La tortura continuaba, implacable. Los gritos de Alvis y Elysia resonaban por toda la prisión subterránea, su agonía rebotando en las frías paredes de piedra.
Incluso los otros prisioneros, encerrados en celdas separadas, temblaban de miedo. Casi podían sentir el dolor que se les infligía a los dos.
El ciclo se repetía sin fin: dolor, curación y luego dolor de nuevo.
El tiempo pasaba, pero para los prisioneros, se sentía como una eternidad. Los gritos de Alvis y Elysia eventualmente se fusionaron en una siniestra sinfonía de sufrimiento que llenaba la prisión.
Los otros prisioneros temblaban, cada uno orando en silencio para nunca soportar el mismo destino.
Cuando finalmente terminó, habían pasado horas y había caído la noche.
Atticus salió de la prisión. Sus pasos eran lentos y constantes, su expresión calmada, casi serena. Ni una gota de sangre manchaba su ropa. Era como si no hubiera pasado horas desatando una tortura indecible.
En su mente, la voz de Ozeroth resonó.