—¿Nerviosa? —Ian expresó en voz alta lo que ella sentía, sin perderse nada de ella como siempre hacía.
—Lo estoy —Elisa inhaló hondo con sus ojos azules fijos en la carta.
Ian, que había apoyado su barbilla en su brazo sobre el escritorio, no se perdía cómo ella continuaba frunciendo los deliciosos labios que tenía. Luego preguntó:
—Dime, ¿por qué quieres entrar a la Iglesia, perrito? No es un trabajo que nadie espere con ansias, ni los humanos ni las mujeres. Sin ofender, perrito. Lo pregunto por pura curiosidad.
Elisa encontró su mirada, el color azul se desvaneció como si fuera engullido cuando se reflejaba en los ojos escarlata de Ian. Ver sus ojos por demasiado tiempo la hacía sentir más nerviosa y bajó la mirada a la carta: