Dentro de una habitación brillantemente iluminada, se desarrollaba una escena brutal.
Un joven de no más de dieciocho años era aplastado repetidamente bajo una enorme roca irregular suspendida del techo.
Cada vez que la roca caía sobre él, no dejaba más que restos despedazados, carne y sangre esparcida por el suelo como escombros.
Pero entonces, sucedía algo asombroso. Desde las ruinas de su cuerpo, las células se multiplicaban a una velocidad imposible. Piel, huesos, músculo, todo se reformaba en perfecta simetría y en segundos, el chico se ponía de pie de nuevo, su aura un poco más poderosa que antes.
El proceso se repetía. Una y otra vez.
La roca se elevaba, se desplazaba y caía de nuevo. Cada vez cambiaba—sus bordes más afilados y su calor fundido. Lo reducía a nada más que un solo brazo. Sin embargo, en momentos, ese brazo crecía de nuevo en un cuerpo impecable.