Iona temblaba de frío, sus dientes castañeteaban y estaba congelada hasta los huesos. Miró a su alrededor y todo lo que su visión alcanzaba era el blanco prístino de los cristales de hielo que formaban una cencellada en los altos pinos. Quizás fuera por la tarde, porque el sol los deslumbraba. El húmedo trozo de hierba escarchada sobre la que estaba tendida era como un lecho de agujas. Desde el rabillo del ojo, vio delicados pétalos rosados cuyos bordes tenían un rastro de escarcha blanca. Se arrastró fuera del agua, tosiendo y cubierta de barro. El agotamiento se apoderó de ella. Todo lo que recordaba era que estaba en la batalla y pensó que se desvanecería en el olvido.