—Había cierta solemnidad en las palabras de Ian que hacía que Elisa quisiera preguntarle para descubrir la razón detrás de sus palabras, pero sabía que aún intentaba ocultarle la historia. Este era su mal hábito, pensó, pero Ian lo había hecho perfectamente bien al hacerla curiosa. Y en algún lugar ella dudaba que después de obtener una respuesta tendría la clave de todo el misterio que lo envolvía.
Ian no era menos que una conejera, y Elisa se sentía como Alicia en el País de las Maravillas, que cayó por el agujero tras seguir al conejo blanco para probar el misterio que lo rodeaba.
—No me vas a decir la razón ahora, ¿verdad? —preguntó para provocar una risita en él.
—Me conoces —susurró él, tomando sus manos las llevó hacia su caja—. No perdamos tiempo. Sé que a las damas a menudo les toma tiempo arreglarse, aunque dudo que necesites mucho tiempo ya que eres lo suficientemente hermosa como para cegarme.
Sus mejillas se sonrojaron por sus halagos, pero ella susurró: