fuerzas de Sebastián, sus siluetas inquietantes dominaban el crepúsculo. Estaban armados con espadas oxidadas y escudos andrajosos, sus manos esqueléticas apretando sus armas con un agarre mortal. Arqueros fantasmas flotaban encima, un macabro recordatorio de los caídos, con sus arcos espectrales apuntando a los vivos.
